A ello se debe que sea necesario insistir en ciertos imperativos metodológicos. Para comprender las obras filosóficas de la Antigüedad habrá que tomar en cuenta las condiciones particulares de la vida filosófica en esa época, y descubrir en ellas la intención de fondo del filósofo, que es, no la de desarrollar un discurso que tendría su fin en sí mismo, sino la de influir en las almas. En realidad, toda aserción deberá ser comprendida desde la perspectiva del efecto que aspira a producir en el alma del oyente o del lector. A veces se trata de convertir o de consolar o de sanar o de exhortar, pero se trata, siempre y sobre todo, no de comunicar un saber ya hecho, sino de formar, es decir de enseñar una habilidad, de desarrollar un habitus, una nueva capacidad de juzgar y de criticar, y de transformar, es decir, de modificar la manera de vivir y de ver el mundo. Ya no sorprenderá entonces encontrar por ejemplo en Platón, o en Aristóteles, o en Plotino, aporías en las que el pensamiento parece enclaustrarse, reanudaciones y repeticiones, aparentes incoherencias, si recordamos que están destinadas no a comunicar un saber, sino a formar y a poner a prueba.
La relación entre la obra y su destinatario tendrá una importancia capital. En efecto, el contenido de lo escrito estará en parte determinado por la necesidad de adaptarse a las capacidades espirituales de los destinatarios. Por otro lado, jamás habrá que olvidar situar las obras de los filósofos antiguos en la perspectiva de la vida de la escuela a la que pertenecen. Casi siempre están en relación directa o indirecta con la enseñanza. Por ejemplo, los tratados de Aristóteles son, en su mayor parte, preparaciones para la enseñanza oral; los tratados de Plotino, ecos de las dificultades planteadas durante los cursos. Por último, la mayor parte de las obras, filosóficas o no filosóficas, de la Antigüedad estaban en estrecha relación con la oralidad, ya que se las destinaba a ser leídas en voz alta, a menudo durante las sesiones de lectura pública. Este íntimo vínculo de lo escrito y de la palabra puede explicar ciertas particularidades desconcertantes de los escritos filosóficos.
Sin duda, el lector también deseará preguntarme si considero que hoy día la concepción antigua de la filosofía puede seguir teniendo vigencia. Considero ya haber contestado en parte esa pregunta, dejando entrever que muchos filósofos de la época moderna, de Montaignehasta nuestros días, no consideraron a la filosofía como un simple discurso teórico, sino como una práctica, una ascesis y una transformación de sí.
Esta concepción sigue pues siendo "actual" y siempre puede ser actualizada. Por mi parte, haría la pregunta de otra manera. ¿No sería urgente redescubrir la noción antigua del "filósofo", este filósofo que vive y que elige, sin el cual la noción de filosofía no tendría sentido? ¿No se podría definir al filósofo, no como profesor o escritor que desarrolla un discurso filosófico, sino, conforme a la representación que fue constante en la Antigüedad, como un hombre que lleva una vida filosófica? ¿No habría que revisar el empleo habitual de la palabra "filósofo", que suele aplicarse sólo al teórico, para concederla también a quien practica la filosofía, así como el cristiano puede ejercer el cristianismo sin ser teórico y teólogo? ¿Habrá que esperar que uno mismo haya elaborado un sistema filosófico para vivir filosóficamente? Lo que no quiere decir que no haya que reflexionar sobre la propia experiencia y sobre la de los filósofos anteriores o contemporáneos.
Pero, ¿qué es vivir como filósofo? ¿Qué es la práctica de la filosofía? En la presente obra quise mostrar, entre otras cosas, que la práctica filosófica era relativamente independiente del discurso filosófico. El mismo ejercicio espiritual puede ser justificado por discursos filosóficos muy diferentes, que se elaboran después para describir y justificar experiencias cuya densidad existencial se desvanece finalmente ante todo esfuerzo de teorización y de sistematización. Por ejemplo, los estoicos y los epicúreos invitaron a sus discípulos, por razones diversas casi opuestas, a vivir con la conciencia de la inminencia de la muerte y a concentrar su atención en el momento presente liberándose de la inquietud por el futuro y del peso del pasado. Pero quien practica este ejercicio de la concentración ve el universo con nuevos ojos, como si lo viera por primera y última vez: descubre, en el goce del presente, el misterio y el esplendor de la existencia, del surgimiento del mundo y, al mismo tiempo, logra la serenidad al darse cuenta de hasta qué punto es relativo todo aquello que provoca perturbación e inquietud. Asimismo, estoicos, epicúreos y platónicos invitan, por razones diferentes, a sus discípulos a elevarse a una perspectiva cósmica, a sumergirse en la inmensidad del espacio y del tiempo, y a transformar así su visión del mundo.
Vista de esta manera, la práctica de la filosofía va, pues, más allá de las oposiciones entre las filosofías particulares. Es esencialmente un esfuerzo de tomar conciencia de nosotros mismos, de nuestro estar-en-el-mundo, de nuestro estar-con el-otro, un esfuerzo también de "volver a aprender a ver el mundo", como decía Merleau-Ponty, para lograr asimismo una visión universal, merced a la cual podremos ponemos en el lugar de los demás y superar nuestra propia parcialidad. (…)
Pero, para practicar la filosofía, el filósofo de la Antigüedad mantenía relaciones más o menos estrechas con un grupo de filósofos, o, por lo menos, recibía de una tradición filosófica sus reglas de vida. Su cometido se veía facilitado, aun si vivir, en efecto, conforme a esas reglas de vida exigía un arduo esfuerzo. Ahora, ya no hay escuelas, ya no hay dogmas. El "filósofo" está solo. ¿Cómo encontrará su camino?
Lo encontrará como muchos otros lo hicieron antes que él, como Montaigne, o Goethe, o Nietzsche, quienes, a su vez, estuvieron solos, y que eligieron como modelos, según las circunstancias o sus profundas necesidades, los modos de vida de la filosofía antigua. (…)
En efecto, es una larga experiencia vivida durante siglos, y las largas discusiones en tomo a esas experiencias, lo que da su valor a los modelos antiguos. Utilizar en forma sucesiva o alternativa el modelo estoico y el modelo epicúreo será así pues, por ejemplo en Nietzsche, pero asimismo en Montaigne, en Goethe, en Kant, en Wittgenstein, en Jaspers, un medio para lograr cierto equilibrio en la vida. (…)
Se me preguntará ahora cómo se puede explicar que, a pesar de los siglos y de la evolución del mundo, estos modelos antiguos puedan seguir siendo reactualizados. Se debe ante todo, como lo decía Nietzsche, a que las escuelas antiguas son especies de laboratorios de experimentación, gracias a los cuales podemos comparar las consecuencias de los diferentes tipos de experiencia espiritual que proponen. Desde este punto de vista, la pluralidad de las escuelas antiguas es valiosa. De hecho, los modelos que nos proponen no pueden ser reactualizados más que a condición de reducirlos a su esencia, a su significado profundo, separándolos de sus elementos caducos, cosmológicos o míticos y poniendo en relieve las posiciones fundamentales que las propias escuelas consideraban esenciales. Podemos ahondar más. Pienso en efecto que estos modelos corresponden, como lo dije en otra parte, a actitudes permanentes y fundamentales que se imponen a todo ser humano, cuando persigue la sabiduría.
(295-301)
La edad media y los tiempos modernos.
Pierre Hadot, ¿Qué es la filosofía antigua?. Fondo de Cultura Económica, México 1998