Luis Villoro |
In MemoriamLuis Villoro
Releer El poder y el valor. Fundamentos de una ética política (FCE, México, 1997) de Luis Villoro (1922-2014) --un trabajo originalmente publicado hace diez y siete años-- pudiera parecer una tarea riesgosa por anacrónica, pero no lo es porque el libro de Villoro es una obra excepcional. Excepcional en dos aspectos: primero, pertenece a un tipo de libros cuya redacción muy pocos autores contemporáneos tienen la capacidad de emprender; un libro donde Villoro sistematiza, con su propio estilo de trabajo, “los fundamentos de una ética política”. Y segundo, el autor tiene el valor de abordar, sin recurrir a licencias literarias ni teóricas, el problema del poder en la sociedad --problema del que no puede prescindirse al hablar de política--, y al hacerlo, lo hace atendiendo la exigencia actual de problematizar radicalmente la relación que existe entre ética y política.
Villoro declara que su interés se centra en los valores morales, particularmente, en “los concernientes a la vida en sociedad sometida a un sistema de poder, es decir, de la política”. Para Villoro, la tarea de una ética política es determinar cuáles son los valores comunes --dignos de ser estimados por cualquiera--, fundar en razones el carácter objetivo de dichos valores y postular los principios regulativos de las acciones políticas para realizarlos. Así, el esfuerzo teórico del autor gravita en elaborar en círculos de análisis cada vez más amplios y rigurosos su objeto de estudio. Se trata de círculos cada vez más ricos y sistemáticos, con los cuales apunta a formular una representación conceptual completa y coherente del mismo: una teoría de los valores éticos, una teoría de la política y una teoría de la relación entre ética y política.
Pero lo que más llama la atención en él, y vuelve intensa su lectura, es que se trata de un libro, clara e insistentemente, propositivo; un libro que intenta, abierta y provocadoramente, convencer al lector de una propuesta original en el terreno de la ética política, la propuesta de lo que su autor llama “ética disruptiva”. Para Villoro, éticamente válida es aquella política que promueve una “disrupción”: la conversión radical de la “voluntad particular” en “voluntad general”, del convenio “conforme al poder” en convenio “conforme al valor”, del “burgués” en “ciudadano”, de la “sociedad burguesa” en “sociedad política”.
El pathos filosófico que recorre, en paralelo, el libro de Villoro es la relación entre “el pensamiento y las formas de dominación… cómo opera la razón humana, al través de la historia, para reiterar situaciones de dominio o, por el contrario, para liberarnos de nuestras sujeciones”. Para Villoro, el conocimiento no puede ser ya analizado en abstracto, desligado de su situación histórica. El conocimiento en tanto producto de sujetos empíricos está, por un lado, ligado a sus intereses prácticos y, por el otro, está condicionado por el conjunto de relaciones sociales concretas. Así, la tarea de la filosofía es considerarse a sí misma como algo determinado históricamente y, paralelamente, conducir la crítica de la razón sobre nuestra pretensión de saber, es decir, cumplir una función disruptiva de las creencias convencionales adquiridas, y además, comunicar la necesidad de esta exigencia. En lo que sigue me ocuparé brevemente, siguiendo a nuestro autor, sobre la articulación de los discursos explicativo y justificativo en la filosofía política y sobre las condiciones de la ética política, sin intentar hacer una reseña del libro.
Villoro distingue dos tipos de lenguaje en los discursos y textos políticos. Por una parte, el discurso justificativo (normativo, valorativo) que se refiere a un estado social deseable que supone una concepción de una sociedad posible, ideal, que respondería al bien común y cuya razón es práctica. Y por la otra, el discurso explicativo que tiene que ver con los hechos y las relaciones al interior de la estructura social. Éste se ocupa de dar cuenta de las fuerzas sociales que podrían favorecer u obstaculizar la realización de proyectos valiosos, no formula fines deseables sino los medios necesarios para realizarlos, ejercita una razón teórica sobre los hechos, y concomitantemente, una razón instrumental sobre la relación entre medios y fines.
