¿Y cuáles eran aquellas cosas tan terribles que
Camus había escrito en
El hombre rebelde como para merecer tan unánime sanción del buró político de la revista de
Sartre, para ser considerado en lo sucesivo como un escritor «contrarrevolucionario» (...
)?
Sartre tenía razón en esto:
Camus no oponía a las razones abrumadoras de los que se convirtieron en sus enemigos una batería argumental sistemática; y no lo hacía porque lo que pretendía conseguir era otra cosa diferente de la que hacían
Sartre y sus amigos, lo que buscaba no era contraargumentar mejor que ellos, sino debilitar su seguridad para impedirles –a
Sartre, a sus amigos y a todos los que en el mundo pensaban como ellos– que siguieran argumentando «demoledoramente» como lo hacían; alguien diría que en
Les temps modernes no lo entendieron. Pero es posible que lo entendieran perfectamente, y de ahí lo airado de la reacción. No obstante, las palabras de
Camus, leídas hoy, nos parecen tan sensatas que, sin esta pequeña reconstrucción del contexto, la polémica resultaría ininteligible.
Camus estaba, ante todo, obsesionado (más que horrorizado, aunque también) por el espectáculo de la masacre organizada y mecanizada en el cual el siglo XX había logrado méritos tan sobresalientes, y consideraba el nazismo y el estalinismo como variaciones de esa razón apocalíptica que se manifestaba bien dispuesta a barrer a la humanidad entera de la faz de la tierra (o, al menos, a porciones significativas de ella) precisamente para contribuir a su
mejora. Hoy –espero– nos parece totalmente razonable esta similitud entre fascismo y comunismo, pero en 1951 la
intelligentsia dominante la encontraba inaceptable. Y lo que
Camus se pregunta es por qué esa mentalidad (...) se había vuelto tan convincente, tan seductora, para tantas personas en ese preciso momento histórico. Hablaba, en este sentido, de una clase específica de rebelión, la «rebelión metafísica», que al ser rebelión
contra todo se convierte fácilmente en nihilismo, en valoración de la nada y en negación absoluta: «Cuando los partidos y los pueblos están tan convencidos por sus propios argumentos que están dispuestos a recurrir a la violencia para silenciar a quienes no están de acuerdo con ellos, la democracia deja de existir. La modestia, por tanto, siempre es saludable para las repúblicas». Y
Camus, este francés de Argelia, no olvidaba en absoluto que los partidos comunistas de todo el continente habían recibido en cierto momento la orden de Moscú de aparcar su retórica anticolonialista para no perjudicar su discurso antifascista (pues esta era, aunque hoy parezca increíble, su principal justificación: ser la genuina barrera, y aún la única, capaz de detener el avance del fascismo). Naturalmente, alguien que hablase de preservar las paradojas, e incluso de valorar el silencio, no podía ser visto por la cúpula dominante del existencialismo francés más que como una «alma bella» que se negaba a poner los pies en la tierra. Quien tuviera los pies bien metidos en la Historia no podía renegar de la idea sartreana de que el marxismo era la «filosofía insuperable» de nuestro tiempo, ni de la profecía de
Roger Garaudy en 1950: «Sin duda, el siglo XX pasará a la historia como el siglo de la victoria del comunismo». En la carta que puso fin a su amistad,
Sartre, la razón demoledora, había conseguido dar la vuelta por completo a la situación: él, hijo de un oficial de la Marina, rey del París eterno, alumno del Instituto Henri IV y de la École Normale Supérieure, que llevaba el premio Nobel en su ADN por parte materna, era el hombre arriesgado, valeroso y comprometido, «víctima» del flagelo imperialista, y
Camus, un pobre muchacho nacido en una miserable familia de
pieds noirs y redactor de un periódico clandestino en la Francia ocupada, era el «alma bella».
Andando el tiempo, casi todo el mundo tuvo la impresión de que, si aquello era una contienda,
Sartre había ganado, tanto más cuando le fue concedido el premio Nobel de Literatura que, aunque le fue otorgado años después que a
Camus, le compensó de su humillación con un doble reconocimiento: el prestigio que extrajo del galardón y el que logró con el rechazo formal del mismo. Se diría que Camus se esforzó en vano en hacer ver adónde conducía el intento de convertir la Historia –concebida de esa manera teleológica– en el reino inevitable de esa «facticidad» de la que ahora presumían sus adversarios, como en otro tiempo –el tiempo en el cual él pudo estar de su lado– lo habían hecho de la «libertad»: «No soy cristiano y tengo que ir hasta el final. Pero ir hasta el final significa elegir la historia de un modo absoluto, y con ella el asesinato de otros hombres si ello es necesario para la historia. De lo contrario, no seré más que un testigo». Como dice
Zaretsky (1), hay que leer
El hombre rebelde como un ensayo «sobre la necesidad de ser descortés», es decir, sobre los límites de la «amistad» (y de la enemistad), sobre los equívocos de la camaradería. Claro que
Camus estaba en el mismo bando que
Sartre, en el sentido de que sus enemigos eran formalmente los mismos, pero eso no quería decir, en todo caso, que, en nombre de esa «amistad política» pudiesen quedar justificadas diferencias que consideraba decisivas.
