Javier Gomá Lanzón |
Decía Th. W. Adorno que el arte y la filosofía convergen en el contenido de verdad del arte. Usted, dicha convergencia la encuentra en el diálogo entre literatura y filosofía.
Yo creo que la filosofía es una especie dentro de un género más amplio que justamente podríamos llamar literatura. Una de las razones que explica esta posible definición es el hecho de que, mientras la ciencia solo merece este nombre si las proposiciones científicas tienen algún tipo de verificación, la filosofía no requiere una prueba empírica, de hecho nunca nadie ha sometido a verificación ni a Platón ni a Aristóteles, como tampoco a Kant ni a Nietzsche o a Heidegger. Lo mismo, es decir, la ausencia de verificación en la filosofía, la encontramos en la novela. La legitimación epistemológica de la filosofía es bastante parecida a la literaria, se trata de una legitimación que deriva de la capacidad de la filosofía y de la literatura de persuadir, de tener un discurso eficaz, convincente para el lector. En efecto, transcurridos 1500 años, seguimos leyendo a Platón porque nos sigue pareciendo convincente y no porque alguien haya probado y demostrado en un laboratorio la validez de sus proposiciones.
¿Hay más puntos en común?
Sí. Por otra parte, la filosofía es también la presentación de una imagen del mundo: nuestra experiencia es la de vivir náufragos entre fragmentos y determinadas disciplinas tienen la capacidad de, combinando estos fragmentos con la imaginación, ofrecer un cuadro entero. Y en este sentido, la filosofía también se parece a la literatura, creo que no existe ninguna literatura que no sea esperanzada, incluso la más desesperante, porque en el acto de hacer literatura se busca dar una imagen integral del mundo, se intenta recomponerlo.
Sin embargo, algo separa la literatura y la filosofía, algo las constituye como dos géneros distintos.
Recurriendo a los dos conceptos que hizo famosos Wittgenstein, mostrar y decir, podemos afirmar que la diferencia entre literatura y filosofía reside en que, para componer esta imagen integral del mundo, la literatura muestra y la filosofía dice o, en otras palabras, la literatura sugiere y la filosofía define. Más allá de estos, la filosofía y la literatura son dos géneros interconectados que nacen de una emoción genérica que te produce el mundo y, de hecho, para mí aquello que no nace de esta emoción no es filosofía, puede ser conocimiento, investigación, historia de la filosofía, puede ser otra disciplina, pero la filosofía que realmente merece este nombre, de Platón hasta Heidegger, está suscitada por un eros y por una emoción muy parecida a la de un poeta o a la de un novelista.
Es sin duda el eros el que empuja a Heidegger a escribir sus brillantes ensayos sobre Hölderlin.
Aquí entraríamos en otro terreno que me parece interesante a la vez que se plantean dos cuestiones: en primer lugar, Heidegger hablaba continuamente del decir poético y es evidente que, como corolario de lo que he dicho antes, el filósofo es alguien que crea un lenguaje no de manera distinta a como lo haría un autor literario. Cada escritor crea un lenguaje, como lo hace indudablemente un filósofo, y en el fondo el oficio de ambos es el de juntar palabras, y no hay dudas de que esto Heidegger lo hace de manera magistral. En segundo lugar, y ya distanciándome de Heidegger e incluso de Hölderlin, creo que el poeta ha tenido unos efectos devastadores sobre la filosofía alemana. Como sabes, Hölderlin fue compañero de habitación de Hegel, quien, antes de conocerlo, era un filósofo bastante claro, pero se contagió del lenguaje hermético y algo grandilocuente de Hölderlin, cosa que generó el lenguaje de Hegel, que contagió, a su vez, de hermetismo innecesario a la filosofía alemana, un hermetismo que terminó por intoxicar, en especial, al segundo Heidegger. Si bien los primeros textos de Heidegger tienen un lenguaje más sencillo y más comprensible, después de lo que él llama “el giro” en 1929, se desliza bajo barroquismos herméticos, lingüísticos, innecesarios. Creo, por todo ello, que Hölderlin, que es un gran poeta, ha tenido una influencia, aunque indirecta, negativa para filosofía alemana.
