“El arte es superior a todo y un libro de poesía vale más que un ferrocarril”, escribió
Gustave Flaubert en alguna ocasión; en otra, sin embargo, propuso “fundir todas las estatuas y hacer con ellas monedas, vestirse con las telas de los cuadros, calentarse con los libros”.
No fue el único escritor que se enfrentó a la pregunta sobre si la vida vale más que la literatura.
Jack Kerouac afirmando que prefería viajar a escribir,
André Malraux anteponiendo la acción política a la literaria,
Theodor W. Adorno sosteniendo que no se podía escribir después de Auschwitz,
Rodolfo Walsh convenciéndose de que era el tiempo del periodismo y no el de la ficción ponen de manifiesto que los escritores dicen siempre preferir la vida pero se quedan (irremediablemente) con la literatura.
Algo nos obliga a escoger desde hace siglos entre ambas, y la antigüedad de esa exigencia es tan sorprendente como su aceptación, ya que literatura y vida (o experiencia) son una y la misma cosa: la escritura y la lectura son formas específicas de la experiencia; más aún, son un tipo de experiencia que, en tanto actividad principalmente individual (y si la literatura leída y escrita está a la altura), refuerza nuestra autonomía y nos reconcilia con nuestra propia soledad (en la que siempre se piensa mejor), que contribuye a la conformación de un juicio personal y a la práctica de poner en cuestión las ideas recibidas, que pone de manifiesto que no existe una sola vida ni una sola forma de hacer las cosas.
“Me parece haber aprendido en los libros todo lo que sé de la vida”, escribió
Jean-Paul Sartre en alguna ocasión. ¿Cómo interpretar estas palabras si no, precisamente, como la demostración de que dividir literatura y vida, y escoger entre ellas, es imposible?
Patricio Pron,
¿La literatura o la vida?, El País semanal 19/01/2016