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Richard Rorty |
Es común acusar a la filosofía de no avanzar en una dirección determinada y de ser poco clara en sus logros o conclusiones. En pocas palabras: se le reprocha no ser una ciencia que haga evidente su progreso. Los intentos de convertir la filosofía en un sistema dotado de fundamentos y propósitos bien definidos han sido constantes, y célebres, pero no definitivos.
Kant,
Schopenhauer,
Marx o
Husserl se dieron a la tarea de crear los principios sobre los cuales se podría pensar ordenadamente y edificar un sistema capaz de dar certidumbre al conocimiento filosófico. Las consecuencias de tan desmesurados empeños fueron dispares, pero nadie dudaría de que la obra de estos filósofos fue provechosa e iluminadora en el extenso campo que abarca la reflexión humana. Tal parece que, de alguna manera, todos tenían razón. Durante el verano de 1820, en Berlín, un hombre de ceño opaco y mirada desconfiada hacía publicidad y anunciaba sus lecciones universitarias de la siguiente manera: «Arthur Schopenhauer disertará sobre la totalidad de la filosofía, es decir, sobre la doctrina de la esencia del mundo y del espíritu humano». En nuestra época, el anuncio de un propósito tan ambicioso e ingenuo nos despertaría una sonrisa; sin embargo, quien ha leído El mundo como voluntad y representación no podrá negar la seriedad con la que
Schopenhauer enfrentó sus objetivos filosóficos. La calidad literaria de su obra es suficiente para no menospreciar la exposición o las conclusiones de su doctrina.
En la introducción a sus
Meditaciones cartesianas,
Edmund Husserlmostró su desconcierto ante la diversidad de filosofías existentes, y acentuó la necesidad de encontrar un fundamento e hilo conductor que evitaría la contradicción y las conclusiones superficiales. Agobiado por la pluralidad de interpretaciones filosóficas,
Husserlllegó a escribir: «Los filósofos se reúnen, pero por desgracia no las filosofías». Su propuesta ante la diversidad e inconsistencia de la actividad filosófica se conoce con el nombre de fenomenología, y su método y sus ideas influyeron en filósofos tan distintos entre sí como
Martin Heidegger y
Jean-Paul Sartre. Me valgo de estos mínimos apuntes para sugerir que ninguna filosofía carece de fisuras y que no existe pensador u hombre de ideas que no se encuentre a mitad del camino, en un continuo hacer el mundo, en un sinuoso tránsito que incluye la experiencia singular del caminante y las arenas movedizas de un lenguaje que continúa siendo mundo, metáfora y horizonte abierto, pese a las llamadas al orden y a los embates que ha recibido por parte del análisis lingüístico y del positivismo en general.
El hombre es un ser inclinado a crear teorías, mas esas teorías oscurecen o iluminan sólo algún aspecto de lo que llamamos realidad. La suma de todas nuestras teorías nos entrega un fantasma de contornos ambiguos que aparece y desaparece según la intensidad de la mirada humana. Y, no obstante, quienes escriben o publican sus reflexiones lo hacen porque creen en sus palabras y las exponen con el propósito de continuar la conversación, e intentar que las palabras sean consideradas bienes morales y no sólo voces inanes o intrascendentes.
El vitalismo o el concepto de vivencia como un medio adecuado para el conocimiento de la realidad ha sido tratado por varios filósofos, entre ellos
Nietzsche,
Dilthey,
Bergson,
Max Scheler y
Hans-Georg Gadamer. Las teorías o explicaciones parecen definitivas cuando la vida se ha marchado o acaba de pasar, y ningún concepto tiene peso o gravedad si no va acompañado de una oportunidad que nos permita vivir y sentir el mundo.
Viene a cuento la definición que ensaya
Richard Rorty cuando escribe que la sabiduría es «la virtud de escuchar a los demás con la esperanza de que puedan tener ideas mejores que las propias». El escuchar es una virtud que se ejerce con el fin de preservar la libertad. Es en el reconocimiento de la opinión opuesta donde se encuentran los límites necesarios para contener los dogmatismos ególatras y las tiranías racionales.
Guillermo Fadanelli, Introducción a
Filosofía para desencantados de
Leonardo da Jandra, Atalanta, Girona 2014