Quizá Gadamer rompió con ese hermetismo lingüístico de la filosofía alemana…
Sí, es verdad, aunque tampoco olvidemos que quien tiene un lenguaje diáfano es Nietzsche; es cierto que se contagia de biblismo en el Zaratustra, pero en general es un gran estilista, como también lo es Max Scheler, quien tiene un lenguaje muy pulcro. Gadamer es muy claro, lo que sucede es que tiene un punto académico, es un gran docente y, precisamente por ello, a veces dedica excesivas páginas a algo que solamente interesa a sus colegas. Dicho esto, es un autor interesante, un autor que además, a mí particularmente, me cae bien.
Usted antes se refería a los fragmentos y, al respecto, decía Adorno que la filosofía debía construirse a partir de ellos, los cuales encontraba lingüísticamente en un lenguaje destruido, explosionado, como el de Beckett. ¿Todavía hoy es imposible no hablar desde el fragmento?
Tu pregunta me despiertas inmediatamente varias asociaciones de ideas. En Imitación y experiencia, trato de hacer una presentación de las tendencias generales de la filosofía desde la perspectiva del universal abstracto del lenguaje y trato de mostrar cómo casi enteramente la filosofía del siglo XX admite ser catalogada como una serie de modulaciones dentro de la filosofía del lenguaje; por tanto, a la pregunta de si la filosofía del siglo XX tiene que ver con una reflexión y con un análisis del lenguaje, la respuesta es, sin lugar a dudas, “sí”. El filósofo, como decía antes, es un literato que ve más allá de las palabras, pero esto no significa que deba tomar la palabra como paradigma de pensamiento: uno puede decir que la palabra es el instrumento de transmisión del conocimiento y que la palabra es su herramienta de transmisión y expresión y, sin embargo, esto no implica que la palabra se convierta en el patrón de conocimiento, que es lo que ha ocurrido a lo largo de la filosofía del siglo XX y de lo que yo trato de alejarme.
Con respecto a esto, al final de Imitación y experiencia usted subraya la necesidad de superar el giro lingüístico proponiendo un giro pragmático.
Toda la tradición occidental ha pensado el ser como sujeto impersonal, como cosa. Aristóteles, cuando debe pensar qué es el ser, qué es el ente, qué es la esencia, piensa en cosas impersonales, por el contrario, cuando quiere pensar la realidad de las personas confía la reflexión a la ética, de tal manera que se consigue una ontología despersonalizada y unas personas desontologizadas. Sin embargo, si comenzamos a pensar que la realidad también está compuesta por personas y que incluso las personas constituyen el momento de mayor intensidad del ser, inevitablemente debemos comenzar a pensar también al ejemplo personal.
Y, en efecto, su propuesta filosófica reside en una reflexión acerca del ejemplo personal y del ejemplo concreto.
Toda mi propuesta se centra en poner en el centro de la meditación filosófica el ejemplo personal como ontología y, por tanto, para mí el conocimiento ya no es un proceso de abstracción lingüística, sino que es una praxis, es imitación. Frente al universal abstracto del lenguaje que se comprende de un proceso igualmente abstracto, propongo una meditación sobre el ejemplo personal cuyo conocimiento no es un proceso lingüístico, sino una praxis.
A partir de ahí propone el concepto de universal-concreto.
Siempre se ha asociado lo esencial con lo universal, y lo universal ha de ser abstracto: frente a nosotros tenemos unas sillas que pueden ser concretas y en cuanto concretas están desprovistas de su auténtico ser, puesto que su auténtico ser es la idea silla que debe ser forzosamente abstracta. Y, siguiendo a Aristóteles que decía que no hay ciencia de lo particular, lo concreto está, en consecuencia, desprovisto de universalidad. El caso del hombre, sin embargo, no es así: a partir de diferentes tradiciones filosóficas en las que me apoyo, trato de indagar sobre la posibilidad de un algo que siendo universal es, a la vez, concreto, como ocurre por ejemplo con los ejemplos personales cuando dicho ejemplo exige una regla que es válida para más de un caso.
¿Podría darnos un ejemplo concreto?
Todo el mundo estará de acuerdo de que lo verdaderamente importante de Sócrates no es participar de la esencia de la humanidad, sino su particularidad socrática, su individualidad irreductible que, sin embargo, ofrece un modelo de conducta que es válido para más de un caso. Observamos así que todas las personas, siendo concretas, pueden potencialmente contener una regla que es repetible por otras personas y por tanto es universalizable, se rompe por tanto la ecuación entre universal y abstracto y se explora la idea de unir lo universal y lo concreto.
