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Ricardo García Manrique | Foto: Rosa Font |
¿Qué me dicen de esto?: “La ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos”. Bueno, nos lo podríamos tomar como una mera advertencia, pero quizá no estaría mal tenerlo en cuenta cada vez que vemos asomar unas tijeras amenazantes, ¿no creen?
Estas palabras, que pertenecen a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, nos las recuerda Ricardo García Manrique, en el primer capítulo de su libro
La libertad de todos (El viejo topo, 2013). Un libro en el que este profesor de Filosofía del Derecho de la UB habla de la libertad de todos los días, la que no se escribe con mayúsculas, la que está ligada a esos parientes pobres de los derechos humanos que son los derechos sociales.
El subtítulo de tu libro,
Una defensa de los derechos sociales, está a la orden del día con la que está cayendo…
Pues yo creo que sí, porque los derechos sociales son los que más sufren en estos tiempos de crisis económica y de hegemonía liberal y, por tanto, los que requieren mayor defensa. ¿Qué es lo que se
recorta día sí y día también? Precisamente los derechos sociales, esto es, la educación, la sanidad, los salarios y demás condiciones laborales, etc. Por supuesto, esto no significa que sean los únicos derechos amenazados, y ahí tenemos el proyecto de ley de seguridad ciudadana del gobierno español, que ataca y reduce varias libertades públicas y que por esta razón ya ha sido cuestionado por el Consejo de Europa. De una forma o de otra, cualquier derecho fundamental refuerza la posición de los ciudadanos y limita correlativamente a los que detentan el poder político y el económico, y de ahí la permanente tentación de reducir su alcance.
Cuando hablamos de derechos fundamentales en general no suele aparecer la palabra
mercado en el discurso, excepto cuando el debate se centra en los derechos sociales
Es cierto, y a mi juicio esto significa que no nos tomamos del todo en serio el carácter fundamental de estos derechos. Porque si algo se protege a través de esa técnica jurídica que llamamos
derecho fundamental es porque se considera que ese algo es tan importante como para asegurar su disfrute por parte de todos los ciudadanos en pie de igualdad y no que unos puedan tener más y otros menos de ese algo. De aquí sigue que se trata de bienes que no pueden comprarse ni venderse, porque su disfrute no puede depender de la capacidad económica de cada uno. Esto sucede, en efecto, con los derechos civiles y los derechos políticos. En cambio, cuando de derechos sociales se trata, solo se aseguran unos mínimos a toda la ciudadanía, pero sigue siendo posible comprar más o mejor de lo mismo en el mercado (más o mejor educación o sanidad, por ejemplo), con lo que no es cierto que los ciudadanos sean tratados igualmente en relación con aspectos tan importantes de su vida como esos. Y esto contradice la lógica propia de los derechos fundamentales.
Uno de estos, por ejemplo, es que todos tenemos derecho a un voto en las elecciones
Claro, y no se permite que, además, se puedan comprar más votos en el mercado, porque creemos que eso contradiría la igualdad política que está inscrita en la idea misma de los derechos. A nadie se le ocurre que las libertades públicas se garanticen por la vía ciudadana solo hasta un cierto punto y que luego podamos adquirir cantidades adicionales de libertad, porque las libertades están sustraídas del tráfico mercantil. En cambio, a la mentalidad liberal que inspira nuestra práctica política y nuestro sistema jurídico no le sorprende que, en materia sanitaria o educativa, solo se garanticen unas prestaciones básicas y que luego los más pudientes, si quieren, estén en condiciones de comprar educación y sanidad privadas, generando una desigualdad evidente e injusta. Y de otros derechos sociales todavía menos protegidos, como el de la vivienda, ¿qué decir? Nadie duda de lo importante que es tener un sitio adecuado para vivir y, sin embargo, permitimos que mucha gente no lo tenga y en cambio miles de viviendas permanezcan vacías.
Pues el negocio que hay entorno a estos derechos no es precisamente pequeño…
Desde luego, y acaso por ese motivo se renuncia a garantizar la vivienda como un derecho, porque supondría el final de por lo menos buena parte del negocio inmobiliario; pero si algo es realmente importante para llevar una vida decente (y nadie duda de que la educación o la sanidad o la vivienda o ciertas condiciones laborales son importantes en ese sentido), entonces ese algo no debería poder ser comprado o vendido o negociado, sino que debería garantizarse con carácter general. De un modo muy distinto, si la futura ley de seguridad ciudadana acaba por recortar algunas de nuestras libertades públicas, lo hará para todos igual. Será seguramente injusto porque seremos menos libres de lo que deberíamos, pero más injustos todavía son los recortes de los derechos sociales, porque cuando se recorta la educación o la sanidad solo se hace para algunos, no para todos, no para los que tienen medios suficientes para seguir satisfaciendo ese tipo de necesidades a través del sector privado. Entre los que, por cierto, se encuentran los autores de los recortes, lo cual añade un plus de desvergüenza a la cosa, porque los recortes no les afectarán a ellos sino a los demás.
