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Ferran Gallego |
He analizado lo que denomino el proceso de fascistización. Lo prefiero a hablar sólo de fascismo, que me parece posterior. Lo sitúo en la cultura de entreguerras. Cuando llevas cierto tiempo trabajando acabas por descubrir que tu trayectoria ha tenido un eje central. Cuando investigué sobre la revolución liberal, me centré mucho en la reacción frente a ella. Cuando trabajé sobre los procesos de América latina me interesé por el nacionalpopulismo. Al trabajar sobre la crisis europea me he centrado en la continuidad entre la extrema derecha y el fascismo. Ahora me doy cuenta de que me he interesado en la capacidad que tuvo el proyecto -la cultura- del fascismo para tener una posibilidad política real con capacidad de convicción sobre millones de personas en la Europa del siglo XX.
La visión tradicional del fascismo propone que se crea en un momento determinado y que luego trata de captar a otras partes de una derecha que se va radicalizando y acercando al fascismo en la medida en que éste le ofrece una fórmula de acceso al poder a través de la violencia. Esto sitúa el fascismo como causa y yo creo que el fascismo es más bien el resultado del proceso de fascistización. El resultado de la suma del pequeño partido más elementos procedentes de sectores muy diversos que eligen el fascismo como propuesta muy bien adaptada a la situación europea de aquellos años. El problema es que estaba tan bien adaptado a la crisis de los años treinta que, cuando ésta desaparece, el fascismo lo hace también.
Seguramente hubiera podido afirmar que el franquismo había sido fascista cuando era joven, pero lo hubiera hecho de modo intuitivo. Ahora, a los 60 años, puedo decirlo y argumentado. Entonces lo hubiera afirmado en relación a lo que era la militancia antifascista. Definíamos al régimen como fascista porque lo analizábamos desde nuestra trayectoria de antifascistas, una cultura contra la que se yergue el fascismo y que incluye la sociedad liberal. Ahora he podido describir cómo se produjo la convergencia social y doctrinal que cuajan en el 18 de julio como proyecto fascista. Pero también cómo fue posible que ese proceso fascista dejara de ser congruente en la época de los posfascismos. La misma élite que gracias al fascismo se había constituido en núcleo dominante acaba por encontrar un “despliegue” (expresión de
Javier Conde), que se convierte en el proyecto nacional católico. En realidad, el libro incide en la batalla académica para aclarar lo que es y ha sido la derecha en España. Yo creo que no se puede decir que en España sólo hubo una dictadura militar clerical. Tampoco cabe defender que el fascismo tuvo una función social instrumental en manos de las élites tradicionales disfrazadas de fascistas. Yo creo que si se saca a España de la experiencia fascista europea, no puede entenderse el fascismo en su conjunto.
El fascismo en España llega al poder a través de una guerra civil. La guerra es un proceso de conquista del poder y de creación de un Estado nuevo partiendo de cero. Se dan así unas condiciones que para sí hubieran deseado los nazis y los fascistas italianos: partir de la nada. La experiencia de síntesis de una guerra civil con su factores unitarios es clave, como lo es también la capacidad de supervivencia del fascismo orientándose hacia otras formas en la segunda mitad del siglo XX.
El fascismo no es un proyecto político más, como pudieran ser el comunismo, el liberalismo, el pensamiento libertario. El fascismo es el único proyecto político que surge en el siglo XX, los otros proceden del XIX. Quiere ser tan moderno que nunca se llama a sí mismo continuador de nada sino que se presenta como rompedor. Nace de las trincheras de la Gran Guerra y se presenta como la conciencia de culminación de la nación en un proyecto comunitarista. Pero en lo que el fascismo es ontológicamente diferente del resto de proyectos políticos es en el papel de la violencia. Para el fascismo la violencia no es un instrumento. Lo dice
Ramiro Ledesma: lo que caracteriza al fascismo es otro concepto de la violencia. No es la violencia del resistente, no es el instrumento a utilizar cuando ya no queda nada más. No. En el ejercicio de la violencia, el fascista se integra en una comunidad que toma conciencia de su propia fuerza, de su voluntad de poder y se disciplina a través de la destrucción del adversario. La violencia sirve para adquirir conciencia de uno mismo. Y, a la vez, se parte de la base de que nada que sea diferente puede ser expresión de la nación. Sólo puede ser un tumor, un elemento patógeno que hay que higienizar. La violencia es condición del proyecto fascista y sus víctimas lo son porque no pertenecen a la comunidad nacional. Y el ejercicio de la violencia es un acto de afirmación de la conciencia fascista.