Sin embargo lo universal corresponde a lo ideal, es decir, a un principio último, a una idea platónica.
Sí, en parte, porque el ideal es algo que por su propia naturaleza evoca algo concreto, por ejemplo, una estatua clásica griega que, siendo concreta, contiene un canon que es preceptivo para los demás. En Imitación y experiencia cuando me refiero al ejemplo estético propongo una reflexión sobre el concepto de canon en estética: el canon es algo que siendo concreto, como el Doríforo, contiene una regla normativa para los demás, es decir, es concreto y a la vez normativo, universalizable. Es el caso del ideal, que siendo concreto es siempre normativo.
Hay varias propuestas que sostienen la necesidad de superar el ideal para evitar caer en el acriticismo y mantener una crítica dialéctica continua.
Yo creo, sin embargo, que solamente si existe un ideal es posible la crítica, porque la crítica es justamente el juicio que algo te merece dentro de lo fáctico, dentro de lo positivo, que diría Adorno, en contraste con el ideal. Cuando Adorno en Dialéctica negativa desarrolla la crítica del presente, de lo fáctico, de la sociedad, lo hace porque en su mente tiene un ideal que le permite observar la diferencia y el contraste entre esa realidad y su ideal; por consiguiente, es precisamente la presencia del ideal lo que permite desarrollar la crítica.
Uno de los retos que usted plantea es el “vivir juntos”: es necesario aprender a ser libres juntos. ¿El sujeto que por definición es relacional todavía debe aprender a vivir con el otro?
A mí me gusta establecer dos grandes periodos de la historia: un larguísimo periodo pre-moderno, cósmico, que llegaría hasta el siglo XVIII y en el que la realidad es pre-existente al individuo, es perfecta y ordenada, y, por ello, el hombre tan solo puede reiterar una verdad previa, perfecta y ordenada, que le pre-existe y que es normativa. Por ello, en la pre-modernidad el concepto base no era ni el ser ni el lenguaje, sino la imitación. De pronto un elemento principal se emancipa de esa totalidad y se convierte él mismo en totalidad: se trata del hombre y, por consiguiente, la totalidad subjetiva sustituye la totalidad cósmica. Durante un tiempo ese proceso de emancipación todavía llevaba inherente unos derechos y unas obligaciones que pertenecían al individuo que formaba parte del cosmos y que hoy se consideran ilícitos. El arte, la filosofía, la moralidad contribuyen a este proceso de liberación del individuo y le animan a éste a que se enamore de su propia libertad; así se conforma la cultura del siglo XIX y parte del siglo XX.
Paradójicamente este proceso de liberación no parece haber sido del todo beneficioso cuando ahora es necesario aprender a gestionar la propia libertad y los propios límites en la convivencia con el otro
Lo que sucede es que a mi juicio, este proceso ha concluido: no quiero decir que se haya tratado de un proceso falso o ineficaz, al contrario, escondía una profunda verdad y ha sido muy exitoso, pero creo que ha llegado un momento, precisamente porque la esfera de la libertad individual se ha expandido y ha conseguido sacudirse las opresiones del estatuto anterior, en el que los hombres y las mujeres viven juntos y sin embargo su universo simbólico sigue siendo el de la vibración. En ciudades como Madrid o Barcelona viven millones de personas que no tienen ningún estímulo para educar su esfera de la libertad a fin de que su convivencia sea posible; casi enteramente la cultura hoy vigente sigue insistiendo en el paradigma de la liberación cuando a mí juicio lo verdaderamente importante no es dejar de ser libres, sino seguir siendo libres, pero juntos. Esto implica un aprendizaje de los aspectos positivos de la limitación, de la virtud, de la civilización: ejemplo de ello, la amistad, porque, siendo una construcción social, no nos restringe, sino que nos hace más libre, nos enriquece. Tenemos, por tanto, que educarnos en la consciencia de que determinados límites no nos reprimen porque, por lo contrario, limitarse es extenderse.
Pero este proceso de liberación está no exento de problemática, de conflicto.