Los derechos sociales han tenido una trayectoria accidentada con respecto a la de otros derechos fundamentales. ¿Por qué? ¿Qué los distingue del resto?
La verdad es que poco, al menos en el plano de las ideas. Los derechos sociales protegen bienes tan importantes como los que protegen los demás derechos. Los derechos sociales pueden garantizarse jurídicamente como los demás derechos. Asegurar los derechos sociales cuesta dinero, lo mismo que cuesta asegurar cualesquiera otros derechos. La conciencia histórica de su relevancia es la misma, porque los derechos sociales vienen reivindicándose por lo menos desde finales del siglo XVIII. Acaso la gran diferencia cabe ubicarla en el plano de los hechos, y es que los derechos sociales amenazan el orden social vigente de un modo en que no lo hacen los demás derechos, y los más favorecidos por ese orden social no están dispuestos a perder su posición privilegiada, como sucedería si se atribuyese a todos los ciudadanos cierto número de derechos sociales fuertes. Yo diría que esta resistencia a la igualación de las condiciones vitales de las personas es la fuente de la que mana la discriminación de esta clase de derechos.
En tu libro haces un análisis político de los derechos sociales alejándote de cuestiones jurídicas más técnicas
Lo hago así porque creo que la teoría y la práctica han demostrado ya con creces que los derechos sociales pueden ser protegidos jurídicamente igual que los demás. Muchos otros se han ocupado de este asunto y lo han hecho muy bien. En cambio, me ha parecido más interesante poner de relieve que los derechos sociales suscitan una cuestión política fundamental: la de si queremos ser una comunidad de ciudadanos igualmente libres o no. Sin derechos sociales fuertes, unos ciudadanos son más libres que otros. ¿Es esto lo que queremos? Y esta pregunta es sin duda una pregunta política más que jurídica. Porque la política es, ante todo, la discusión acerca del tipo de comunidad que queremos ser o acerca del tipo de vida que creemos que ha de ser posible vivir; me parece que una comunidad será muy distinta en función de cómo organicemos actividades tan básicas como la educación, la asistencia o el trabajo, y a estas actividades se refieren los derechos sociales. En todo caso, tratándose de derechos, lo jurídico no podía ser ajeno a los argumentos del libro, que cabe calificar como un ensayo de filosofía jurídico-política.
Entre los valores asociados a los derechos sociales se habla mucho de igualdad, pero tú prefieres hablar de libertad
En efecto, ha sido tradicional vincular los derechos sociales con el valor de la igualdad, pero yo creo que esto es un error. Los derechos sociales no sirven a la igualdad porque la igualdad no es un valor. Lo muestra el hecho de que muchas igualdades no las consideramos valiosas en absoluto (por ejemplo, en la manera de vestir o en el color del pelo o en los libros que leemos o en el tipo de relaciones afectivas que mantenemos o en la religión que practicamos). La igualdad que es valiosa es la que es justa, y solo algunas igualdades lo son, luego es la justicia la que es valiosa y no la igualdad como tal, que puede ser buena, mala o irrelevante.
¿Y ahí es donde entra la libertad?
Sí. El valor al que sirven los derechos sociales es sin duda el de la libertad, que es el valor al que sirven todos los derechos humanos. Si estamos bien educados, bien asistidos, y disfrutamos de un buen trabajo y de una buena vivienda, resulta obvio que somos más libres porque podemos hacer más y mejores cosas y porque estamos libres de la ignorancia, de la enfermedad, de la necesidad y de la dominación. Esto, creo yo, lo entiende cualquiera, salvo ciertos teóricos liberales que sostienen una extraña, por restringida y por estéril, concepción de la libertad, una concepción según la cual el culto no es más libre que el inculto, y el sano no es más libre que el que está sujeto a la enfermedad, y el empresario no es más libre que el trabajador, y el rico no es más libre que el pobre.