El fascismo español tiene un problema: la legitimación de la función histórica de España es la defensa de una universalidad que quedó fragmentada por la Reforma protestante. Se reivindica el imperio vinculado al catolicismo, a la universalidad. La fragmentación nacional es el resultado de una modernidad que se opone a la vía española, la de la defensa de la unidad espiritual católica de Europa. Y de la evangelización del mundo, que no deja de ser la exportación de Europa a través de España.
José Antonio afirma que no es nacionalista porque entiende que el nacionalismo no deja de ser un acuerdo entre ciudadanos. Él no está de acuerdo, contra
Rousseau, en que España sea fruto de un contrato. Para él España es irrevocable. Los nacionalistas, si acaso, son los periféricos. España no es una nación en el sentido ilustrado, es una comunidad, una unidad de destino, independientemente del territorio y de la lengua. Como mucho enlazaría con la idea orteguiana de empresa. Por eso cuando se pregunta qué es España responde “lo que vamos a hacer viviendo juntos”. España es el futuro. La eterna metafísica de España escapa al concepto de nación. No admite parangón con las otras naciones nacidas en los siglos XVIII o XIX. El fascismo ve España como la determinación histórica de una eternidad. Bajo las ruinas de la decadencia hay un ser escondido que palpita en la eternidad. Y la función del fascismo es hacer que rebrote esa conciencia de ser, de eternidad. Y está escondida bajo las ruinas, donde la han sepultado las ideas modernas disolventes hasta conseguir que olvide su misión de servicio, una expresión muy del gusto de los fascistas. De modo que el fascismo es nacionalista, pero se niega a reconocerlo y atribuyen este adjetivo a catalanes y vascos. Ellos son españoles.
Si, pero... El termino nacionalista ha terminado por estar desprestigiado. Los nacionalistas en Cataluña no se llaman a sí mismos nacionalistas. Dicen que sólo son catalanes. El nacionalismo es una propuesta política que pretende que hay una especie de determinación de la historia, la naturaleza, la lengua y todo eso culmina en una unidad. La nación no se elige, viene dada.
En efecto, en el nacionalismo catalán y no en el vasco. Más aún: buena parte de los cuadros fundadores del fascismo español son vascos:
Sánchez Mazas,
Jacinto Miquelarena… La financiación de
La conquista del Estado la hacen vascos:
Areilza, por ejemplo. Monárquicos vascos median entre José Antonio y Ledesma para que se entiendan. Ahora bien, revisando los contenidos de La conquista del Estado se puede ver que más del 70% de sus textos están dedicados al nacionalismo catalán. Es un adversario superior incluso al comunismo. No dudan en hablar del “fusilable Macià”.
Los fascistas italianos (curiosamente) que estaban convencidos de que el fascismo español tenía que empezar en Barcelona y no en Valladolid y Madrid, ciudades clericales y burocráticas. Del mismo modo que en Italia se inició en Milán y no en Roma. En Barcelona había una clase obrera revolucionaria que no era marxista y una burguesía industrial avanzada. De hecho, cuando Ramiro Ledesma es expulsado de
Falange intenta organizar un nuevo partido fascista en Barcelona. El caso de Giménez Caballero es diferente. Él buscaba un líder. Primero pensó en
Azaña porque lo veía como un caudillo, un hombre fuerte con un proyecto para España y no poca categoría intelectual. Luego, en la plaza de Sant Jaume de Barcelona ve a la multitud gritando “Macià, Macià” y queda extasiado. Lo que en realidad ve es el populismo del líder, el carisma. Lo que le encanta es que la gente de la plaza no grita “Viva la República” sino “Macià, Macià”. No se vitorea a la institución sino a la persona.