En toda cultura hay una cierta tensión entre intereses individuales e intereses colectivos, el individuo puede querer una cosa, la ciudad otra, y nacer así una tensión. La cultura es precisamente el modo de armonizar los intereses generales. Además en nosotros mismos hay un conflicto entre los deberes hacia la propia sociedad y los deberes que se tiene hacia uno mismo. La modernidad, y esto ha sido muy poco destacado, es un periodo de la cultura universal en el que estos dos principios se llevan a una radicalización extrema porque la modernidad hace nacer el subjetivismo y, al mismo tiempo, el colectivismo. Esto hace que la convivencia entre los principios de individual y colectivo que había sido más o menos armónica durante un cierto tiempo ahora se convierta en altamente conflictiva y, precisamente, la novela es una de las expresiones de este conflicto: nace la novela y desde el principio cuenta el conflicto entre el individuo y la sociedad, un conflicto que termina siempre con la derrota del individuo.
Con respecto a este tema, en Aquiles en el gineceo usted dedica su atención al género de la novela de educación, como paradigma de este conflicto irresuelto.
Los intentos de novelas de educación, en los que aparentemente se armonizan los intereses individuales con los intereses colectivos, como por ejemplo el Wilheim Meister de Goethe, son soluciones poco convincentes, son soluciones en las que al final parece que el individuo se colectiviza, con lo cual la novela de formación, que debería armonizar y convertir el conflicto en armonía, ha sido una novela fracasada y la novela que sigue vigente ha sido aquella en la que el individuo, que antes formaba parte del todo cósmico, se constituye como nueva totalidad, se afirma con la dignidad que tiene, con el nuevo estatus que tiene y se resiste a formar parte del todo social: trata de reivindicar sus derechos y acaba sucumbiendo a una fuerza superior que es el todo social. El conflicto entre el yo y el todo social estalla, el individuo fracasa inevitablemente y la narración de todo esto es lo que suscita en el lector empatía y una demanda de mayor libertad social.
Usted plantea, a través de la figura de Aquiles, la necesidad de pasar del estadio estético al estadio ético. Por su parte, en José y sus hermanos, Thomas Mann parece conseguir una armonía entre ambos estadios.La obra de Thomas Mann me interesó porque el plantea desde el principio este conflicto romántico entre el yo que se juzga a sí mismo contrapuesto a la sociedad y la sociedad que le presiona para su integración para un fin común, colectivo, mientras que el yo no reclama otro fin sino el fin para sí mismo, pues ha comprendido la dignidad de su propio yo y no quiere subyugarse a nada. Thomas Mann plantea este conflicto desde una perspectiva irónica de modo que no le atribuye al héroe romántico una mayor dignidad, sino que asocia, criticando, al yo romántico a una cierta negatividad: la enfermedad, la muerte, lo demoniaco. Es interesante observar cómo encontramos esto en el primer Thomas Mann que, sin embargo, luego, tras la Primera Guerra Mundial, hace un giro ideológico hacia la democracia y escribe una novela de conciliación: José y sus hermanos. Se trata de una gran saga en la que el héroe principal, José, ya no es ni Hans Castorp, no es Aschenbach, no es Thomas Buddenbrook y tampoco Tonio Kröger, José lo es todo al mismo tiempo: es intenso, es poético, es artístico, es genial como podrían ser los héroes de las anteriores novelas, pero al mismo tiempo tiene éxito social, fascina al faraón, es el bendecido de los dioses, es una persona que tiene gracia, atractivo, es una especie de paradigma de lo humano.
Y paradójicamente después de esta novela, Thomas Mann escribe el Doktor Faustus que lleva al límite el conflicto: el artista reniega del todo social, vende su alma al diablo y fracasa.
Cuando Thomas Mann ya había llegado a esa especie de conciliación, superando el conflicto que planteaba en las anteriores novelas, ya anciano parece que recupera los temas del inicio pero con particular gravedad porque en Muerte en Venecia el protagonista en su concepción produce una asociación a lo mórbido y a la muerte como si hubiera una ecuación entre el arte, la enfermedad y la muerte, pero en Doktor Faustus da un paso más y asocia lo artístico a lo demoníaco, hasta el punto que el protagonista, en un momento dado, ya no puede ni tan siquiera sentir nada por su sobrino. Se trata de la deshumanización extrema del artista y la consumación de ese antagonismo entre el yo y la sociedad que parecía superado en José y sus hermanos.
Usted plantea, a través de la figura de Aquiles, la necesidad de pasar del estadio estético al estadio ético. Por su parte, en José y sus hermanos, Thomas Mann parece conseguir una armonía entre ambos estadios.
