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by Quino |
A veces
nos ponemos muy dignos, como si la dignidad fuera algo de poner y, por tanto, de quitar. De poner y quitar, de usar y tirar. La esgrimimos como la antesala de una cierta
postura, para hacer valer nuestra
posición. Supongo que no como una distinción que no hubiéramos de reconocer en los demás. La dignidad no es una concesión. Que haya quienes pretendan usurparla no significa que les corresponda otorgarla. A cada cual le son inherentes derechos inviolables a los que se hace
acreedor y
merecedor por el mero hecho de tratarse de un ser humano. Pero eso no impide que constituya un comportamiento y un modo de proceder. Por tanto, que sea intrínseca no significa que no haya de
vivirse y de
desplegarse, incluso de
ejercitarse y de
ejercerse.
En última instancia, la dignidad implica
autonomía,
libertad y
capacidad creadora y, por tanto, no es un simple ingrediente constitutivo, una suerte de componente para lucir la cualidad humana, es su razón de ser y su condición de posibilidad. Por eso, hurtarla es un auténtico despojamiento de lo que fundamenta la plenitud en la que consiste.
De ahí que no se sustente en una mera declaración, sino que conlleve la
acción efectiva que define sus límites en el respeto a sí mismo y en el que nos merecen los derechos de los demás. La dignidad implica ese mutuo reconocimiento que nos hace sentirnos
miembros activos de pleno derecho de una comunidad. La dignidad exige entonces una vida digna. Y ello no implica su puesta en cuestión, sino el permanente acecho a que se ve sometida si los derechos no son respetados, si las vidas son desconsideradas, total o parcialmente, en aquello que les resulta más determinante. Que se pueda ser pobre y ser digno es evidente. Que la pobreza como la gran soledad, la gran indefensión, la gran carencia, es más que la falta de recursos y agrede a la dignidad humana no es menos decisivo.
Sin embargo, no toda referencia se agota en la inestimable dignidad del otro, sino que hemos de comprobar hasta qué punto con nuestro proceder podemos afectar a su vez la nuestra, aquella tan propia, precisamente mediante la
indignidad de no reconocer y respetar la dignidad ajena, La puesta en cuestión de la necesidad de crecer juntos, de incorporar a quienes no se encuentran en una adecuada situación, a quienes más lo necesitan, subraya que no se trata sólo de proteger la dignidad, es cosa de estimarla, de velar por ella en una labor constante.
Que
dignitas derive de
dignus y que tenga la misma raíz que
decet no es sólo una curiosidad filológica. Dice bien a las claras que se trata de
algo que es conveniente, y no porque nos lo resulte, sino porque es apropiado, pertinente, apto. La dignidad es lo que nos es más nuestro y lo que más precisamos para ser en verdad quienes hemos de ser, esto es,
decentes. Tal es la verdad de la dignidad: la decencia. Así que, diciendo lo que ya somos, subraya a su vez hasta qué punto es el nombre de una tarea abierta y permanente, la de llegar a estar a la altura de nuestra propia dignidad como seres humanos, la de llegar a ser lo que en verdad nos corresponde ser:
dignos.
Y más aún, de la misma raíz es
decus, lo que significa que lo que realmente conviene no es simplemente lo que nos apetece porque nos resulta más interesante, sino porque es lo más
decoroso, estética y éticamente. Tal sería el verdadero ornato, el gran atractivo, la belleza de ser dignos, esto es,
decentes y con decoro.
Malinterpretaríamos la dignidad si de lo dicho dedujéramos que es una cuestión simplemente moral, un resabio clásico sin alcance. Antes bien, se trata de aquello en lo que
se constituye e
instaura,
se soporta, la dimensión personal, social, política y pública, de la comunidad. Y tal como
Aristóteles nos recuerda, “
con miras a algún bien”, que es entonces el bien común, el de la comunidad cívica, su bienestar, su auténtica salud.
Que la dignidad implique la
autoestima como aprecio respecto de sí, que se haga merecedor del de los demás, que suponga por tanto el hacerse respetar, significa que, siendo constitutiva e inherente, es cuestión sin embargo de
hacerla valer, de considerarla vinculada al efectivo
trabajo de la libertad. Es cuestión de estimar que es lo que sustenta la igualdad de derechos de todos los seres humanos en el reconocimiento de su singularidad y de su diferencia.
En tiempos complejos y convulsos, la dignidad reclama el equilibrio que la
justicia implica y, desde luego, no hay situación de crisis alguna, por muy contundente que sea o pudiera llegar a ser, en la que las condiciones de una vida justa y digna hubieran de ser puestas en entredicho. Y no ya sólo discursivamente, sino a través de cada una de nuestras acciones o decisiones.
La dignidad no es un aditamento, ni un buen deseo, exclusivo para tiempos de bonanza. No a pesar de ella, sino gracias a ella, podemos
afrontar con más contundencia y sentido el desafío que los tiempos requieren. Si es
resistencia, no es simplemente la de la capacidad de sobrellevar en silencio vicisitudes, sino la de
encararlas con entereza, con decisión y con todas las fuerzas de que uno sea capaz. A veces, incipientes, pero no por ello menos firmes o contundentes. La dignidad es también la de los principios y las convicciones que se hacen vida, en ocasiones discreta, aunque siempre decidida. No es cosa por tanto de invocarla para asentir, sino para abordar con integridad las coyunturas. Pero de un modo consistente, el que se sostiene en
la libertad del decoro y en
la justicia de la decencia.
Ángel Gabilondo,
Dignamente, El salto del Ángel, 24/03/2013