Lo cierto es que los seres humanos, a diferencia de los ángeles y los santos, necesitamos de incentivos materiales, y por eso el correcto funcionamiento de una sociedad requiere que haya una cierta desigualdad en el bienestar material. Esto es porque, quien más quien menos, a todos nos gustan las galletas, pero también preferimos el dolce far niente al arduo trabajo. Si la sociedad nos asegurase a todos el mismo bienestar independientemente de cuánto producimos, el nivel de esfuerzo sería mínimo. ¿Para qué trabajar si no hace falta? ¡Fiesta! ¡Fiesta!. Yo, y todos. Listos y tontos; guapos y feos. No se esforzaría nadie. Malos –pésimos– incentivos.
Muy bien, pues no somos iguales en lo fundamental, ni deberíamos aspirar a que en la sociedad todos disfruten del mismo bienestar material. Es un hecho, e incontrovertible. Ahora bien, que sea un hecho no lo hace menos antipático. Porque a todo bien nacido le debe resultar antipático. ¿Qué ha hecho el feo para ser feo? Porque no se es feo por decisión propia. Y quien dice feo, dice tonto... o gandul, que tampoco nadie escoge ser gandul. Su pecado es que, cuando repartieron las cartas, a ellos les tocaron las peores. Han perdido en la lotería, sin que les preguntasen siquiera si querían participar. Difícilmente son ellos culpables de nada.
Así, con una y con otra, por mucho que seamos conscientes de que los incentivos materiales son fundamentales para el correcto funcionamiento de una sociedad, la magnitud y la extensión de grandes desigualdades en bienestar material nos provocan angustia. Sólo la mezquindad de quien se sabe arriba (con buenas cartas, con un repóquer) puede hacer a alguien indiferente ante la extensión de las desigualdades.
Hay una indudable tensión. Por un lado, parece razonable desear una sociedad que plantea incentivos materiales a sus miembros, de tal manera que tengan incentivos para ejercer esfuerzo: sin trabajo, no hay galletas, y sin incentivos no hay trabajo. Pero, por otro lado, esto tiende a aumentar las diferencias entre individuos debido a causas que nada tienen que ver con su esfuerzo, y estas diferencias las quisiéramos minimizar. De hecho, ser de izquierdas o de derechas es poco más que estar a un lado o al otro de esta dicotomía. El conservador cree que, sin incentivos, la caída en la productividad sería mayúscula, y está dispuesto, en consecuencia, a aceptar que la desigualdad es un reflejo de esos incentivos que una sociedad necesita para funcionar. El socialdemócrata cree que los incentivos materiales son relativamente poco importantes, y que la desigualdad no es más que un reflejo de las diferencias de salida, y la constatación de una injusticia. El debate izquierda-derecha es un debate sobre la extensión de la desigualdad.
De ahí que, al menos desde el punto de vista de la izquierda, una mirada a los ojos de la desigualdad produzca una cierta angustia, porque su evolución puede parecer inquietante. El demonio está en los detalles, y sobre ellos hablaremos, pero créanme que tenemos una cantidad apabullante de evidencias de que, en la mayoría de las sociedades, quienes son relativamente ricos tienen ahora relativamente más que hace cuarenta años.
José V. Rodríguez Mora, Observando los hechos. Una mirada desapasionada de la desigualdad económica, Revsita de Libros, 15 de marzo-15 de abril http://www.revistadelibros.com/articulos/una-mirada-desapasionada-a-ladesigualdad-economica-i-observando-los-hechos