Esta semana se me cruzan dos lecturas muy diferentes que convergen en suscitarme de nuevo algunas cavilaciones sobre el carácter narrativo del yo. La primera ha sido un trabajo fin de máster muy ilustrativo sobre la primera temporada de la serie
True Detective y la segunda un artículo con el que coincido completamente de
Gianluca Consoli en el Journal of Consciousness Studies sobre "Auto-invención, narrativa y arte".
En
True Detective Nic Pizzolato aprovecha y recicla dos tradiciones literarias muy estadounidenses. Las dos tienen su punto de comienzo en Edgar Allan Poe: la primera es el horror de origen incierto que cala en las profundidades de nuestro origen antropológico, que en TD aparece en las referencias a Carcosa, un lugar de confusión y terror que aparece en el cuento de Ambrose Bierce "Un habitante de Carcosa" y que se extiende por toda la Pulp Fiction y en especial influye en Robert V, Chambers, (
El rey de amarillo). El aire de misterio, la atmósfera de confusión y terror, son recreadas por Pizzolato mediante el recurso a ciertas construcciones cuasi-arbóreas que inspiran tanto temor como repugnancia. La otra tradición es la del detective norteamericano: un ser que descubre que las apariencias engañan, las del yo y las del nosotros, que por debajo sólo hay violencia y corrupción. Un ser que, buscando en la basura, se encuentra siempre con su propia desolación.
Por su parte,
Consoli defiende la tesis de que el yo narrativo tiene un origen evolutivo que se articula sobre dos columnas: el lenguaje, sin el que no existiría tal yo narrativo, cuya aparición rediseña profundamente el cerebro humano y, sobre todo, la apoyatura en lo simbólico y lo artístico, sin la cual no se habría desarrollado el lenguaje. Coincide con todas aquellas nuevas líneas paleontológicas que sitúan la emergencia del arte como uno de los principales vectores de la evolución que daría origen a los sapiens.
Quienes se oponen a la idea de que nuestra identidad sea básicamente narrativa piensan sobre todo en que son la conciencia informacional y el pensamiento conceptual los que nos hacen sentirnos separados del mundo y en una segunda naturaleza. Pero no reparan en que el pensamiento conceptual es un producto muy tardío del lenguaje, de hecho un producto más de la escritura que de la oralidad. Es un rediseño cultural recién llegado a la naturaleza humana. Las bandas humanas anteriores se constituyen como sociedades a través de convenciones y normas que nacen de la capacidad cultural narrativa. Son los relatos los que forman y conforman las sociedades pre-históricas (antes de la historia escrita).
El yo narrativo alude a la necesidad de localización en el espacio y el tiempo. Es una manera de responder a la pregunta de quién soy mediante un punto en un espacio de trayectorias espacio-temporales. Sin responder a esa pregunta son imposibles los planes, los compromisos, los lazos estables que llamamos sociedad. Sólo los académicos atomistas e individualistas anglosajones, cuya única respuesta a esa pregunta siempre es el índice de impacto de sus publicaciones pueden poner en cuestión la angustiosa necesidad de la auto-localización en un universo de historias. La necesidad de ser detectives de sí mismos.
Pero, ¿de dónde llegaron las historias? ¿cómo fueron posibles antes de los lenguajes articulados completamente humanos? Es aquí donde aparece esta forma simbólica que ahora llamamos arte, pero que fue un modo de artesanía emocional que hunde sus orígenes en las especies que nos precedieron. El arte es sobre todo un modo material de producir y modular las emociones: las propias, del artista, y las del espectador o receptor. Se modulan convirtiéndose en articulaciones de las que nacen las historias. El arte crea los dioses y con ellos el miedo, la piedad, la plegaria. Es una técnica material: hacer cosas que hagan cosas con la mente de los otros. Configuraciones de cosas, de espacios, de imágenes, que producen pasiones. Sin el arte no habrían sido posibles los totems, y sin ellos tampoco los mitos que sostienen las reglas básicas de los humanos, los sistemas de parentesco, de alimentación, sus espacios de identidad.
En el origen de la identidad narrativa estaba esta forma de socialidad que fue la técnica, convertida pronto, muy pronto, en técnica del yo a través del control del miedo y la esperanza. Llamamos religión a esa forma tardía de control estético que está llena de relatos, de instituciones de poder y de normas de pureza. Pero fue un producto muy tardío del control cultural de las pasiones. Llegó tarde, cuando ya estaban creadas las identidades narrativas. Pues la religión es también (y sobre todo) un producto de la técnica. Como el yo. Como el nosotros.
En el principio estaba el miedo a caer en Carcosa, un lugar de indefinición espacio-temporal donde las historias no tienen estabilidad y los yoes se disuelven en la niebla del poder y del terror. Nació la técnica para conjurar esos temores y crear caminos narrativos de salida.
Fernando Broncano,
La fábrica del yo narrativo, El laberinto de la identidad 27/09/2015