Pierre de Montaigne estaba empeñado en que su hijo fuera mejor que él y, para conseguirlo, le dio una estricta, y hermética, educación en latín. Estaba convencido de que este era su deber de padre, pues su abuelo había sido un próspero comerciante, de apellido Eyquem, que había logrado quitarse de encima su fama de pescadero y ascender a un estrato menos oloroso de la sociedad bordelesa. Al final de su vida el abuelo, pensando en el porvenir de su estirpe, y concretamente en erradicar de su blasón los pescados ahumados, había comprado al arzobispo de Burdeos el castillo de Montaigne, para que sus descendientes reorientaran su destino, lejos de las marismas, las escamas y los espinazos.
El hijo del pescadero Eyquem, como suele suceder con los vástagos a los que todo les cae del cielo, no dio golpe, pero Pierre, su nieto, aparcó la administración de la fortuna que había heredado para hacer una carrera en el Ejército que le procuraría, gracias a su brillante desempeño, el título de Sieur de Mointange, que consiguió borrar de su linaje el apellido Eyquem.
Una vez dentro de la nobleza, privilegio que con el tiempo lo llevó a convertirse en el burgomaestre de Burdeos, montó una enorme y bien surtida biblioteca que inmediatamente atrajo a la intelectualidad de la época, y ya que había logrado consolidar el innegable ascenso social de la familia, tuvo un hijo, Michel, en el año de 1533, para el que, con la ayuda de sabios y profesores, diseñó una infancia que produjera un hombre mejor que él, un proyecto consecuente con su propia historia de superación. Y para conseguirlo le puso, desde que era muy pequeño, un profesor alemán que ignoraba el francés y que le hablaba y lo instruía exclusivamente en latín, con la ayuda de dos asistentes que le hablaban en la misma lengua. Para que la educación del pequeño Michel fuera herméticamente en latín, el padre, la madre y la servidumbre con la que tenía contacto aprendieron unas cuantas frases para dirigirse a él solo en esa lengua.
A los seis años
Michel de Montaigne, sin conocer ni una sola palabra de francés, hablaba y escribía perfectamente en latín, pero más adelante, en cuanto tuvo que ir al colegio para no quedar tan aislado de la sociedad, según sus propias palabras, “su latín degeneró inmediatamente”.
El experimento pedagógico del padre produjo, como se sabe, no solo a uno de los escritores más importantes de Occidente, sino al inventor del ensayo, ese género literario en el que cabe absolutamente todo.
El arte más grande de todos, escribió
Montaigne, es “seguir siendo uno mismo”,
rester soi-même, una idea que mantuvo a lo largo de su vida, que además de su inagotable obra literaria, le dio para viajar, para inmiscuirse en la política y para administrar, de mal humor, su castillo y sus posesiones. Todas las experiencias de
Montaigne iban a parar a las páginas de sus ensayos, cualquier cosa que le sucedía provocaba una reflexión, una hipótesis, una sentencia, vivía concentrado en vivir para después dar cuenta de ello por escrito, para alimentar su
pensée vagabonde que llevaba una sola dirección, la del ensayo que estaba escribiendo, o dictando, porque, como él mismo sentenció, “quien quiere estar en todas partes no está en ninguna”.
Sería ridículo, desde luego, seguir el ejemplo del padre de
Montaigne, en este siglo XXI tan poco afecto a la concentración. Para aislar a un niño en otra lengua necesitaríamos vivir en una cueva, en el desierto o en medio de la selva, y probablemente hasta allí se colaría la información que pulula de pantalla en pantalla, y en el caso de que lográramos aislarlo herméticamente, nuestro experimento difícilmente produciría otro
Michel de Montaigne; aquello fue una combinación milagrosa del rigor educativo del padre más el talento del hijo. Lo que si podemos es hacer el ejercicio de oponer a aquel niño que solo hablaba latín, que estaba concentrado, sin distracciones, en el cultivo de sí mismo, a los niños contemporáneos que están distraídos por muchas cosas a la vez, por el mundo exterior que entra a saco por una infinidad de terminales.