Estos mismos teóricos liberales quizá dirían que si somos más iguales somos menos libres
Bueno, durante mucho tiempo se ha planteado la relación entre la libertad y la igualdad como la de dos valores contrapuestos, de manera que aumentar la una significaría disminuir la otra y viceversa. Y no es así: los derechos sociales lo que igualan es la libertad de las personas, luego no tiene sentido contraponer libertad con igualdad. Lo que sí es cierto es que si yo igualo la libertad de las personas, algunas de ellas, las que antes tenían más, ahora tendrán menos, perderán libertad, pero a costa de que otros la ganen; porque no hay que olvidar que la libertad es un bien limitado y la cuestión es cómo la repartimos. Los derechos sociales, por tanto, no presuponen un dilema entre la libertad y la igualdad que resuelvan a favor de la segunda, sino que presuponen un dilema entre la mucha libertad de unos y la poca libertad de otros, que resuelven distribuyéndola entre todos por igual.
Algunos dirían que en tiempos de crisis no es momento para ponerse a revisar conceptos
Es precisamente al contrario. Cuando el pastel es grande, los que reciben un pedazo más pequeño pueden contentarse si ese pedazo resulta en todo caso suficiente. Cuando el pastel no es tan grande, ese pedazo pequeño puede resultar insuficiente y los que lo reciben no pueden contentarse con él, con lo que deberían preguntarse si hay razones para que otros reciban un trozo mayor.
Si esa es la pregunta, la cuestión no está en los recursos disponibles
No. Hay quien dice que el momento de los derechos sociales es el de la bonanza económica, que permite repartir entre todos el excedente de riqueza por la vía de esos derechos, pero que cuando acaba la bonanza hay que apretarse el cinturón y renunciar a ellos en mayor o menor medida. Esto no tiene sentido, porque los derechos sociales constituyen un criterio igualitario de reparto de aquello que es importante, y su vigencia no depende de la mayor o menor cantidad que haya que repartir; por eso, los derechos sociales no están hermanados con la abundancia ni peleados con la escasez. En todo caso, respetar ese criterio igualitario es tanto más perentorio cuanto menor es la cantidad disponible. O sea, que si hay que apretarse el cinturón, los derechos sociales requieren que todos nos lo apretemos por igual, y si el pastel ha menguado, los pedazos que habrá que reducir en primer lugar son los más grandes y no los más pequeños.
Entonces, ¿cuál debería ser la concepción de los derechos sociales para que tuvieran el mismo estatus que el resto de derechos fundamentales?
Enunciarla es sencillo, llevarla a la práctica no tanto. Se trata de que los bienes vinculados con los derechos sociales se asignen a todos los miembros de la comunidad por igual, esto es, en tanto que ciudadanos, en vez de ser asignados a través del mercado, que genera siempre un reparto desigual, porque desiguales son nuestras capacidades económicas. La lógica de los derechos fundamentales ha de ser siempre la lógica de la ciudadanía y no la del mercado, y esto insisto en que ha de valer también para los derechos sociales. Si queremos ser una comunidad de personas igualmente libres, todo aquello que asegura nuestra libertad no puede ser objeto de tráfico mercantil. Parafraseando el anuncio de una tarjeta de crédito, hay cosas que el dinero no debería poder comprar.
¿En qué se traduce de manera práctica?
Contra lo que muchos creen, desmercantilizar no significa necesariamente estatalizar ni renunciar a la iniciativa privada. Un ejemplo muy claro lo tenemos en la educación concertada, que es de iniciativa y gestión privadas pero que está abierta a todos por igual porque el estado se encarga de financiarla. Bueno, al menos ese es el espíritu de la legislación que regula la concertación educativa. Otra cosa es que, en la práctica, las leyes no se cumplan, o que su letra no esté a la altura de su espíritu, y así la escuela concertada establezca un sistema de precios más o menos encubierto que discrimina a los niños en función de la capacidad económica de sus familias. Lo cual, a mi parecer, es un escándalo, no ya solo porque se incumpla la ley, que también, sino porque con los impuestos de todos se acaba por sufragar en buena parte la enseñanza solo de algunos, de aquellos que están en condiciones de pagar las cuotas correspondientes.
Otra vez falla la práctica…
Sí, pero la idea de la concertación educativa, como tal, es buena, porque permite conciliar la justicia con la iniciativa privada. Se trataría, pues, de extenderla lo más que se pueda y de mejorar su ejecución para que la escuela concertada quede realmente al alcance de todos, lo cual no me parece tan difícil. Esta es una vía, y la otra, por seguir con la educación, es ir mejorando progresivamente la escuela pública hasta que alcance el mismo nivel que la mejor escuela privada. De esta manera, la elección entre enseñanza pública y privada no se basaría en su distinta calidad y ningún niño saldría perjudicado por la elección de sus padres. Lo mismo,
mutatis mutandis, cabe decir de la sanidad, o de otras formas de asistencia de quienes la necesitan, que tenemos socialmente muy descuidadas y que quedan libradas a las posibilidades, muy variables, de cada familia.
