Antes que otra cosa, la referencia a los textos literarios que leí en clase, que eran fragmentos del cuento "El hombre de la multitud", de
Edgar Allan Poe; de
Viaje al fin de la noche, de
Louis-Férdinand Céline, publicado en 1932, y de
El examen, de
Julio Cortázar, escrito en 1950. Pasé dos momentos de "En la brecha", un cortometraje de la CNT de 1936, y de ""Ernst Thälmann", . Führer seiner klasse", dirigida por Kurt Maetzig (1955).
La clase la dediqué a explicar algo acerca de ciertas perspectivas que se asientan en las premisas sociologistas propias de la escuela durkheimniana y en su noción de efervescencia colectiva en el estudio del ritual, pero que le añaden ingredientes filosóficos tomados del vitalismo de
Nietzsche o de
Bergson, y derivan en algo así como un dionisismo social, en el sentido de que atribuyen al individuo embriagado y abandonado a una alegría irresponsable de la fiesta o el motín, liberarse de su propia moral de esclavo para elevarse en la ejecución de un destino urgente y superior para el que todo escrúpulo es un estorbo a desdeñar. El resultado sería una concepción de los hervores sociales como una suerte de supersociedad orgiástica que realizaría algo equivalente a la voluntad de vivir shopenhaueriana, para cuyo despliegue es necesario superar el principio de individuación y que el sujeto acepte diluirse en una confusión indiferenciada.
El ditirambo vivido al unísono permitía a los individuos sentir, en palabras de
Nietzsche en
El origen de la tragedia, "el impulso de transformarse a sí mismos y de hablar por boca de otros cuerpos y otras almas". Es decir, de dislocarse, desintegrarse –es decir, perder toda integridad–, romperse en pedazos, reagruparse en otros cuerpos, hablar por otras bocas, "verse uno transformado a sí mismo delante de sí, y actuar uno como si realmente hubiese penetrado en otro cuerpo, en otro carácter". En tanto que nueva versión del coro dionisiaco, la muchedumbre experimenta entonces algo así como un epidemia que transforma mágicamente a quienes participan de ella, en tanto implica, escribe
Nietzsche, "una suspensión del individuo, debida al ingreso en una naturaleza ajena". "El suelo vacila", puesto que ya no es posible mantener "la creencia en la indisolubilidad y la fijeza del individuo".
La constatación en esa clave de esos momentos en que la consciencia colectiva deviene pasión aparece recogida por los teóricos del Colegio de Sociología, que, en los años 30, hacen una lectura propia del marco teórico establecido por la primera sociología francesa. Es el caso de
Georges Bataille o
Roger Caillois, que definía la fiesta como “el paroxismo de la sociedad”. La atribución de una lucidez despiadada a las masas, desde una perspectiva que bordea el irracionalismo, la encontramos también en la visión que de ellas se proyecta desde la antesala de los movimientos totalitarios, que en algunos de sus exponentes bascula entre el desprecio y la fascinación. Ese sería el caso de la
Konservative Revolution. Acordaos que hace una semana traje a clase la obra de uno de sus miembros,
Ernest Jünger,
El mundo transformado (Universitat de València), para que os fijarais en el capítulo "El rostro transformado de la masa", en el que, arrancando en la analogía de "gigantescas energías que ya es posible dominar desde pequeños espacios", repasa imágenes de congregaciones humanas de todo tipo: de protesta, uniformadas, deportivas... Lo mismo para los comentarios sobre el "alma de la masa" de su compañero de escuela
Oswald Spengler. Recordar los párrafos que os leí en clase en los que se expresa su atracción por la naturaleza fáustica de las multitudes en
La decadencia de Occidente (Revista de Occidente), que es un libro publicado en 1918.
En esta familia de perspectivas que podríamos llamar pasionales cabría incluir la de
Elias Canetti y su
Masa y poder (Muchnik). La suya no procede propiamente de las ciencias sociales ni de la filosofía, sino de alguien consagrado a la literatura, a quien, a pesar de ello, se debe una de las obras más mencionadas sobre la naturaleza de las masas, que cabe enmarcar en esa misma percepción de estas como entidades con vida e inteligencia propias, que nacen, se desarrollan y mueren a partir de la densidad o proximidad anímica y física de los cuerpos que la integran. Es más,
Canetti va más allá y propone una tipificación de las masas y un desglose de las potencialidades de sus euforias, contemplándolas, también en su caso, como despliegue de dispositivos automáticos de vida social, a través de los cuales lo colectivo se ejercía y se ejercitaba como energía sin forma en condiciones de generar realidades, figura que encontraría su ancestro en la horda primitiva —la muta u jauría humana— y su actualización en la multitud contemporánea. En todos los casos, la vocación de la masa, sostiene
Canetti, es sobrepasar todos los límites y, para ello, diluir toda individualidad en pos de la generación de una fuerza común, vivificada por "el mismo sentimiento de su potencia y pasión salvajes", crónicamente insaciable, pero sometida siempre a su vez a "ocasiones y las exigencias sociales".
El eco de estas interpretaciones de la acción de las masas, leídas como una suerte de afirmación dionisiaca de la sociedad o de un segmento ofendido de la misma, lo encontramos más tarde en situacionistas como
Robert Vaneigem, bajo la figura de lo que llama el "intermundo" o "nueva inocencia", aquella a la que se despertar con el "alba roja de los motines [que] no disuelve las criaturas monstruosas de la noche. Las viste de luz y de fuego, las esparce por las ciudades, por los campos… La nueva inocencia es la construcción lúcida de una destrucción. La barbarie de los motines, el incendio, la salvajada popular, los excesos que vituperan los historiadores burgueses, son precisamente la vacuna contra la fría atrocidad de las fuerzas del orden y de la opresión jerarquizada". Esto pertenece a
Tratado del saber vivir para jóvenes generaciones (Anagrama).
Encontramos desarrollos de esa misma raíz en
Michel Maffesoli en varias de sus obras, como
El tiempo de las tribus (Icaria) o
De la orgía (Paidós), sobre todo cuando remite a nociones como “centralidad subterránea”, “familiarismo natural”, “nebulosa afectual”, “comunidad emocional”, "viscosidad social" y otras formas de nombre un tipo de ente colectivo no basado en vínculos contractuales, conglomerado humano amorfo, sin límites precisos, inconmensurable, pura potencialidad, auténtica “carne de vida” en que se expresa lo divino social. Como advertía
Jean Duvignaud (1990: 42), en esa misma dirección, la amoralidad anómica de los agregados humanos masivos –ocasionales, mutables...– responde a la amoralidad que, de pronto, acaban de percibir en toda ley social. Otros ejemplos serían
Castoriadis o
Blanchot, a quienes dedicaré un comentario en la próxima clase.
Manuel Delgado,
Masas fáusticas ..., El cor de les aparences, 29/11/2013