Gerardus Mercator |
Pensemos en una de las más habituales de esas ficciones, los mapas. En el pasado, la aparición en ellos de monstruos marinos, de panoplias y de querubines de carrillos hinchados no sólo tenía como función disimular el hecho de que el proyecto europeo de descubrimiento y colonización mundial todavía presentaba huecos, sino también la de estetizar la visión de una humanidad salvaje y deseosa de ser normalizada, de “entrar” en el mapa mediante la subordinación a las capitales europeas y la adopción de sus ideas en materia política y, especialmente, económica. Si esta interpretación parece excesiva, piénsese en la popularidad de la que aún goza lo que denominamos la "proyección de Mercator".
El cartógrafo flamenco del mismo nombre (el de pila era Gerardus, lo que carece de importancia) propuso en 1569 un mapa que facilitaba la navegación marítima, a costa de proponer una visión distorsionada del mundo de acuerdo con la cual Europa es tan grande como América del Sur, y Estados Unidos es del tamaño de África (no lo son). La comparación de la proyección de Mercator con otras como la de Gall-Peters, de 1856, o la de Robinson, de 1963, demuestra que la suya no es una reproducción a escala del mundo, sino una ficción de este (las de Gall-Peters y la de Robinson también lo son, por supuesto, y también lo es la muy singular de Fuller, que representa la Tierra como un cuboctaedro desplegado: en este último caso, se trata de una ficción poscolonial): una ficción del mundo presidida por la idea de que a los países más poderosos les corresponde una posición preferente en el mapa, y un tamaño más considerable.
No de otra forma pensaban los cartógrafos anteriores, por ejemplo aquellos que en la Edad Media ponían el Este en la parte superior de sus mapas por considerar que allí se encontraba el Jardín del Edén, o dividían el mundo en tres partes simétricas en cuyo centro se encontraban Jerusalén y la tumba de Jesús. Que el Norte se encuentre en la parte superior de nuestros mapas, que se le destine más espacio que al Sur y que los países que lo ocupan sean presentados como si poseyeran mayor territorio del que tienen realmente es una ficción antigua, pero (a diferencia de las visiones basadas en la centralidad de Jerusalén, por ejemplo) sigue siendo la ficción dominante en nuestros días. La aspiración explícita de la multinacional estadounidense Google de ofrecer a sus usuarios "el mapa perfecto", los recursos que la empresa ha invertido en ello y la fiabilidad que sus usuarios le otorgamos parecen hacernos olvidar que el "mapa perfecto" es aquella ficción de un mundo ordenado que ha sido confeccionado de acuerdo con las ideas de quienes detentan el poder político y económico; es decir, de aquellos que pueden determinar qué es ficción y qué es "realidad". (Aunque no siempre lo logren, y esa es nuestra esperanza. En marzo de este año, Google Maps "borró" la localidad de Agloe, en el Estado de Nueva York, tras haber descubierto que ésta nunca había existido: era un invento de un impresor estadounidense que en 1925 había concebido esta localidad ficticia para constatar si sus mapas estaban siendo copiados por la competencia).
Al fin y al cabo, como con toda ficción, no se trata aquí de cómo esa ficción se vincula con “la realidad” sino, más bien, de quién dice que lo que dice es real o no lo es. Visto así, ficción y poder constituyen una unidad, y afirmar que son las fronteras las que inscriben la política en el espacio no resulta tan acertado como sostener que ese espacio y su representación son políticos y, por consiguiente, no tendrían que ser dejados en manos de una empresa. No deberíamos olvidarnos de ello, ya que (como de los mapas) de recordarlo depende que lleguemos o no a nuestro destino.
Patricio Pron, Ficción y poder, Babelia. El País, 27/08/2014