Ramiro Ledesma, en su libro
El Fascismo en España, excelente y también olvidado, dice las cosas muy claras. Anuncia que en España habrá una guerra civil, que en la guerra habrá dos bandos y que ambos serán heterogéneos, que el fascismo formará parte del bando contrarrevolucionario. El fascismo, dice, debe encontrar en la crisis la oportunidad para hacerse con el poder. Él pensaba que esto ocurriría en 1934, cuando coinciden la
insurrección de Asturias (la revuelta social) y el desafío catalán. De ahí su extrañeza ante la incapacidad del fascismo para ocupar la calle frente a esos dos retos. De hecho, convocan una manifestación en Madrid y desfilan con una bandera republicana y al grito de “Viva España”. No miran hacia Asturias sino hacia Cataluña. Se manifiestan en defensa de la unidad de España. Y el análisis que hacen es que en España, precisamente porque hubo una revolución social, la de Asturias, la integridad nacional pudo ser puesta en duda por el nacionalismo catalán. En esto difieren de
Ramiro de Maeztu quien sostenía que los problemas no eran ni la monarquía ni la patria ni la religión; el verdadero problema para él era la revolución social. José Antonio, en cambio, creía que el verdadero peligro era la desintegración territorial. Y también
Calvo Sotelo, que soltó aquello de que prefería una España roja que una España rota.
El ambiente cultural en el que crece el fascismo es el miedo a la decadencia. Si se utilizaran términos biológicos se hablaría de degeneración. Pensemos en el balneario de
La montaña mágica o en Aschembach, en
Muerte en Venecia, mientras mira a Tadzio. Ésa es la Europa vieja, decadente, tuberculosa, agonizante. Hay multitud de referencias literarias que vienen a decir lo mismo: el proyecto europeo se ha agotado, según unos, o se ha desviado, según otros. En el caso de España, ese desvío se produce en el siglo XVII, cuando se pierde de vista la misión imperial. España, entonces y coincidiendo con una derrota militar, se desorienta. La función del fascismo es recuperar el proyecto universal de España y proyectarlo como la esencia sobre la que construir el destino.
Cuando los falangistas de la revista Escorial empiezan a hablar de integración, los del Opus, con
Calvo Serer a la cabeza, los anatemizan.
Laín Entralgo,
Ridruejo,
Tovar, hablaban de una tercera vía entre los liberales y los carlistas del siglo XIX. Incluso sugieren tratar de entender la razones del vencido para ganarlos a la propia causa, la de Falange, claro. De hecho, el fascismo tiene a la vez una inmensa capacidad de inclusión y una tremenda capacidad de exclusión. Es así porque el fascismo no habla de intenciones sino de condiciones. Designa la condición para pertenecer a una comunidad de forma legítima, natural, o la condición por la que no se pertenece a ella. De ahí que no se persigan la conductas sino la condición. Cuando los nazis construyen los campos, no sólo los de exterminio, también los de reclusión, lo que hacen es una arquitectura de la exclusión. Los campos son para las personas que no forman parte de la comunidad. Su condición los excluye. Contra ellos no se ejerce la represión sino la violencia del sistema contra quienes no se resisten. No puede haber represión si no se persigue una conducta. Se ejerce la violencia depuradora. El fascismo es un sistema de depuración permanente de la comunidad. Un factor de higiene. La anti España no está formada por alguien con quien negociar. Como decían los nazis, con la sífilis no se negocia. La anti España se encarna en unos individuos que por su naturaleza tratarán de impedir la vida de España. Se trata, pues, de un juego a vida o muerte. La anti España tiene que ser liquidada, destruida. Como se liquidan los agentes infecciosos que ponen en peligro la propia existencia.
