by Erlich |
No es cuestión, desde luego, de sobrecargarse con todas las penurias y penalidades y de creerse protagonista singular de ellas, pero hemos de reivindicar y de reconocer en su alcance lo que realizamos. No siempre podemos presumir de nuestra vida, de nuestras elecciones y acciones, del ejercicio de nuestras tareas, trabajos, encargos o competencias. Habremos de permitirnos suponer algunos aciertos, pero sin duda también errores. Y en ocasiones con repercusión en la suerte ajena. Podríamos ofrecer explicaciones más o menos claras, o enrevesadas, incluso justificar y exhibir buenas razones, argumentar, mostrar la necesidad, presentar las causas, explicar la situación, los condicionantes, las alternativas, pero todo ello ha de pasar por la asunción que da cuenta, no solo de los límites, sino de las propias limitaciones y acciones. Y la tendencia es a reclamar que esto lo hagan los demás.
Así que si se trata de afrontar que no todo lo que hacemos es impecable, ni siquiera en cualquier caso presentable, conviene que, empezando por uno mismo, aprendamos a reconocerlo. No es cosa de hacer ostentación de los defectos o de las equivocaciones, ni tampoco de ignorarlos. Acuciados y urgidos no significa exentos de capacidad. Y hemos de ejercerla.
Bien distinta es la actitud de quienes invocan el proceder ajeno, como buenos expertos en exigir de los demás lo que no reclaman para sí, pero asimismo es cierto que se requiere singular ejemplaridad, e incluso capacidad de promover modelos susceptibles de emulación en determinados lugares y condiciones. Y hay quienes responden admirablemente en situaciones de extrema dificultad. No es cuestión de que amparados en ello se eluda la personal participación e implicación, cada quien en su ámbito, de la intervención en procesos colectivos y en decisiones que afectan a otros y que obedecen o requieren de nuestra colaboración, en definitiva de nuestra acción o de nuestra pasividad.
Una y otra vez nos encontramos con planteamientos que sostienen una cierta, y no pocas necesaria, esfumación o disolución de uno mismo. Ello no ha de ser un móvil o coartada para escamotearse de la respuesta al otro, frente a él o ella, como si ante los demás se diluyera nuestro sujeto con el único fin de resultar escurridizo, incluso del afecto y de su necesidad. El requerimiento ajeno es el límite del emboscamiento, lo que no significa que haya de asentirse apáticamente a las peticiones de los otros. Pero incluso la negativa pide ese modo de presencia, siquiera para ausentarse.
Perfilarse como alguien susceptible de hacerse responsable es toda una tarea. Ello no significa que, sin más, se sea culpable, pero sí supone situarse en el espacio en el que se dan las condiciones para ser o no inocente, si bien se trata de serlo en verdad. Lo que ahora subrayamos es esa situación y condición, la de quien en su caso se hace digno de inocencia o de culpabilidad, aunque de ser culpable resultara una indignidad. La libre capacidad de elegir una posibilidad, sin reducirlo todo a imponderables, de decidir con todas sus consecuencias, y de estar dispuesto a conllevarlas, es ya una cierta dignidad, cuya culminación se alcanza cuando se persigue el bien y se busca lo mejor, no sólo para uno mismo. No toda responsabilidad supone culpabilidad, sin embargo para ser culpable es preciso ser de algún modo responsable, incluso en el caso de actuar irresponsablemente. Uno se hace entonces responsable de su irresponsabilidad.
Comprender no significa asentir o estar de acuerdo y desde luego comprenderse no es ratificar lo realizado por uno mismo. Es cuestión, en cualquier caso, de abrir espacios para la libertad y no de subrayar una y otra vez que no hay otra posibilidad, que es inevitable o ineludible, que es lo único que cabe hacer. No siempre en las mismas o similares situaciones todos procedemos igual. Cuando interesa no deja de argüirse lo contrario. Puede ocurrir que no haya elección, pero resulta llamativo cómo algunos se conducen a sí mismos, no ya a difíciles encrucijadas, sino a lo inexorable. A al menos a que lo aparente. Entonces parecerían exentos de toda responsabilidad: “esto es lo que hay”, se dicen. Y tras lo ocurrido, todo es exculpación. Acorralados por sus propias elecciones y decisiones, logran vérselas con lo que les permite asistir de espectadores a lo que sucede, como si fuera indiferente de lo que ellos mismos han propiciado.
Entonces ya sí, podría ser inevitable. Borrados los pasos del camino, sin apenas huellas y rastros sólo cabe lamentarse de lo que pasa. El bello entramado no necesita velar rostro alguno. Tras él no se oculta ningún autor. Esta acción sin agente irrumpe como un rayo, ejecuta con precisión, alcanza como la flecha y es capaz de atravesar sin que por lo visto nadie la haya lanzado. “Son cosas de la vida”. Lo preferible es callar ya como muertos.
No ha sido nadie, no hemos sido ninguno. O si se tercia, es cosa de quien en alguna ocasión no procedió adecuadamente. Todo menos vernos involucrados en la propia decisión. Obviamente no se trata de inculparse de aquello con lo que no se ha tenido que ver, pero hemos de reconocer que cada cual a nuestro modo vamos siendo en alguna medida artistas de la exculpación. Por eso es tan admirable e infrecuente escuchar: “yo sí he sido”.
Ángel Gabilondo, "Yo sí he sido", El salto del Ángel, 11/10/2013