La filosofía política no se entiende sin la confluencia y relación recíproca de uno y otro discurso. Esta relación suscita una antinomia, una contradicción. El lenguaje explicativo intenta dar razón de las relaciones políticas mediante hechos que comprenden las acciones intencionales de los agentes, que incluyen deseos, creencias, intereses. Así, la política (de ser una ciencia) pretendería explicar la dinámica del poder a partir del conflicto de intereses particulares entre los distintos grupos y clases sociales. Pero de los intereses particulares no puede inferirse, sin otras premisas universales, el bien común. La diferencia de intereses no puede salvarse, resolverse, por el solo discurso explicativo. Por su parte, el discurso justificativo pretende determinar lo bueno para cualquier miembro de la sociedad, más allá de los intereses individuales excluyentes de los demás. Pero del valor objetivo (lo que efectivamente satisface una necesidad) no se puede inferir, sin un razonamiento suplementario (razones suficientes), los fines y valores que, de hecho, mueven a cada grupo social.
En otras palabras, para explicar la política, no se puede prescindir de la pretensión de objetividad de los proyectos colectivos; esta pretensión tiene que establecer una mediación entre los intereses particulares y los valores objetivos. Y para justificar la política, no se puede simplemente describir las características ideales de una sociedad justa, porque lo que se pretende es la realización en los hechos de ese bien común y para ello se necesita conocer la realidad social. Aquí pues se vuelve problemática la articulación de ambos niveles de la política. Pero Villoro nos propone una formulación teórica que apunta a salvar esta brecha que corre entre estos dos discursos.
La explicación de las creencias y acciones políticas pone en relación dos niveles de facticidad: Por un lado, las situaciones y relaciones sociales efectivas, reales (orden explicativo), y por el otro, los proyectos colectivos que suponen la aceptación de valores relativos a los intereses particulares de cada grupo social (orden justificativo). Para vincular uno y otro orden de hechos se requiere establecer cierta relación causal entre ellos. Aquí Villoro recuerda un esquema teórico esbozado en el ensayo “El concepto de actitud y el condicionamiento social de las creencias” (véase El concepto de ideología y otros ensayos, FCE, México, 1985), un trabajo anterior donde intenta precisar la relación entre las creencias de un grupo social determinadas por su posición en el conjunto de las relaciones sociales.
Las tesis son las siguientes: 1) la situación de cada grupo en el proceso de producción y reproducción de la vida real condiciona su situación social; 2) la situación social de cada grupo condiciona las necesidades percibidas por sus miembros; 3) esas necesidades tienden a ser satisfechas generando impulsos y actitudes positivas hacia ciertos objetos de carácter social, actitudes que a su vez constituyen disposiciones a actuar de manera favorable o desfavorable en relación con aquellos objetos; y 4) las actitudes en relación con los objetos sociales condicionan ciertas creencias sobre los valores. Este esquema explica la aceptación de ciertas creencias, entre las que han de contarse las valorativas (4), por su condicionamiento social (1), mediante dos eslabones intermedios: necesidades (2) y actitudes (3). Aquí debe notarse que el esquema propuesto no establece una determinación necesaria entre los hechos sociales y las valoraciones, sino una condición en las circunstancias del grupo social. Esto supone la admisión de otras condiciones iniciales.
Los intereses de cada grupo social están condicionados en gran medida por su situación; los valores y fines colectivos serán pues diferentes de uno a otro grupo, pero sería excesivo establecer necesidades uniformes para todos los grupos. Sin embargo, las valoraciones de los distintos grupos sociales, aun si responden a necesidades y actitudes particulares, tienen la pretensión de ser objetivas. Los valores que se proyectan se presentan como un bien común. Pero esta pretensión puede dar lugar a una maniobra: presentar, sin justificación suficiente, los valores que responden al interés exclusivo de un grupo, como si fueran de interés general. Esta es la operación de las ideologías.
Ahora bien, el proceso de justificación puede seguir la línea de la racionalidad valorativa, que con independencia de las actitudes e intereses del sujeto colectivo, fundamenta la objetividad de los valores, aduce razones para determinar cuál es el bien común y postula la coincidencia del interés particular con el interés general. Pero el lenguaje justificativo no sólo plantea la elección de los valores objetivos, sino también quiere su realización. Y ésta no es posible sin acudir a la realidad de los hechos sociales, es decir, a su explicación. Así, la acción y el orden político no se entienden sin referirse a la distinción entre esos dos lenguajes.