En mi ensayo Aquiles en el gineceo, pongo mucho énfasis, un énfasis que quiere ser casi un grito al lector, en la cuestión de los dos estadios, el estético y el ético, que pinto con colores muy extremos y establezco una fuerte contraposición entre ellos para que resulte muy visible la diferencia entre ambos. Sin embargo, al proseguir con mis reflexiones, insisto en el hecho de que en el estadio ético sigue habiendo momentos estéticos, de lo contrario parecería que el estadio ético es la destrucción y la eliminación pura de la individualidad. De hecho, para mí la individualidad se define precisamente como la combinación de los dos estadios: en el estadio ético, en la madurez, a través de la doble especialización, la casa y el oficio, uno, que se había considerado fin a sí mismo, se pone al servicio de la casa y del oficio, pero al mismo tiempo no se acostumbra a llenar sólo una función social, sino que sigue teniendo consciencia de su propia dignidad incondicional e irrestricta. Por ello, podemos decir que todos nosotros somos únicos y prescindibles, y esta tensión nunca resuelta entre el momento estético y el ético nos constituye. En José y sus hermanos, uno tiene la sensación de estar frente a una auténtica novela de formación, aunque en época pre-subjetiva, lo interesante habría sido ver cómo hubiera sido unJosé y sus hermanos ambientado en la Alemania de los años ‘30 y no en el refugio del mito, que es donde se ampara Mann.
Uno de los temas principales de su reflexión es la necesidad de asumir la propia mortalidad y, consecuentemente, asumir los límites de la libertad.
El individuo tiene límites y los sufre, lo que sucede es que dos siglos de liberación han producido un enorme desprestigio, e incluso incomprensión, de la verdadera función cívica de los límites. A pesar de lo que comento, personalmente aplaudo este proceso, porque era absolutamente necesario una liberación de esas opresiones tradicionales, una liberación a la que contribuyeron la filosofía de la sospecha, la ética de la transgresión y las vanguardias artísticas, considerando las tres como instrumentos que nos enseñaron a enamorarnos de la libertad y, por consiguiente, a criticar todo aquello que oprimía nuestra libertad. Sin embargo, llegados a este punto, todos los límites están desprestigiados y no comprendemos la función cívica y en la constitución del individuo: mi tesis no es sólo que los límites sean necesarios para una praxis de la convivencia, sino que también los límites nos constituyen como individuos. Asimismo los límites nos constituyen como mortal y como individual, por consiguiente los límites no son sólo límites externos que debiéramos respetar por cuestiones pragmáticas de convivencia, sino que son inherentes al estadio ético puesto que te constituyen como mortalidad y como individualidad.
La aceptación de la mortalidad es la aceptación de que somos únicos y a la vez somos remplazables. Asimismo, como ya sostenía Heidegger al definir el ser como un ser-para-la-muerte, esta aceptación es también aceptar la imposibilidad de una completud.
Yo me separo expresamente de Heidegger porque para mí Heidegger asocia la mortalidad a lo que yo podría llamar el estadio estético previo a la integración en la polis. Y me parece extraño porque Heidegger, que tiene deudas del romanticismo, considera que el individuo se constituye al margen de los otros, de la sociedad. Mi tesis, en cambio, es exactamente la contraria: al margen de la sociedad eres como Aquiles en el gineceo, puedes llegar a ser eterno, pero no tienes ni nombre, ni identidad, ni individualidad, ni ejemplaridad. Es en el proceso de socialización en el que paradójicamente se encuentra la forma de la propia individualidad, de manera que la polis no es, como diría Heidegger, el lugar de la caída, de la falsedad, es el lugar donde te constituyes como individuo. Además, Heidegger insiste mucho en la muerte y yo prefiero insistir en la mortalidad, porque la muerte es un hecho físico, mientras que la mortalidad es la consciencia de tu propia condición.
Resulta curioso como la filosofía parece haberse resistido a la reflexión acerca de la necesidad del otro, mientras que desde otras disciplinas, como psicoanálisis, la idea del otro es imprescindible en la definición de sujeto.
