La producción de El gran Mitchell arrancó en agosto de 1941. La película, dirigida, producida y protagonizada por Leslie Howard, contaría la épica historia del inglés Reginald Mitchell, diseñador del emblemático avión de combate Spitfire. Siete décadas después, centenares de jóvenes ingleses miran hipnotizados las imágenes del filme, un ejemplo clásico de propaganda, en el hall de la Biblioteca Británica. A la sucesión de fragmentos de El gran Mitchell se sobrepone la música en directo de la banda Public Service Broadcasting, que se sirve de antiguas películas de información pública y materiales propagandísticos con la misión, proclaman, de “enseñar lecciones del pasado a través de la música del futuro”. La escena evoca el ideal de todo propagandista: la gente bailando al son de sus mensajes. Y pidiendo más.
El concierto es uno de los actos que la Biblioteca Británica ha organizado para promocionar Propaganda: Power and Persuasion, muestra que explora las estrategias y consecuencias de la propaganda de Estado en los siglos XX y XXI.
¿Es la exposición propaganda de la propaganda? Sentado en el mismo lugar donde en apenas unas horas comenzará el concierto, Ian Cooke, comisario de la muestra junto a Jude England, sonríe. “Es algo que he estado preguntándome durante todo el proceso y no paro de cambiar de opinión. Prefiero hablar de agitación. En cierta medida, lo que queríamos hacer era provocar, porque todos los que visitan la exposición tienen una idea de lo que es propaganda y una determinada actitud hacia ella. Queríamos que la exposición empujase a la gente a pensar en ella de una forma más amplia, que repensasen o reevaluasen su actitud”.
David Welch, historiador de la Universidad de Kent y autor del libro de título homónimo que acompaña a la exposición, es más categórico. ¿Es propaganda de la propaganda? “Indudablemente. La propaganda no solo consiste en lo que se dice, también en lo que no se dice. ¡Las omisiones de la exposición son clave!”.
En 1622 el papa Gregorio XV emitió un edicto para fundar la Congregatio de Propaganda Fide, que debía propagar la fe católica en aquellos países que no la profesaban. Ese documento, cuidadosamente a resguardo tras una vitrina, es el primer uso que se conserva del término propaganda para referirse a actividades que perseguían influir en creencias, ideas y comportamientos. Como acota Noam Chomsky en uno de los vídeos de la exposición, “el término propaganda pertenece fundamentalmente al siglo XX”. Pero en la historia anterior hubo ilustres pioneros como Alejandro Magno, Lutero o Napoleón Bonaparte. En 1813 el poder del emperador francés remitía y Jean Baptiste Borely lo inmortalizaba en un retrato en el que Bonaparte se proyectaría a su gusto: debía inspirar lealtad a los suyos e intimidar a los críticos. Como contraste, junto a ese lienzo de grandes dimensiones observamos a Napoleón como no le gustaba verse: en un grabado satírico de Francisco Meseguer, realizado tras la frustrada ocupación de España en 1808, en el que Napoleón es un Don Quijote que cabalga a lomos de su inseparable Rocinante —el primer ministro Manuel Godoy— mientras trata de consolar a Sancho Panza, su comandante en España, Marshal Murat, con la promesa de conquista de las colonias en América.
Harían falta siglos de guerras, revoluciones, imperios y cambios tecnológicos para que la propaganda adquiriese el matiz negativo de hoy. “Mucha gente está convencida de que es mala y de que son los malos quienes hacen uso de ella y lo que queremos es partir de ese punto de vista y proponer: ¿no nos perdemos cosas si entendemos de esa forma la propaganda? ¿Puede la propaganda ser buena?”, apunta Cooke.
“Es verdad que, incluso hoy, todavía se asocia la propaganda con mentiras y falsedad, pero esto supone malinterpretar la naturaleza básica del concepto: la propaganda consiste en persuadir a la gente, pero también en reforzar opiniones y prejuicios existentes. Aldous Huxley escribió en los años cuarenta que el propagandista es un hombre que canaliza una corriente ya existente. En una tierra en la que no hay agua, cava en vano. Creo que esa preocupación con la mentira y la falsedad confunde el concepto básico de propaganda, que es éticamente neutral y puede ser buena o mala”, explica David Welch en una de las entrevistas que se reproducen sin descanso en la sala. Posteriormente, en conversación vía correo electrónico, matizará: “La definición importa. Si crees que es un término éticamente neutral lo verás desde otra perspectiva y podrás analizar de forma más crítica la intención que se esconde detrás del mensaje”.
Buenas, que no altruistas, son las intenciones de los Estados que en el siglo XX tomaron conciencia de que eran responsables de su ciudadanía. El laissez-faire había terminado y las técnicas propagandísticas ayudarían a garantizar la salud de la nación. A todos los Gobiernos le interesaba tener ciudadanos sanos y fuertes para que trabajasen, luchasen en sus frentes y sus arcas se ahorrasen dinero en las partidas de prestaciones sociales y tratamientos médicos. Por ello pusieron en marcha campañas para fomentar una alimentación adecuada o sexo seguro, o advertir de los peligros del tabaco, el alcohol o la conducción temeraria. “Los materiales de salud pública que reunimos son mis favoritos porque son polémicos. Los visitantes se quedan desconcertados. Preguntan: ‘Entonces… ¿Esto es propaganda o no?”, relata Cooke.
