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Para nosotros, los
modernos, lo primero es llegar a ser individuales y todo lo demás en la vida —felicidad, sabiduría, santidad, placer, gloria— lo juzgamos positivamente sólo en cuanto ya somos individuos en el más plenario significado del término. Por otra parte, esta individualidad moderna autofundante, que halla en sí misma el sustento de su «ser» y no depende de una fuente más originaria, se caracteriza esencialmente por su condición finita.
Sólo ahora, en el presente estadio de la cultura, puede el hombre complacerse en su condición finita porque la secularización nos ha enseñado a estimar la dignidad y la densidad del modo contingente del «ser» y las de aquellos entes mortales sin necesidad lógica de existir y por eso mismo merecedores de ser contemplados como un lujo ontológico. Cuando
Aristóteles escribe: «Debemos en la medida de lo posible inmortalizarnos y hacer todo esfuerzo para vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros», presupone que lo inmortal y eterno ha de ser admitido como lo más excelente por principio, lo que responde a la antigua cosmovisión que organiza el mundo en región sublunar corruptible y, encima, firmamento estable y eterno, siendo la aspiración humana progresar en esa ascensión por la escala del «ser». Para nosotros, los modernos, la individualidad mortal, finita y contingente ya es de hecho la culminación de los entes de este mundo, la última etapa de la evolución de la vida y su manifestación óptima, y no anhela ninguna transformación en otra cosa superior ni ambiciona superación alguna de su mortalidad finita. Ser individual equivale a ser mortal porque la mortalidad es la materia en la que está tallada la forma de nuestra individualidad más propia y genuina.
Esta conclusión obliga a reinterpretar desde la nueva perspectiva el antiguo tratado de la inmortalidad del alma para depurarlo de unos ingredientes tributarios de la cosmovisión clásicomedieval en la que se forjó. Antes del alumbramiento de la subjetividad moderna los hombres pudieron imaginar la supervivencia postmortem como una eternización del alma —esa centella divina— ocurrida dentro de los confines del cosmos, pero para la conciencia moderna esa concepción es inasumible. Primero, porque, habiéndose constituido el yo en una totalidad independiente del cosmos, su supervivencia no habrá de consistir en un nuevo estadio dentro de la experiencia del mundo sino en una salida de ese mundo. Además, no cabe pensar en una existencia futura del yo que implique una ruptura de su unidad psicosomática —desechar por inservible, como un despojo, el cuerpo corruptible para permitir la divinización del alma inmortal—, en la medida en que el cuerpo forma parte de la identidad del individuo tanto como el alma, si es que esta distinción entre cuerpo y alma conserva algún sentido.
Por último, ese eternizarse o divinizarse del alma inmortal implicaría por fuerza, conforme a lo arriba establecido, desvirtuar la condición finitomortal del hombre y, por consiguiente, una lamentable pérdida de su individualidad, y nadie, entre los modernos, querría inmortalizarse al precio de sacrificar su yo, justamente aquello que se trataba de preservar desde el principio y a todo trance, porque la supervivencia o es individual o no es en propiedad supervivencia.
De modo que, el antiguo tratado, remozado desde la perspectiva contemporánea, no versaría propiamente ni sobre la inmortalidad ni sobre el alma: si hubiera razones para sostener la esperanza, lo sería no de un alma inmortal sino en todo caso de una
mortalidad indefinidamente prorrogada.
Javier Gomá Lanzón,
Necesario pero imposible, Taurus, Madrid 2013