Es una consecuencia previsible si sigues dentro del paradigma del universal abstracto del lenguaje; estamos dentro del mundo de la interpretación y la hermenéutica, y para la hermenéutica el yo concreto no cuenta. Con todo ello, ha habido una parte de la ética, empezando por Max Scheler o Levinas que han reflexionado sobre el otro que nos constituye: Levinas lo ha hecho en el ámbito hermenéutico, en diálogo con Heidegger, pero incorporando la espiritualidad judía, puesto que la tradición judía sí que ha tenido la referencia del otro. Pensemos en Martin Buber que ha desarrollado una filosofía del otro que ha influido en otro judío, como es Levinas; en esta otra tradición, alejada de la hermenéutica, que es la predominante en Occidente, ha sido muy frecuente la reflexión acerca del otro.
Uno de los conceptos más relevantes de su propuesta es el de ejemplaridad, que puede definirse como un abstracto que remite a lo concreto.
Como tú dices, a penas alguien se asoma a mis libros, verá una exposición abstracta, genérica y decididamente filosófica. Seguramente alguien puede pensar que en Ejemplaridad pública voy a hablar de Gandhi, de Obama o de Madre Teresa, pero no es así: como alguien me dijo en una ocasión, “hablas de ejemplaridad sin ejemplos”, pero de esto se trata, pues mi intención era la de hacer una propuesta filosófica.
Pero como concepto ha tenido una enorme difusión.
Esa es otra cosa distinta, y que además me divierte como espectador, observar qué ocurre cuando conceptos abstractos de la filosofía se filtran en esa agitación permanente que es la política, la actualidad e incluso la actualidad cultural. Normalmente ocurre que alguien en sus libros menciona una idea y luego, veinte o treinta años después, se produce una aceptación de esa idea y, puede que también, una corrupción o una vulgarización de esa misma idea.
En este caso el proceso de aceptación de ejemplaridad ha sido muy rápido.
En efecto, y me ha interesado tratar de averiguar el porqué. Muchas veces veo que la idea de ejemplaridad tiene un uso social, político, periodístico moralizante que no pertenece a la idea que yo he expuesto en mi ensayo; a esto se suma, aunque yo siempre me resisto, que emita certificados de ejemplaridad o no ejemplaridad de políticos, empresarios…. Pero siempre he rehuido de esto.
¿Y cuáles son, según usted, las razones de esta rápida aceptación?
En un artículo titulado “Las razones de la ejemplaridad” explico las razones de la divulgación del concepto; en concreto, señalo dos factores como los verdaderos responsables de ello: en primer lugar, el haber comprendido que el estado de derecho clásico, según el cual cumplir la ley es condición única y suficiente para una sociedad justa, no es cierto, puesto que cumplir la ley no es suficiente para una sociedad civilizada y bien organizada, se necesita un plus extra-jurídico que puede estar bien compendiado con cierta ejemplaridad. En segundo lugar, la superación de la diferencia entre vida pública y vida privada en cuanto el concepto de ejemplaridad integra todos los elementos de la vida.
El concepto de ejemplaridad, entonces, incluye también la vida privada.
Hemos comprendido que la diferencia entre vida pública y vida privada es perfecta desde el punto de vista jurídico, nadie tiene derecho, ni los medios de comunicación, a entrar sin mi permiso ni mi consentimiento en mi vida privada, pero desde un punto de vista ético es un disparate el pensar que el cumplimiento de las normas exteriores que regulan mi libertad exterior es suficiente o el castigo por su incumplimiento es suficiente y que cada uno puede hacer con su corazón, con su vida y con sus sentimientos lo que quiera. Puede hacer con sus sentimientos lo que quiera desde un punto de vista jurídico, desde un punto de vista ético no, porque para tu propia conciencia no es indiferente el tipo de vida que lleves y para la sociedad tampoco lo es. Este disparate se visualiza muy bien cuando comprendes que no hay éticas privadas prescriptivas, hay éticas públicas: la ética de Rawls o la ética de Habermas, pero para el ámbito privado, no hay más ética que la ética de la autenticidad, es decir, “sé tú mismo”, “realízate”.
Los conceptos de conciencia, de ética y, sobre todo, de ideal parecen haber sido sustituidos por el relativismo postmoderno, en concreto desde que Lyotard decretara la muerte de los grandes relatos y, por tanto, del ideal.