En los sesenta el National Health Service británico identificaba como enemigos públicos a aquellos que no utilizaban un pañuelo para “atrapar” sus gérmenes, la Unión Soviética financió sucesivas campañas contra el consumo excesivo de alcohol para tratar de poner fin a un problema crónico, hoy la primera dama estadounidense, Michelle Obama, libra una cruzada para que sus compatriotas consuman más frutas y verduras, y la tradicional campaña estival de la Dirección General de Tráfico nos dice: El verano está lleno de vida. Y de vidas. Todo esto es propaganda, recuerda Welch. “Pero en líneas generales cuando se trata de salud pública las asociaciones peyorativas tienden a desvanecerse. Se ve de forma mucho más favorable”, escribe.
Los monumentos, los retratos, los himnos, las monedas, las exposiciones universales están en el margen opuesto al desconcierto: han servido y servirán para reforzar el sentimiento de nación, para conmemorar las glorias del pasado. Son tan previsibles como los Juegos Olímpicos, aún frescos en la memoria de los británicos —y de todos los demás—.
“Unos Juegos Olímpicos proporcionan una plataforma global incomparable para redefinir y transformar la definición de Gran Bretaña ante el resto del mundo. En ese momento, y recordemos que hace ya una década, teníamos la impresión de que nuestra imagen internacional era bastante anticuada”. “Pensábamos que, precisamente en esta nueva era mediática, se nos planteaba una oportunidad demasiado buena de branding del país, que es algo muy importante. Y se puede achacar todo a la propaganda y blablablá, pero la marca de un país es muy importante en un entorno económico global y competitivo”. Así explican Tessa Jowell, ministra para los Juegos Olímpicos de Londres 2012 entre 2005 y 2010, y Alastair Campbell, portavoz del Gobierno de Tony Blair entre 1997 y 2003, las motivaciones que había detrás de Londres 2012. Nada nuevo. Pero algunos de los visitantes fruncen el ceño cuando Campbell sugiere que el cineasta Danny Boyle hizo una gran labor “propagandística” con la dirección de la ceremonia inaugural. La misma reacción asoma frente a un vídeo del funeral de Estado de Margaret Thatcher o un tuit de Barack Obama fundido en un abrazo con su mujer tras confirmarse su reelección. “Es muy interesante porque con el Cuatro años más de Obama me han preguntado: ¿De verdad que eso es propaganda? ¿Cómo puede ser?”, explica Cooke.
“Pensamos en propaganda y vemos su iconografía, gráfica e infame, la propaganda nazi o estalinista, pero la más poderosa de los siglos XX y XXI es insidiosa y normalmente no la reconocemos. Está disfrazada y responde a dos palabras: relaciones públicas, término inventado por Edward Bernays a principios del siglo XX porque, según él, los alemanes habían dado mala reputación a la palabra propaganda durante la Primera Guerra Mundial”, relata el veterano documentalista australiano John Pilger. Entra dentro de la normalidad, subraya Cooke, que identifiquemos como propagandísticos los coloridos carteles que Norman Rockwell pintó hace 70 años para que los estadounidenses comprasen bonos durante la Segunda Guerra Mundial, pero dudemos ante manifestaciones más actuales. “Siempre te va a costar reconocer la propaganda cuando está dirigida a ti”. Una de las máximas de Lord Northcliffe, director de propaganda en la Primera Guerra Mundial y magnate de la prensa británica, era: “La propaganda que parece propaganda es propaganda de tercera”. “Si la reconoces, es fallida. Es lo que nos pasa desapercibido lo que debería hacer saltar nuestras alarmas”, dice Cooke.
Bastan siete minutos frente a la instalación Chorus para ver la coreografía de opiniones que se agolparon en Twitter ante tres acontecimientos: el mencionado tuit de Barack Obama —el mensaje más retuiteado de la historia de la red de microblogging—, la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres y el debate en torno al control de armas posterior a la masacre en la escuela de primaria de Sandy Hook en Newtown. En azul se presentan los mensajes negativos, en blanco, los neutrales y en amarillo, los positivos. Hoy las ideas y opiniones que compartimos en las redes sociales pueden ser potencialmente influyentes. Según Welch: “Las nuevas tecnologías y las redes sociales nos han convertido a todos en propagandistas”. “Las redes sociales te dan acceso bastante fácil a una audiencia masiva, te brindan la oportunidad de plantar cara a los mensajes de Gobiernos o corporaciones, y hay una sensación de empoderamiento para iniciativas populares”, añade Cooke. Pero ambos coinciden en la contrapartida. “El peligro está en la pluralidad de las fuentes y el volumen de información que existe ahora en el ciberespacio. Los individuos simplemente no disponen del tiempo y el conocimiento para tomar decisiones informadas”, resume Welch.
Al ser preguntado sobre el papel de las redes sociales, John Pilger responde con una anécdota: “Durante la guerra fría hice en secreto un documental sobre la Checoslovaquia estalinista y entrevisté a una serie de disidentes. Uno de ellos, el novelista Urbanek, me dijo: ‘Sabes, estamos por delante de vosotros los occidentales. Os creéis todo lo que veis en la televisión, lo que leéis en los periódicos, nosotros tuvimos que aprender a leer entre líneas y solo cuando has aprendido a hacerlo puedes entender la propaganda’. Nunca lo olvidaré porque, como regla general, se puede aplicar a lo que vivimos hoy. A pesar de todas las virtudes de Internet, no somos capaces, aunque quizás cada vez más, de leer entre líneas”.
Virginia Collera, Armas de persuasión, Babelia. El País, 10/08/2013
La exposición Propaganda: Power & Persuasion puede visitarse hasta el próximo 17 de septiembre en la Biblioteca Británica de Londres. www.bl.uk