Camus era aristotélico en este punto: más amigo de la verdad que de sus amigos, escribió a
Sartre que si la verdad estuviera en la derecha, él se haría de derechas, es decir, que su camaradería y su «amistad» tenían un límite. Del mismo modo, había escrito que «la prensa no es verdadera por ser revolucionaria. Es revolucionaria por ser verdadera». Las respuestas de
Camus parecieron entonces de muy poca cuantía argumental. Cosas del tipo: «es mejor estar equivocado y no haber matado a nadie que tener razón y haber contribuido a cavar fosas comunes». Poca cosa en comparación con las grandes declaraciones sobre las heridas de la humanidad que eran norma en la revista de
Sartre. Pero
El hombre rebelde insiste en ponernos ante la paradoja de nuestro tiempo: un paisaje moderno infestado de campos de esclavos en los que ondea la bandera de la libertad, de masacres justificadas por la filantropía o por un gusto por lo sobrehumano. La rebeldía de
Camus, tenía, pues, otro sentido muy diferente que la revolución de
Sartre y los suyos. Era una rebeldía que se levantaba contra todos aquellos que aseguraban haber desvelado todos los secretos de la lógica de la naturaleza humana. Los comunistas de la Revolución rusa, como los terroristas de la Revolución francesa, estaban seguros de haber hecho ese descubrimiento, y por eso pudieron sacrificar a otros, porque todo el que estaba en desacuerdo con ellos no solamente era traidor a la patria y a la historia, sino a la propia humanidad.
Concebida de esta manera –como una rebelión contra la «resolución»–, para
Camus la rebelión es un deseo tan inherente al ser humano como pueda serlo la voluntad de dominar a otros. Pero el acto de rebelión, en su propio proceso, pone al descubierto ciertos límites morales comunes a todos los seres humanos: «el hombre ha de rebelarse, pero la rebelión ha de respetar los límites que descubre en sí misma, unos límites en los que los espíritus se encuentran y, al encontrarse, empiezan a existir». El hombre rebelde es un hombre que no ha perdido la memoria, como parecen haberlo hecho los revolucionarios modernos una vez que han derrotado a sus tiranos: oprimidos en su momento, se levantaron contra sus opresores, pero se convirtieron rápidamente en opresores ellos mismos, en cuanto dejaron atrás sus orígenes. En cambio, el pensamiento rebelde «no puede prescindir de la memoria. Es un estado perpetuo de tensión. Al estudiar sus acciones y resultados, tiene que decidir […] si permanece fiel a sus nobles promesas o si, por indolencia o a causa de la locura, se olvida de su principal objetivo y se mete en el lodazal de la tiranía y la servidumbre». Al encontrarse con un antiguo camarada que se había afiliado al Partido Comunista Francés,
Camus le advirtió: te convertirás en un asesino; «la guerra ya me ha convertido en un asesino», le contestó su interlocutor. «A mí también», dijo Camus, «pero yo ya no quiero ser un asesino»: «Este es el verdadero problema: suceda lo que suceda, yo siempre te defenderé contra el pelotón de fusilamiento. Pero tú te verás obligado a aprobar que me fusilen. Piénsalo» (
Robert Zaretsky, p. 117). Pero entonces no había tiempo para pensar. En su misiva de ruptura con Camus, Sartre se enorgullecía de tener los brazos metidos «hasta los codos» en el lodazal de la Historia, como en otro tiempo
Hegel también se situaba con delectación (y para escandalizar a su elegante audiencia de «almas bellas») ante toda «la masa concreta del mal». ¿Es que
Camus no estaba en ese lodazal? ¿Es que la «facticidad» puede justificar incluso los usos de la libertad que conducen a acabar con ella?
Camus se hubiera conformado con una duda, con un titubeo. En esos gestos ya veía un suficiente atisbo de lucidez. Pero no era momento para titubeos.
José Luis Pardo,
Albert Camus, o la arena en el engranaje, Revista de Libros, 17/07/2013
[www.revistadelibros.com] (1)
Albert Camus. Elementos de una vida, Trad. de Josep Sarret, Mataró, Ediciones de Intervención Cultural, 2012