Hay sistemas de manipulación de la historia, el estalinismo, por ejemplo, que tienen claro que hay elementos que no interesan, no forman parte del proyecto. Desde la perspectiva del fascismo español, en cambio, todo lo que ha producido España forma parte de España y hay que recuperarlo. Pasa con
Galdós, que ya es difícil, pero que llega a ser presentado como un patriota. Pero no es ya Galdós, es que hasta
Séneca es visto como un precedente del falangismo. O
Cisneros, definido como “el primero de nuestros falangistas”. El fascismo se convierte en la desembocadura política de la esencia de España. Cualquier proyecto nacionalista necesita la manipulación de la historia. La nación es vista como la permanencia en la historia de una realidad que no puede ser negada. Los intelectuales falangistas aprendieron algo de
Ortega: la importancia de la filosofía de la historia a finales del XIX. Los falangistas más cultos son muy conscientes de ello. Y por esa vía, y obviando parte del discurso de
Ortega, conectarán con los tradicionalistas para afirmar que tienen la historia de su lado, adoptando un intento de síntesis entre modernidad y tradición.
El fascismo no puede decirse que sea un movimiento antiobrero. De hecho, lo que el fascismo hace es dejar de lado por completo la idea de las clases sociales. Si se cargan los instrumentos propios de la lucha de clases construidos por los trabajadores es porque no creen en las clases. De modo que su forma de ser antiburgués no es el modo de ser obrerista y anticapitalista. De hecho, el fascismo no es anticapitalista, aunque sea antiburgués. El fascismo defiende un modo de vida heroica en las antípodas de la vida burguesa, pasiva y confortable. El fascista odia eso: la mediocridad, la falta de entrega y de heroísmo, el individualismo burgués. Su crítica a la burguesía es más moral que económica. Expresa un rechazo a una forma de vida que perciben como decadente. Con todo, los valores que defiende el fascismo son los de la burguesía y la clase media: la propiedad, la meritocracia, la concepción jerárquica de la sociedad, la religiosidad, el orden, el patriotismo e incluso una cierta idea de justicia social. Lo que no se acepta de la burguesía es su cobardía, su capacidad de convertirse en vendepatrias. Y algo más: se reprocha a la burguesía que haya impelido a los obreros a abandonar el patriotismo porque la propia burguesía no es patriota y no defiende una nación justa.
Es importante no confundir el partido fascista con el espacio fascista. En España había muchos más fascistas que los que estaban en Falange. No es que todos los que se añadieron luego fueran unos oportunistas conversos, es que participaban de la cultura fascista. El fascismo ofreció al resto de la derecha una inmensa capacidad de síntesis: entre tradición y modernidad, élite y populismo, nacionalismo y proyecto imperial, un estado laico con los valores del catolicismo.
En general, los católicos han criticado al fascismo por su supuesta abolición del individuo en aras del Estado. Los fascistas españoles afirmaban que, precisamente por ser católicos, defendían una concepción del hombre joseantoniana: portador de valores eternos, con un alma capaz de salvarse y condenarse. De ahí que sostengan que el fascismo es el único capaz de establecer un equilibrio perfecto entre totalitarismo e individuo. Es lo que
Luis Legaz Lacamabra, un de sus teóricos más importantes, llama el totalitarismo humanista. Esta cristianización del fascismo permitió que buena parte de la derecha española pudiera sentirse cómoda en el proyecto nacionalsindicalista. Más tarde este proyecto dejará de llamarse fascista. Y eso pasará bastante antes del final de la guerra mundial, cuando muchos salieron corriendo abandonando sus ideas. No, no. En 1942, Javier Conde, ya planteaba que el catolicismo servía para comprobar en qué medida los totalitarismos alemán e italiano, sobre todo el primero, eran imperfectos respecto a la idea total del hombre. Pero ahí estaba España rehaciendo el hecho político, para decirlo como lo decía él. El 18 de julio restablecía la vía española a la modernidad, rota con la derrota española en el siglo XVII.
