Tiene que haber gente que rompa las reglas y se atreva a llegar a las fronteras a las que no ha llegado antes nadie”, dice, entusiasta y serio, con perfecta convicción, el profesor
David Kaplan, que habla de los enigmas y las alegrías de la Física con un aire sostenido de asombro, a veces con una expresión de desconcierto. El profesor Kaplan traza números y símbolos matemáticos en una pizarra como si la tiza fuera un pincel y la pizarra un lienzo, y cuando ve las imágenes de los animales pintados hace treinta mil años en la cueva de
Chauvet intuye que quienes les dieron forma en la claridad de las antorchas compartían una vocación de conocimiento y maravilla muy semejante a la suya. A lo largo de
Particle Fever, el mejor documental científico que he visto en mi vida, la presencia y la voz de David Kaplan lo guían a uno en un viaje de descubrimiento en el que también hay otras voces, otras caras entre ensimismadas y cordiales, las de unos cuantos hombres y mujeres que viven la ciencia como esa vocación apasionada que muchos literatos y artistas consideran privativa de sus oficios.
Particle Fever cuenta una historia que a mucha gente le parecerá de antemano abstrusa o del todo incomprensible: la puesta en marcha, en 2008, del
LHC, el gran acelerador de partículas europeo, la máquina más grande y compleja que existe en el mundo, y el proceso de búsqueda que condujo a principios del verano de 2012 al hallazgo del bosón de Higgs, la partícula cuya existencia se había aventurado como una hipótesis medio siglo atrás, la que proveería de masa a todas las demás partículas elementales y confirmaría un modelo inteligible del universo regido por un orden de supersimetría. Uno de los científicos,
Savas Dimopoulos, griego nacido en Turquía y expulsado con su familia del país en los años sesenta, mira con asombro a la cámara, alzando los ojos de un iPad, y dice: “Es increíble, pero las leyes que explican el universo caben en una hoja de papel”. Dimopoulos se dedicó a la Física porque cuando era niño asistía a las disputas políticas feroces entre griegos y turcos, y sintió la necesidad de encontrar una forma de verdad que no dependiera de la elocuencia de quien hablara en su defensa. Entre los científicos es más frecuente y más fértil la extranjería que entre los artistas. Savas Dimopoulos, el griego al que los patriotas dejaron sin país, trabaja en un campus universitario de California. En Princeton tiene un puesto de profesor
Nima Arkani-Hamed, que le da un aire a David Foster Wallace, y que también escapó de niño con su familia, aunque de una opresión mucho más oscurantista, la de los ayatolás iraníes. En su entrega a la investigación habrá una dosis perdurable de rebeldía contra dogmatismos religiosos que son tan hostiles ahora mismo a la racionalidad y al conocimiento como los que enviaron a
Galileo a los calabozos de la Inquisición.
Los artistas contemporáneos más célebres adoptan poses de gurús. Los teóricos de la literatura practican un hermetismo arrogante que no admite más sonrisas que las de la suficiencia. Los físicos, en
Particle Fever, van al trabajo en bicicleta, cuentan chistes, declaran sus incertidumbres, expresan una convicción sin cinismo, organizan en los hangares entre cavernosos y catedralicios del CERN espectáculos de
hip-hop en los que se las arreglan para encontrar rimas a los términos más difíciles de su vocabulario.
Monica Dunford practica el ciclismo, corre maratones, es piragüista, expresa una apetencia parecida a la gula anticipando los millones de nuevos datos que empezarán a fluir en cuanto se produzcan las colisiones a velocidades cercanas a la de la luz entre los dos haces de protones del Gran Acelerador. Dunford es joven, americana, gimnástica. Fabiola Gianotti habla inglés con mucho acento italiano y en vez de entretenerse fuera del trabajo practicando deportes toca sonatas de piano. Cuenta que de adolescente la literatura, la música y el arte le atraían tanto como la ciencia, porque también estimulaban su curiosidad por conocer el mundo y su sentido de la belleza. Se inclinó por la Física sintiendo que le permitía aproximaciones más precisas. Pero para explicar su vocación cita a Dante, y cuando toca el piano encuentra que las reglas de la música —la armonía, la acústica— también pertenecen al ámbito de la física y de las matemáticas.
Nietzsche habla con admiración de alguien que tiene el don de explicar lo que ha comprendido. Lo que comprenden los físicos teóricos y experimentales son algunas de las cosas más difíciles que desafían a la inteligencia humana, y requieren un equipaje matemático del que carecemos casi todos. Y aun así, en los noventa minutos de
Particle Fever, uno es capaz de acercarse a los dilemas fundamentales que los experimentos del CERN intentan dilucidar, y de sentir como propias la incertidumbre angustiosa, la curiosidad, la alegría de los investigadores. Cuando en un acto público multitudinario, en julio de 2012, se anuncia que la existencia del bosón de Higgs ha sido confirmada experimentalmente, los científicos vitorean y saltan por encima de las mesas, y
Peter Higgs, que tiene 84 años y ya no creía que le llegara en vida un momento así, hace gestos tímidos de gratitud, saca un pañuelo del bolsillo y se quita las gafas, se limpia con pudor unas lágrimas.
Salgo del cine, el Film Forum, en una tarde encapotada y muy fría, en este invierno que nunca se acaba, y pienso, no sin melancolía, que los teóricos de la literatura y los expertos en las artes se dedican con cierta frecuencia a lo contrario de lo que hacen David Kaplan y Mark Levinson en esta película. La física es muy difícil, pero ellos, con una generosa voluntad de explicar lo que han comprendido, logran hacérnoslo todo lo claro y cercano que es posible. La literatura, las artes, tienen, comparativamente, muy poca dificultad, porque usan las palabras y los materiales visibles que son comunes a todos, y porque tratan de los sentimientos, las sensaciones y las imágenes que todo el mundo conoce de primera mano, de los procesos cognitivos con los que cada uno se enfrenta a la realidad. Pero los presuntos expertos, los que son investidos con una especie de autoridad sacerdotal, o se la atribuyen ellos mismos, consiguen muchas veces que lo claro y próximo se vuelva hermético y lejano, lo envuelven en la niebla confusa de su palabrería. Por muy brillante que sea la hipótesis enunciada por un físico, no valdrá nada si no recibe una comprobación experimental. Habrá de pasar muchos años esperando que eso suceda, como esperó Peter Higgs, pero también puede que no llegue nunca. Las lumbreras más altas de la teoría literaria, los expertos poseedores de un raro saber que nadie comparte, nunca conocen la humildad de la incertidumbre. Levantan edificios de palabras que sus acólitos reciben y transmiten con reverencia y no corren peligro de refutación, tan solo de pasarse de moda. De nuevo vienen bien aquí unas palabras de Nietzsche: enturbian el agua para que parezca profunda. La ciencia, como la literatura o el arte, nos da la alegría de la claridad, una claridad difícil en el filo del misterio.
Antonio Muñoz Molina,
Fiebre de saber, Babelia. El País, 22/03/2014