Juani es una maestra de un colegio público. Activa en todas las acciones de defensa del sistema público se descubre superada por la situación: directores, inspectores y una administración cada vez más autoritaria que se apoya en los profesores interinos aterrorizados por la pérdida de su puesto de trabajo. Está en tratamiento psicológico desde hace un año y ya sólo cuenta los días que quedan para su jubilación.
Fátima acabó su MIR en medicina familiar y comenzó una larga cadena de trabajos temporales en la sala de urgencias de hospitales de otra comunidad autónoma, en una lengua que no entiende. Pasa días y noches abriendo la puerta de su sala de consulta para tranquilizar a pacientes y familiares que llevan esperando horas para ser atendidos. En los breves momentos en los que la puerta cerrada no acoge a un paciente le amenazan lágrimas de desesperación. Ha perdido el hilo de sus amigos en la ciudad en que estudió y su vida es una secuencia de estresantes jornadas y meses en paro en los que vive de los ahorros en una ciudad extraña que no le acoge.
Asistí a un reciente debate en el que dos jóvenes inteligentes escritores (también críticos y responsables de decisiones editoriales) razonaban sobre la dificultad de encontrar un modo de literatura política y popular que no se rindiese a lo que denominaban la moda de la escritura política o la novela de tesis. La gran literatura, sostenían, siempre es política sin que la política entre en el discurso. La gran literatura deja entrever las fracturas sociales sin hacer didáctica. Todo eso pertenece a un pasado que no debería volver.
Yo, la verdad, no estaba del todo de acuerdo con lo que estaba oyendo pero entendía lo que querían decir. Una novela, como una obra de filosofía, debe hacer presente una experiencia histórica y acaso hacerla comprensible sin ceder a la tentación de ocupar la voz de aquellos que no la tienen. O debe tal vez mostrar los dilemas de la subjetividad de un momento sin resbalar hacia una transparencia tramposa que despeje artificialmente la niebla que oculta la verdad personal o social. Pero al mismo tiempo ni el pensamiento ni la literatura (o, mejor, ni la literatura ni el pensamiento) pueden legítimamente renunciar a esa labor que el analista realiza en su consulta: la de hacer posible la comunicación de una experiencia de fractura.
No sabemos cuánta verdad personal hay en la Carta al Padre de Kafka, ni tal vez importe mucho, pero la experiencia que hace presente, la de un padre dominante, que desquicia la puerta por la que el hijo se asoma a la vida social (cultural, literaria) de su tiempo, es un descubrimiento de no menor importancia que cualquier otro descubrimiento científico. La carta de Kafka es política en el mejor sentido de la palabra política: hace voz un daño que no es privado sino que corresponde a una fractura social, cultural, que se da en la familia pero también en una sociedad donde la religión o la cultura, o el lenguaje apantallan todo impulso creativo. No sabemos cuánta precisión sociológica incluye La educación sentimental de Flaubert, pero nadie puede dudar de que transmite el desastre afectivo de la burguesía francesa, más o menos radical pero compartiendo la misma incapacidad de hacerse cargo de la existencia propia. También es una novela paradigmáticamente política.
La comunicación de la experiencia histórica, esa forma de estar en el mundo que tiene la especie humana, una especie capaz de experiencias que son algo más que meros asaltos causales del mundo, es difícil. No basta ser un "buen escritor" o un pensador dotado técnicamente. La capacidad para "comunicar", articular, poner en contacto lo que le ocurre al yo privado y al yo generalizado que habita un espacio y tiempo exige una atención que no es diferente de la persona que se distancia de su momento y experimenta en su carne el discurrir histórico.
Cuando Simone Weil decide ir a una fábrica para entender en qué consiste la experiencia obrera, el estar diez horas de pie en un tren de montaje, pedir permiso para ir al baño, aguantar el dolor de piernas, el paso interminable de las horas, y después escribe en sus diarios textos que comentan a Platón articula experiencias heterogéneas, distantes, inverosímiles. Weil es una de las heroínas epistémicas que hizo visible la comunidad de la alta cultura y la experiencia cotidiana. Su carácter político está precisamente en esta capacidad de articulación de lo diverso, en su extraordinaria habilidad para comunicar lo incomunicable, la alta cultura y la cultura popular.
Al final, sí, toda la gran literatura y la gran filosofía es política. Pero lo es en tanto que logre comunicar, articular, experiencias que permitan entender un momento preciso con un impulso generalizador. No importa que sea la historia de una obrera o el comentario de un texto de Homero. Quien renuncia a articular las diferencias, las tensiones: entre lo subjetivo y lo objetivo, entre el deseo y el miedo, entre la identidad y la diferencia, está haciendo de su trabajo una pura escalera que usa el lenguaje para conseguir poder en su campo de distinción o en su campo intelectual. Porque comunicar, articular, es un trabajo que implica algo más que el dominio de la técnica o la audacia formal: exige una forma de estar en la vida. Comunicar instancias fracturadas del yo no es más fácil ni más difícil que cooperar en la articulación de identidades, deseos, horizontes, tensos y complejos del contexto social. Articular exige atención, sensibilidad, una modo de estar en la política que tal vez sea lo contrario de lo que habitualmente se entiende por política.
Fernando Broncano, Articulación y experiencia, El laberinto de la identidad 08/11/2015