Sus intelectuales no son de segunda fila, como tampoco lo eran algunos intelectuales fascistas italianos. Legaz Lacambra es un experto en Filosofía del Derecho que obtiene la cátedra durante la República tras haber estudiado con
Recasens Siches. El fascismo español tuvo también una élite cultural, académica, que fue capaz de definir el proyecto con gran sutileza. Conocían la teoría política de su época, estaban al día. Javier Conde se había formado en Alemania. Son conscientes de que asisten a la caducidad del Estado liberal kantiano. El Estado del siglo XIX ya no sirve. Y se ven en la disyuntiva de buscar una solución que opte entre ese estado ya inservible y el de clase que rechazan. La encuentran en el Estado corporativo que niega la democracia representativa y propone la participación en torno a entidades naturales, la familia, el municipio, un sindicalismo de nuevo tipo. Desde luego, la visión de que los fascistas eran todos unos lerdos y unos cínicos que no creían en sus propios discursos y los elaboraban sólo como propaganda no se sostiene. Que un discurso sea malévolo no lo convierte en propagada. Sólo lo hace malévolo. La historiografía española ha tendido a despachar a sus teóricos como gente sin interés intelectual. Eso hay que revisarlo.
Los teóricos que tenían ideas fueron desapareciendo todos. Y quedó Franco. Bueno, desparecieron los que tenían ideas y los que no estaban dispuestos a hacer como Groucho Marx: aquí están mis principios y si no le gustan tengo otros. Es el caso de
Raimundo Fernández Cuesta y sus amigos. Contra lo que opinan algunos respecto a que al fascismo español le ocurre algo terrible, que es la guerra, que hace que el partido quede desplazado, yo creo que es precisamente la guerra la que le da la oportunidad. Falange era un partido que había teorizado la guerra civil y que se había organizado en forma de milicia para la violencia. Entendía la política como una forma de guerra civil. La guerra fue, por lo tanto, su oportunidad. Le ofrecieron el papel de representación política del bando nacional, con sus símbolos y programas. Y eso no se le ofreció a nadie más. Cuando desparecen sus principales líderes, se encuentra en una situación en la que la nación se ha hecho ejército, que decía Giménez Caballero. No había habido un golpe de Estado, es que la nación se había puesto el uniforme, dando pie a una fusión entre ejército y sociedad en lo que puede ser definido por Javier Conde como un plebiscito. La nación en armas inicia el estado de excepción y deposita su destino en las manos de un caudillo. El caudillo asume no sólo la dirección militar, también la política. Coinciden las propuesta de caudillaje de Falange con las ambiciones de Franco. Los carlistas tenían su propio rey distinto al que tenían los monárquicos. El resultado es una coincidencia total entre los intereses de Falange y los de Franco.
El fascismo aparece en una situación de crisis radical que abre en canal el vientre de la sociedad europea. Era una crisis de civilización y el fascismo acomete contra las ideas que han dado pie a la noción de Occidente procedentes de la Ilustración y la revolución francesa. Ahora bien, hoy no hay una crisis similar.
En los años veinte y treinta se daba por cerrado un ciclo, pero había esperanza. Incluso el fascismo vendía esperanza. Hoy estamos desesperanzados. Entonces se pensaba que todo era posible y hoy más bien se piensa que ya nada es posible. A principios del siglo XX se confiaba en el valor de la voluntad política, por eso son los años de las revoluciones. Hay una crisis de civilización, acompañada de expectativas revolucionarias. Bueno, en el caso del fascismo, esa expectativa consistía en actualizar la contrarrevolución, pero ellos mismos se consideraban revolucionarios. Hoy asistimos a un abismo de pérdida de derechos que creíamos definitivamente conseguidos, pero no se puede decir que coincida la idea de crisis con la posibilidad de construir una sociedad nueva. Basta ver el vocabulario de entonces: amanecer, mañana, futuro. Hoy lo que se da es la protesta, la desesperación. El fascismo proponía la esperanza. Los carteles de
Hitler tenían una inscripción: “Nuestra última esperanza”. La seducción del fascismo procede de partir de la desesperación real y ofrecer una utopía. No es sólo un movimiento nihilista. Es cierto que propone acabar con todo, pero para construir de nuevo. De hecho, los fascistas nunca creyeron en la idea de progreso, para ellos el tiempo no tiene futuro, sólo eternidad. Lo que buscan es restituir las verdades permanentes que la historia ha puesto en duda. El progreso parte de un cierto relativismo: las cosas son mejorables. No es así para el fascismo: la verdad es absoluta.
Francesc Arroyo,
La violencia como afirmación fascista, (extracto entrevista con
Ferran Gallego, Tormenta de ideas, 28/04/2014