by Manel Fondevila |
Acaba de morir mi ser más querido. La causa ha sido un melanoma o tumor negro. Se trata de un cáncer extremadamente agresivo y que sortea cualquier defensa. Una vez que la metástasis se ha extendido es casi imposible hacerle frente. Recientemente, la inmunoterapia se ha convertido en el mejor recurso contra esa guadaña tumoral. Los anticuerpos monoclonales han comenzado a cumplir dicha cura y en muchos casos con considerable eficacia. Para ello se ha tenido que descubrir la estrategia adecuada.
El sistema inmunitario, expuesto con brevedad y sin las precisiones del especialista, se compone de dos mecanismos. Uno activa la respuesta al ataque del tumor. El otro inhibe tal respuesta puesto que activación y control han de llegar a un punto de equilibrio. La astucia del tumor consiste en hacer prevalecer la inhibición y escapar, así, al sistema inmunitario. Y la astucia de la investigación biomédica radica en fabricar fármacos que bloqueen las señales inhibitorias en las que se apoya el cáncer y restablecer el equilibrio de forma que el melanoma sea derrotado.
En algunas personas está funcionando esta nueva terapia. En la persona querida no ha funcionado. Entonces el tumor se desborda. Y ante la inutilidad del medicamento ingresó en la Unidad de Cuidados Paliativos del Hospital Universitario de La Paz. Tengo que decir que el trato profesional y humanitario de todo el personal sanitario fue excelente. Quede constancia aquí de la gratitud a tales profesionales. Los paliativos cubren un campo que en modo alguno minimizaría. Por eso serán bienvenidos más y mejores servicios paliativos.
Lo que sucede es que si bien puede ser una solución para algunos no son la solución para otros muchos. Y es que el hueco o boquete que se abre entre el momento en el que la medicina se muestra impotente para prolongar una vida razonablemente digna y el fallecimiento del paciente se incrustan las opciones libres de los individuos en su relación con la muerte.
Es verdad que en el hueco o boquete citado se dispone hoy y en nuestro entorno de medios que mitigan o anulan, si tomamos un tono optimista, el dolor. Pero no el sufrimiento. Desconocemos los grados de conciencia de un moribundo y, así, la tortura que podría causarle verse aproximarse a un inevitable final. Por otro lado, un enfermo despidiéndose de sus seres queridos puede llegar a parecerse, contra tanta falsa evidencia, a un reo expresando su última voluntad. A algunos les sonará entrañable. Otros sospechamos que es un sufrimiento añadido al físico que, por atenuado que sea, es difícil que desaparezca del todo. Y esto nos da pie a introducirnos una vez más en esa palabra, aún rodeada por un halo de tabú, y que no es otra sino la eutanasia.
No es cuestión de trivializar o dogmatizar sobre lo que se sitúa en esa parte de la vida que es la muerte. Ni de minimizar los avances que se han hecho en Francia, y más aún en Canadá al colocar la sedación en la voluntad del paciente y no en las pautas o protocolos médicos, siempre timoratos. Son pasos, sin duda, importantes aunque insuficientes y que no tocan el núcleo de lo que es el querer de los individuos cuando desean que su vida finalice. Necesitamos despertar y no permanecer dormidos ante la inercia de la tradición, los prejuicios de algunas religiones, la simple indiferencia o el temor a la espada del Código Penal.
No repetiré los bien conocidos argumentos a favor de la eutanasia basados en la incuestionable libertad de las personas o en la perversidad de prolongar un sufrimiento inútil. Solo recordaré que si a nadie se le puede prohibir que se suicide, por mucho que se le pueda aconsejar lo contrario, en buena lógica tampoco se puede castigar a quien, especialmente en aquellos casos en donde hay solo vida biológica y no biográfica, ayude al que decide, libremente, desaparecer. Por otro lado, habría que desterrar la inveterada manía de arreglar y controlar la existencia de los otros. Dejemos que cada uno resuelva, a su manera, el modo de existir elegido y, en consecuencia, de rematar, dentro de sus posibilidades, dicha existencia.
Dos palabras, finalmente, sobre esa sombra que nos persigue desde que nacemos y que es la muerte. Todas las culturas se las han ingeniado para hacer más digerible el hecho ineludible de la cesación total y que acompaña a los humanos. Como los individuos nos insertamos en las distintas culturas, unos la viven como fervorosos creyentes, otros con impostado o real estoicismo y otros como Dios o el Diablo les dé a entender. Todos, en cualquier caso, se ven obligados a atravesar el río helado del trauma mortal. Si la ingeniería genética alargará indefinidamente la vida está por ver. Nosotros, desde luego, no lo veremos. Desde el poema sumerio de Gilgamesh nos seguimos preguntando por qué tiene que morir el humano. Desde un punto de vista genético la respuesta es relativamente fácil.
Somos seres pluricelulares con una limitada división celular. Lo que ocurre es que podemos levantarnos sobre nuestros genes y mirar el horizonte. Y ahí la muerte se muestra como una traición a la vida. Algunos dicen contemplarla como algo natural y se encogen de hombros. Pienso que valoran tanto la naturaleza que la convierten, en la línea de Spinoza, casi en sobrenatural. Jesús Mosterín, un amigo, y yo somos de Bilbao y, por tanto, paisanos de Unamuno. Él dice no temer a la muerte. Yo estoy con don Miguel y confieso mi miedo a morirme y, cómo no, a que mueran los que amo. E incluso a que mueran los que no he conocido ni conoceré. No iré de llorón como Job, ni jugaré el juego de la rebelión al modo de Drácula o preferiré el infierno a la obediencia siguiendo a Satán. Solo pido que no nos agudicen la tortura cuando ésta es su antesala y que respeten mi modo de vivir y morir como yo respeto el de los que no opinan como yo. Por lo demás, siempre nos queda el consuelo del poeta. Y es que la belleza pervive en el recuerdo.
Javier Sádaba, Recuerdo vivo, El País, 23/04/2015