Uno de los misterios más insondables de nuestra profesión de filósofos no es la pregunta por el ser, si existe el mundo exterior o si somos realmente libres, sino algo mucho más irritante: que la gente nos aprecia tanto más cuanto más tristes somos. ¿Por qué parecemos más profundos cuando somos más negativos? ¿A qué se debe el prestigio del pesimismo? ¿Por qué, si un filósofo quiere que le tomen en serio, tiene que ser un cenizo?
Cualquiera puede comprobar esta valoración pública y sus posibles variantes: tiene más prestigio intelectual el pesimista que el optimista; es más íntegro quien denuncia que quien aprueba; un diagnóstico es más profundo cuanto más negativo; un intelectual contento o es un impostor o es poco inteligente. Desde que
Voltaire llamara cándidos a todos los que no veían las cosas tan irreparablemente negativas como él, la filosofía se ha convertido en esa “ciencia triste” de la que hablaba
Adorno. Filosofar equivale a desilusionar y denunciar; el pensamiento no tiene nada que celebrar.
Este prestigio de lo negativo se debe a que contrasta con la banalidad de las buenas noticias, de cierto “pensamiento positivo” cuyo concepto más sofisticado es el de los “brotes verdes”. Pero no nos deberíamos medir con las versiones más flojas de aquello a los que nos oponemos sino con sus mejores argumentos.
¿Es posible todavía defender que el optimismo es más razonable que su contrario y no parecer bobo? La razón más profunda para no rendirse es que nunca podemos estar seguros de que las cosas vayan a ir necesariamente a peor y que si claudicáramos nadie nos garantiza que tal vez nos estemos perdiendo así lo mejor. Hay una brevísima fábula de Esopo que siempre he considerado la mejor ilustración de este optimismo por exclusión, la refutación más poderosa de la idea de que no pensar en nada es el mejor remedio contra la desesperación y la muerte. “Un anciano cortó en cierta ocasión leña, cargó con ella y emprendió un largo trecho. El camino le agotaba. Arrojó la carga y llamó a la muerte. Ésta apareció al instante y preguntó por qué le había llamado. El anciano contestó: Para que me coloques de nuevo la carga encima”. El anciano había perdido la fuerza y la esperanza, por lo que debió parecerle que era el momento de poner punto final a aquel esfuerzo. Al caer en la cuenta de que había sacado demasiadas conclusiones de su cansancio, retiró su precipitada desesperación y se puso de nuevo en camino.
Concluir es siempre una decisión precipitada; mientras hay vida hay esperanza, suele decirse. Yo preferiría formularlo así: mientras la vida no se haya terminado, no está todo perdido. ¿Y quién sabe si, frente a todas las evidencias, nos queda algo positivo por vivir?
Fernando Pessoa entendió muy bien hasta qué punto concluir es una decisión precipitada: “¡No me vengáis con conclusiones! La única conclusión es morir”.
La pregunta por el optimismo o el pesimismo parece referirse a una expectativa, pero en realidad es un balance y, como tal, algo que cierra y concluye. Por eso lo más razonable es resistirse a dar al presente el carácter de lo definitivo, posponer la respuesta, dejarla abierta. Siempre es demasiado pronto para concluir; esta es la justificación racional del optimismo. Lo malo es lo definitivo, la provisionalidad actúa siempre en nuestro favor.
Mientras el tiempo dure hay posibilidad de ser perdonado, de aprender, de cambiar, de que haya alivios, pausas, de que el sufrimiento se interrumpa en algún momento o la injusticia sea reparada. Lo mejor de nuestra condición humana es que estamos rodeados de posibilidades y que entre ellas tal vez haya alguna mejor que aquella que se ha hecho realidad. No se trata tanto de que el nuestro sea el mejor de los mundos posibles, según la célebre formulación de
Leibniz, como de que es uno entre los posibles, que no es el único y que hay otras posibilidades. Que haya mundos posibles es la mejor garantía de que el optimismo no es algo injustificado.
¿Quién sabe si justamente nosotros somos los que estamos capacitados para posibilitar algo mejor? ¿Quién está en condiciones de asegurarnos, por el contrario, de que lo mejor se encuentra fuera de nuestro alcance? ¿Cómo lo sabe? Detrás de un pesimista hay siempre alguien demasiado seguro; el escepticismo, en cambio, es la antesala del optimismo. Un pesimista es, en el mejor de los casos, un desmemoriado; en el peor, un reaccionario que tiende a olvidar los males del pasado e idealiza un tiempo anterior incontestablemente mejor que nuestro presente. Un pesimista es generalmente más dogmático que un optimista y como yo dudo mucho suelo ser más bien optimista. Los optimistas lo solemos ser por defecto, más que por virtud.
Daniel Innerarity,
¿Por qué el pesimismo no es razonable?, Babelia. El País, 13/07/203