To everything —turn, turn, turn
There is a season —turn, turn, turn
Como bien es sabido, ya Hitler se quejaba, con una mezcla de amargura y sarcasmo, del carácter pasajero y cambiante de los “ismos” artísticos que, exactamente igual que las modas (de las que son parientes cercanos), van por temporadas. A él, que defendía un arte eterno e inamovible (aunque en realidad se tratase de una suerte de “neoclasicismo germánico” bastante provinciano e históricamente muy localizado que también pasó de moda rápidamente, como testimonia la sensación de mal gusto con la que hoy contemplamos sus monumentos presuntamente imperecederos), le parecía excesivo el ritmo de desgaste —lo llamaba “degeneración”— de las vanguardias, que exigían una novedad revolucionaria cada comienzo de curso. Sabemos asimismo que esta declaración suya era bastante hipócrita, porque su partido era inequívocamente vanguardista en el terreno de la política y de la propaganda (que en su caso son indiscernibles); solo que aspiraba —como quizá también otros vanguardistas— a que su revolución fuera la última y definitiva, al menos para los mil años siguientes. Lo único duradero fue, sin embargo, su derrota, tan aplastante en el dominio militar y político como en el estético. La prueba de esto último es la implacable y vertiginosa sucesión de etiquetas artísticas desde entonces hasta nuestros días, a un ritmo aún más veloz y con un coeficiente de volatilidad muy superior al que suscitaba las quejas del Führer (y las de Stalin, por cierto).
Lo que él no sabía es que los “ismos”, aunque hubiesen alcanzado notoriedad social como plataforma pragmática de lanzamiento de varias generaciones de artistas, no habían sido cosa de esos mismos artistas ni de sus marchantes, sino una consecuencia (quizá imprevista) del esforzado trabajo intelectual de una serie de eminentes universitarios: los inventores de la Historia del Arte como disciplina académica. Desde que las obras y los estilos —que antes yacían en las colecciones privadas en un barullo que hoy a nosotros nos recuerda al de la enciclopedia china de
Borges— se reunieron por épocas (románico, gótico, renacimiento…) al crearse los grandes museos nacionales nacidos de las revoluciones burguesas, el único camino que le quedaba al artista para presentarse como innovador (¿y quién le consideraría un verdadero artista si no lo hacía?) era aparecer como fundador —o al menos cofundador— de una nueva época histórica que, justamente por su condición revolucionaria, no cabe en el museo (demanda una “ampliación” del mismo y un nuevo capítulo de la Historia del Arte). Y, de hecho, se habría atendido de buen grado esa demanda si no hubiese venido acompañada de una serie infinita de reivindicaciones encadenadas, cada vez más exigentes y extravagantes, a las que era imposible dar satisfacción al ritmo en que se producían: ni la Historia del Arte ni los grandes museos que son su materialización arquitectónica pueden ampliarse rápida o ilimitadamente: se requiere mucho tiempo —los estilos históricos son fenómenos “de onda larga”— y mucho espacio monumental en los centros urbanos, que es escaso y carísimo.
Así que hubo que buscar otra solución, que consistió en dar por terminado el reinado exclusivo de la Historia del Arte y celebrar el nacimiento de otras metodologías. Es verdad que, al principio, el arte contemporáneo reprodujo a su escala la lógica de los museos, organizándose por décadas (lo más parecido a las “épocas históricas” que se podía imaginar), pero enseguida se hizo evidente que, tras el abandono del paradigma histórico, se necesitaba otro principio organizador que ya no fuese estático ni rígido, puesto que los “tiempos” del arte contemporáneo son demasiado inestables como para conformar unidades duraderas.
Arthur Danto (tras ingerir de golpe una dosis masiva de
Hegel) confundió el fin de la Historia del Arte con el fin del arte mismo, y supuso que la filosofía sería el nuevo paradigma, pero en realidad el arte contemporáneo no buscaba un nuevo principio que le librase de los vaivenes temporales, sino que exploraba la posibilidad de profundizar en ellos eludiendo cualquier tipo de fundamento que le comprometiera con un gobierno definitivo. Por eso ha evitado sistemáticamente hablar de “revolución” o incluso de “ismos”, y se ha desplazado a la terminología del giro, que ya
Kant utilizó eufemísticamente para describir su subversión de la metafísica y que se deja perfectamente matizar por las variaciones de las políticas comisariales que puntúan las exposiciones temporales, constituyendo el principal sistema de orientación en la selva del arte contemporáneo.
Algo muy adecuado, teniendo en cuenta que se trata de un arte que ya no está centrado en el museo ni en la colección sino que gira en torno a la exposición (desde la humilde performance hasta la universal) que, a título de pequeño o gran evento a la vez artístico, social, comercial, político, turístico y mediático que domina los ritmos productivos y los flujos financieros, se impone como regla incluso a los propios museos convencionales, convirtiéndose en el termómetro con el que tomamos la temperatura de fondo de nuestra época. Y el error más grave acerca de todo ello consistiría en tomárselo a broma (como les sucedió a quienes se tomaron a broma el cubismo o el dadaísmo o los consideraron “degeneraciones”), ya que constituye la imagen más luminosa de este tiempo nuestro, que acaso se llama global porque está hecho de globos que se inflan y se desinflan periódicamente como campamentos desmontables o fuerzas de intervención ligeras que aparecen en diferentes puntos, arrojan su carga y desaparecen enseguida sin dejar rastro hasta la siguiente intervención; un tiempo que ha dejado de ser histórico-mecánico para volver a lo estacional, aunque ahora las estaciones hayan enloquecido y sus apariciones y duraciones sean irregulares. Cada uno de estos giros de la nueva rueda del tiempo global es una vuelta de tuerca más en la construcción del mundo en que vivimos, y al mismo tiempo una ocasión única para enterarnos de cuál es ese mundo, que el arte sigue mostrando con mucha más nitidez y descaro que la televisión.
José Luis Pardo,
El arte del 'giro', Babelia. El País, 01/02/2014