¿Y en el caso concreto del derecho al trabajo?
El trabajo es otro cantar, porque sacar al trabajo del mercado supone renunciar a la economía capitalista, al menos tal y como la conocemos, aunque no al mercado como institución que regula la producción y el intercambio de bienes y servicios. Plantearse la superación del capitalismo, o de su concepción del trabajo, puede resultar ingenuo, pero lo cierto es que la lógica de la igual libertad ciudadana y de los derechos fundamentales que la sirven creo que debería conducir a la larga a un modelo de relaciones laborales que no permita la compra y la venta del trabajo, sino que se base en su regulación comunitaria y democrática. No tiene sentido que se postule como valor supremo la libertad de las personas, tal y como hacen las constituciones contemporáneas, y que luego se obligue a la mayoría a someterse a la voluntad de otros en una actividad tan relevante para la vida cotidiana como es la laboral.
Cada vez que escucho “superar el capitalismo” me viene a la cabeza lo de
con la iglesia hemos topado…
Así es, con la iglesia del capital, la más poderosa de todas, pero cuya fe es mucho menos respetable que la de cualquier otra. En todo caso, creo que no hace falta abominar del capitalismo para aceptar algunas medidas más concretas que propongo al final del libro, que, por supuesto, nada tienen de originales y que otros han elaborado mucho mejor que yo: (1) la renta básica universal, que rompe el vínculo entre satisfacción de necesidades básicas y trabajo, esto es, que permite que la gente pueda vivir decentemente sin necesidad de someterse a las actuales condiciones, muy poco favorables, en las que se desenvuelve el trabajo; (2) el reconocimiento del trabajo doméstico como actividad laboral, con su consiguiente remuneración, que evitaría la tradicional discriminación de los (o más bien
las) que se dedican a ese tipo de trabajo, que no se reconoce como tal porque no es mercantil; (3) el reparto entre todos del trabajo disponible, mediante una reducción progresiva de los tiempos laborales, lo cual hace ya mucho que es posible teniendo en cuenta los avances tecnológicos de todo tipo que han reducido el trabajo socialmente necesario. Si no se hace así, es en buena parte porque los beneficios empresariales no pueden tocarse, salvo para que aumenten, y de esta manera los beneficios de la tecnología redundan solo en unos pocos, al menos en lo que a nuestro trabajo y a nuestro tiempo libre se refiere. Si el trabajo se repartiese de manera más equitativa, alcanzaría para todos y todos trabajaríamos menos y viviríamos mejor. Y, por último (4), la democratización de las relaciones laborales, la cual debería ser una consecuencia de nuestras convicciones democráticas, que, paradójicamente, no rigen en el ámbito laboral, donde el trabajador sigue siendo súbdito y no ciudadano. ¿Cómo podemos afirmar que vivimos en una sociedad democrática si la más importante de nuestras actividades cotidianas, el trabajo, se desenvuelve en condiciones que la acercan mucho más a una monarquía absoluta que a una república?
Para terminar, ¿qué te ha motivado a escribir este libro?
Ante todo, el cumplimiento de una de mis obligaciones académicas, la de pensar y escribir sobre estos asuntos. Que haya elegido en particular el asunto de los derechos sociales creo que se debe a un motivo que bien cabe llamar emocional y que puede explicarse así: la comunidad en la que vivo, la española, me ha permitido disfrutar de una vida muy decente en casi todos los aspectos, salvo en uno fundamental, que es el hecho de que otros de mis conciudadanos no disfrutan de unas condiciones vitales similares. Porque una vida humana no es del todo buena, ni del todo decente, si no lo es también la de los demás, la de los que son esencialmente iguales a uno. Yo quiero vivir bien, pero del todo no podré si los demás no viven igual de bien que yo. ¿Acaso puede uno disfrutar plenamente de su confortable vivienda sabiendo que otros carecen de ella? ¿Y puede uno alegrarse sin rubor de la buena educación que reciben sus hijos sabiendo que no está al alcance de los hijos de todos los demás? ¿No formamos acaso una comunidad, esto es, un conjunto de gentes cuyas actividades e intereses están vinculados y en la que todos dependemos de todos? Y siendo así, los beneficios de la vida comunitaria ¿no deberían alcanzar por igual a todos? Por eso he escrito este libro, para hacerme estas preguntas y tratar de responderlas, y para recordar algunas vías posibles de avance hacia una comunidad más justa y por tanto más feliz.
Olga Jornet,
La igualdad no es un valor, entrevista a
Ricardo Garcia Manrique, Revista de Letras, 12/12/2013