Ahora bien, el punto de llegada de la reflexión valorativa se le presenta a Villoro como una disyuntiva. La disyuntiva entre dos concepciones de la ética: la primera, supone una actitud crítica y una posición autónoma del individuo frente a la moralidad social existente; la segunda, postula que toda ética está condicionada por la moralidad de la comunidad a la que pertenece el individuo y sólo puede desarrollarse en su ámbito.
La primera posición de sello kantiano se funda en una razón práctica: 1) la ética debe fundarse en razones; 2) sólo el individuo autónomo es agente moral; y 3) los principios de la razón práctica son universales.
Pero esta posición se enfrenta, siguiendo a Villoro, a tres dificultades señaladas por la tradición hegeliana: 1) ¿por qué un individuo estaría motivado a sacrificar su interés particular por seguir principios universales? 2) el agente moral de la ética kantiana es un sujeto trascendental, pero ese individuo no existe, pues el verdadero agente moral es un sujeto empírico condicionado por su situación social; y 3) la aplicación de las normas universales en tanto puramente formales no son suficientes para deducir en cada situación particular la conducta a seguir.
Las dos posiciones, según Villoro, exponen condiciones necesarias de una ética política y, por ello, las pone en relación dialéctica, integrándolas en una síntesis:
“Un comportamiento ético incluye la aceptación autónoma de valores objetivos y normas generales, pero también su implementación en una moralidad social. Una ética política debe comprender dos momentos: la determinación de valores objetivos fundados en razones y el establecimiento de las condiciones que hagan posible su realización en bienes sociales concretos” (p. 225).
Pero además toda ética supone necesariamente una concepción de la naturaleza humana. En la ética política de Villoro, si he entendido bien, convergen dos líneas de reflexión: la primera, sería la que señala “actitudes positivas hacia los otros, las cuales son una condición de posibilidad de toda asociación”. La tendencia a la asociación, y por tanto, a la cooperación, se convierte en una condición necesaria en la vida social, pues ninguna asociación sería posible sin inclinaciones de sus miembros a identificar su propio bien con el bien común. Esta tendencia sería expresión de su naturaleza solidaria, como ser libre y racional. La otra línea nos sugiere una concepción de la naturaleza humana abierta un cierto grado de mutabilidad, condicionada por relaciones sociales específicas. En este sentido, Villoro señala que cada individuo está inscrito en un plexo de relaciones sociales y cada conjunto de relaciones puede verse como una totalidad limitada que trata de satisfacer necesidades específicas en tanto valor común para todos sus miembros. Así los valores se realizan en la red de relaciones que componen una asociación y corresponden a una estructura relacional socialmente condicionada.
La razón valorativa, para Villoro, orientada hacia la política pone en cuestión las creencias convencionales adquiridas (moralidad social, tradición, ideología) para acceder a otras basadas en la propia razón. Su operación crítica cumple una función de ruptura de las creencias adquiridas no justificadas. Mas la ética política no puede mantenerse en la abstracción respecto de la sociedad real, tiene, por una parte, que motivarse en intereses que se expresan en el ámbito de la moralidad existente, condicionada socialmente, y por la otra, tiene que responder a las situaciones particulares de los grupos sociales. De ahí que el cambio social requiera la proyección de una ética disruptiva, crítica, capaz de oponer a la sociedad existente (utilitarista, explotadora, desigual, violenta) la posibilidad de una sociedad justa y libre.
Por último, El poder y el valor es un trabajo que ya preludia --en virtud del pensamiento sistemáticamente orientado del autor— su secuela teórica, a saber, Los retos de la sociedad por venir (FCE, México, 2007), un libro también inscrito en este proyecto de reforma del pensamiento político moderno que ocupó y preocupó la última etapa de su quehacer filosófico siempre crítico, comprometido y generoso de Luis Villoro.
Alfredo Lucero-Montaño