by Eduardo Estrada |
Me entero por el excelente y documentado reportaje de Juan Antonio Aunión en este periódico (El saber ya no cabe en el campus, 29-12-2014) de que la Universidad ha perdido el monopolio del conocimiento. Mi primera sensación es de alivio: de haber sabido que existía tal monopolio, me habría puesto muy nervioso ir a trabajar cada día a mi Facultad y que, con lo despistado que soy, pudiera haber puesto en peligro un material a primera vista tan valioso como “el conocimiento” y del que al parecer mis colegas y yo teníamos la exclusiva. Sigo leyendo: algunos expertos afirman que, debido a la circulación de la información en la Red, las carreras universitarias se convertirán en algo innecesario.
Ahora ya no siento solamente alivio, sino franca satisfacción: por fin se van a enterar mis colegas de Matemáticas, de Físicas y de Económicas de cómo se siente uno cuando le dicen a todas horas que lo que estudia o lo que enseña es completamente inútil. La información continúa como era previsible: van a proliferar los títulos online(puesto que ya se ha descubierto que son inútiles, ¿por qué sufrir durante años para obtenerlos? Mejor descargárnoslos desde nuestro ordenador portátil, como hacemos con las canciones de Beyoncé); la razón es aplastante: no es que los títulos online sean más útiles que los presenciales, pero por lo menos son más baratos. Me froto las manos: se acabó dar clase en esas aulas desangeladas, glaciales en invierno y asfixiantes en verano, se acabaron los madrugones y los malos ratos intentando que funcione la manivela de la persiana. Y entonces llega la amarga (pero forzosa) conclusión: sobran universidades. Creo incluso que el periodista ha sido demasiado compasivo, pues en rigor debería haber escrito “sobran las universidades”. Vamos, que después de bajarme el sueldo, congelármelo, aumentarme la jornada, disminuirme las prestaciones sociales y racanearme la calefacción además me van a despedir. Ya me lo dijo Manolito (el de Mafalda) cuando empecé a comentar en voz alta mis primeras impresiones ante el artículo: “¡Si seréis bobos! Os habéis dejado quitar el monopolio, y ahora tendréis que competir por los garbanzos en el mercado, como todo quisque”.
Entonces me quedé un rato meditando (tal vez cabeceando, porque era la hora de la siesta) y preguntándome por qué no me había dado cuenta hasta ese momento de la feroz competencia que me amenazaba. Y llegué a dos conclusiones, que dejo aquí a modo de fruto prematuro al arbitrio del lector. La primera es que, en toda esta disputa, se habla simplemente de “conocimiento”, sin apellidos, calificativos ni especificaciones. Y claro está, me digo, que la Universidad nunca ha tenido la exclusiva de “el conocimiento” en general y que siempre hemos sabido que había ciertos conocimientos (como la información bursátil, la militar o la de las recalificaciones del suelo) que caían fuera del ámbito de la Universidad, a pesar de su manifiesta relevancia social, política y económica. El único monopolio cognitivo de la Universidad del que tengo conciencia es el que se refiere al conocimiento científico. ¿Hay que tomar en serio la idea de que esta exclusividad esté amenazada? ¿Van a contratar en la NASA a un físico que haya adquirido familiaridad con los átomos moviéndose mucho por Internet? ¿Van a poner a los enfermos de los hospitales en manos de los que hayan aprendido medicina en la web de Saber vivir? ¿Van a abrir las oposiciones a inspector de Hacienda a los hackers infobancarios? ¿Van a construir puentes levadizos consultando solamente a Google? No creo, en verdad, que nada de esto vaya a suceder de aquí a mañana pero, en el caso de que sucediera, por lo último que habría que preocuparse sería por la supervivencia de las universidades, puesto que estarían mucho más amenazados nuestros impuestos, nuestra salud y nuestro planeta. Sin embargo, el hecho mismo de que en el discurso contemporáneo circule de manera tan significativa y generalizada el sustantivo “conocimiento”, sin precisión alguna, es un importante indicador de la progresiva descualificación de los conocimientos que afecta a nuestra cultura actual, y que va poco a poco contaminando a los sistemas educativos y destruyendo sus arquitecturas y sus prioridades, empezando por los niveles más bajos de enseñanza y por los saberes considerados como “más blandos”. Y esta “flexibilización” del conocimiento tiene mucho que ver con los sistemas cibernéticos de circulación de la información y con la afinidad de esta última con el dinero, especialmente con el dinero “virtual”.
La segunda conclusión es que, por este camino, lo que parece ponerse en cuestión es que haya que ir a la Universidad para poder ganarse bien (e incluso muy bien) la vida, aunque lamentablemente no haya más remedio que hacerlo para aprender Física, Medicina o Lingüística. Serán otros quienes se rasguen las vestiduras por este concepto, puesto que yo, desde el negociado de la Facultad de Filosofía, lo que encuentro obsceno y hasta ridículo es que la gente acuda a la Universidad con la exclusiva pretensión de ganarse bien la vida. Esto último ha dependido siempre de las condiciones del mercado laboral, que creo que ya habrán oído ustedes bastantes veces que son muy fluidas y cambiantes, y siempre lo han sido. Que la Universidad otorgue capacitación profesional en los ámbitos de competencia científica es justo y necesario. Que, además, tenga que garantizar a sus egresados un puesto de alta dirección política o empresarial es más bien cosa de otros tiempos, cuando los estudios superiores estaban reservados a la clase pudiente, o quizá de las escuelas de negocios, sobre todo si son muy costosas. ¿Y entonces a qué se va a la Universidad? Ya sé que hay muchos a quienes esto les parecerá muy poco, pero lo cierto es que se debería ir a aprender, a enseñar, a estudiar y a investigar. ¿Y todo eso (aprender, enseñar, estudiar, investigar) para qué? El que necesite una respuesta a esta pregunta (o sea, aquel a quien estas cosas no le parezcan una finalidad lo suficientemente digna), en efecto, debería conformarse con la información que circula en la Red o, como mucho, con un título online.
José Luis Pardo, Adiós a las aulas, Babelia. El País, 14/02/2015