Indudablemente es un factor que hay que tener en cuenta, sin embargo, hay que tener en cuenta otros elementos. A mí me gusta atribuir a cada periodo histórico su verdad intrínseca y precisamente por ello todo el desarrollo de Ejemplaridad pública está precedido por una asunción positiva del nihilismo, porque el nihilismo tiene algo de limpieza general. Occidente es la única cultura que ha desarrollado sobre sus propios argumentos una voz crítica feroz y esta capacidad de autocrítica nos hace, creo yo, superiores con respecto a otras culturas. El nihilismo es coger toda tu tradición y preguntarse si todo lo que nos constituye tiene un fundamento falso, si todo no es más que opresión, voluntad de poder, represión… Lo que viene después del nihilismo es el resultado de una inmensa refutación de nuestra propia tradición. A esto se suma que yo no reniego del relativismo, al contrario, creo que es bello un cierto relativismo porque en la medida en que las verdades son relativas son susceptibles de crítica.
En este sentido, se trata de la necesaria crítica inherente a los propios conceptos.
Tenemos que aceptar un cierto relativismo que es muy civilizador. Cuando Lyotard habla del fin de los grandes relatos en 1978, era el resultado de esos resabios de ese nihilismo llevado a la teoría de la cultura que tenían fuerza y que nos sirvieron probablemente para desprendernos de los últimos residuos. Una vez que hemos logrado esto, no podernos permanecer en el mismo sitio: tras la pars destruens debe llegar la pars construens, se trata de construir sobre las bases movedizas del relativismo y tentándonos mucho la ropa.
Me gustaría concluir con el concepto de vulgaridad, que usted aborda en paralelo al deejemplaridad y que define como “la hija –fea pero hija- del beso de dos fuentes absolutamente positivas: la libertad y la igualdad”.
A veces mis escritos esconden un muy soterrado sentido del humor, una especie de ironía, porque pretenden llamar la atención o desconcertar a ciertas mentalidades demasiado bien pensantes. Un hilo conductor, un convicción, que une a los cuatro libros es la de la igualdad ontológica: en Necesario, pero imposible hay un capítulo programático titulado “Todo el mundo”: el título hace referencia a que quiero ofrecer una imagen del mundo en la que están involucradas todas las personas. En todos mis textos me distancio mucho de la concepción aristocrática de la individualidad, de la individualidad como excentricidad, así pensada por Stuart Mill: me distancio de esa concepción de que ser individuo es ser diferente puesto que ser diferente me constituye cono individualidad.
Es precisamente este sentido de individualidad excéntrica la que lleva a la condena de la vulgaridad como propio de la “masa”.
En un artículo publicado en Babelia, que titulé irónicamente Tú eres muy especial, comentaba como esta concepción de la excentricidad romántica ha desembocado en Disney Channel, donde dos adolescentes, saliendo del instituto, se dicen el uno al otro cuán especial son. Esta insistencia de la excentricidad y de la especialidad como algo positivo habría escandalizado a cualquier individuo de la época pre-moderna, cuando lo especial era lo monstruoso; ahora, sin embargo, ser especial es algo positivo. Toda esta visión de la especialidad romántica está animada por un cierto aristocratismo, según el cual no todo el mundo puede ser especial, solo algunas minorías lo pueden ser y el resto, que no es minoría, se constituye en esta palabra que yo aborrezco tanto que es la masa. Según esta mentalidad, habría una minoría rectora compuesta por ciudadanos superiores y excéntricos y una gran masa que no tendría más obligación, en palabras de Ortega, que la docilidad. No se exige, por tanto, a estos individuos que compondrían la masa que sean exigentes, críticos, sino que sean solamente dóciles.
En La rebelión de las masas Ortega sostenía que el hombre masa no sabe ni tan siquiera lo que quiere.
Ellos hablan de masa y de masa vulgar. Ante esto yo les digo: vosotros los aristócratas, los que pensáis que estáis por encima, y que os autoconstituís en minoría, os habéis puesto a espaldas de la historia, incluso del progreso moral y filosófico. Yo sustituyo la idea de excentricidad con la idea del común vivir y perecer, todos somos mortales y frente esta experiencia absolutamente universal, esa supuesta excentricidad es solamente decorativa, pues lo realmente importante es que tanto Alejandro Magno como el homeless de la calle viven y envejecen, tienen la misma experiencia fundamental que les constituye en individualidad en las mismas condiciones. Esto hace que entre ambos haya algo en común y, por tanto, hace posible que la ejemplaridad y la imitación sean posibles.
Anna Maria Iglesia, Gomá: "La presencia del ideal permite desarrollar la crítica" (entrevista), Revista de Letras, 22/09/2014