Mientras
Montaigne pasaba en silencio largos tramos del día, que llenaba de pensamientos y reflexiones, nosotros forcejeamos contra el estruendo que sale permanentemente de las pantallas. Concentrado en un solo punto,
Montaigne lo abarcaba absolutamente todo, nosotros, concentrados en puntos múltiples, no abarcamos casi nada.
Tanto estímulo exterior nos aleja del arte más grande de todos, que proponía
Montaigne: seguir siendo uno mismo, porque para alcanzarlo se necesitan largas horas de reflexión, es decir, pasar mucho tiempo sentado en una silla, o andando si es que se es afecto a los pensamientos caminados que proponía
Nietzsche, sin hacer nada más que pensar y esto, en nuestro hiperactivo siglo XXI, constituye un pecado capital.
Se han acabado los periodos de silencio, quien va andando no produce pensamientos caminados, va consumiendo algo que sale de su mp3 y le entra por los oídos, el que viaja en metro aprovecha el trayecto para hablar por teléfono o para responder un e-mail, y cualquier momento libre se rellena con la información ilimitada que produce la pantalla del teléfono o de la tableta. Nadie tiene paciencia ya para sentarse a oír un álbum de música completo, hay tiempo para oír una sola canción, que se vende en iTunes por separado; el disco entero nos roba el tiempo que podríamos aprovechar consumiendo otra cosa.
Lo mismo pasa con el cine, comprometerse durante dos horas eternas con una película parece excesivo, si se tienen las series de televisión que vienen dosificadas en cómodas cápsulas de 45 minutos, cápsulas asépticas como las de la máquina de Nespresso, que nos ahorran el tiempo que nos tomaría el lidiar con la cafetera manual, y el esfuerzo de enfrentarnos con la monserga del café molido. Y con los periódicos empieza a suceder lo mismo, ya no se lee el periódico, se leen dos o tres noticias extirpadas del corpus, troceadas en
links, y para los libros cada vez hay más plataformas que ofrecen textos breves, que puedan leerse en la pantalla del teléfono en un trayecto de autobús. Todo el tiempo que se ahorra en no oír discos completos, ni ver películas largas, ni leer libros gruesos, ¿en qué se aplica?: en consumir más fragmentos: una partida de Angry Birds, una noticia extirpada del periódico, un paseo por el
timeline de Twitter, etcétera.
Este nuevo mundo vertiginoso, este ir y venir permanentemente de un fragmento a otro, es el único que conocen los niños contemporáneos, que viven en tránsito del iPad a la Playstation y cuando logran escapar de ese bucle, sus padres, convencidos de que la hiperactividad del siglo XXI es una cosa positiva, y aterrorizados ante la posibilidad de que su hijo se aburra, lo llevan a un cursillo de karate, de tenis, a clases de natación, de inglés o chino, a cualquier actividad que impida que el niño esté sin hacer nada.
La hiperactividad de nuestro siglo es tan potente que ya el significado de la palabra ocio, que quería decir estar sin hacer nada, hoy significa tirarse en canoa por los rápidos de un río, ir a África de safari fotográfico, recorrer 10 kilómetros con la técnica del senderismo o ver, de una sentada, una temporada completa de
Breaking bad. Frente a este panorama de vértigo, ¿en dónde queda Montaigne, ese señor sentado en una silla, sin hacer nada más que reflexionar?
Tanta hiperactividad debería ser contrapesada con periodos de inactividad, de silencio, de concentración en una sola idea; porque de esos periodos de calma, de aburrimiento incluso, salen las grandes obras, detrás de cada poema, de cada sinfonía o novela, de cada lienzo, hay una persona que ha pasado largos periodos sin hacer nada. Lo mínimo que va a quedarnos de esta era proclive a los fragmentos, llena de niños sobreestimulados, que no tienen espacios para la reflexión y el silencio, es un mundo sin artistas.
Jordi Soler,
El pensamiento vagabundo, El País, 07/09/2013