La cuestión es la siguiente: ¿qué nos ocurre cuando razonamos aceptablemente bien sobre nuestros intereses, diagnosticamos con justeza la situación y, sin embargo, somos incapaces de ver las tramas reales de poder, las ocultas fronteras que cierran los accesos a una vida digna y los rostros de los que han quedado al otro lado?, ¿qué nos ocurre cuando nuestro juicio se ha atrofiado en un alcance miope y está enfermo para decidir sobre lo que nos concierne en el terreno de nuestra identidad práctica, moral y política?
Hanna Arendt se se hizo estas preguntas en lo que llamó los tiempos de oscuridad del siglo XX.
Años de educación en la ciudadanía, a través de los múltiples dispositivos del estado y medios de comunicación masiva, nos han conformado como ciudadanos razonablemente conscientes de los problemas sociales y razonablemente contenidos sobre lo que podemos pedir y obtener de la sociedad en la que vivimos. No es poco, pero cuando uno se distancia un tanto de la perspectiva parroquiana, por más que la disfracemos de republicana, de nuestro contexto cercano, la realidad de un mundo entrelazado interestatal, intercultura e inter-identitariamente, y la confronta con nuestras cortas capacidades de juicio y nuestra pobre condición de personas que deberían vivir y no solamente sobrevivir en el mundo que nos toca habitar, se nos hace explícito que esa educación, cuando menos, era miope y llena de punto ciegos a las demandas de esta realidad.
Cuando el viejo
Kant se preguntó cómo juzgar aquello que era esencialmente particular sin conceptos universales, acaso sin conceptos, escribió la
Crítica del Juicio, teniendo en mente en dos territorios donde sus críticas anteriores se mostraban impotentes para iluminar el problema: el reino de la vida y la esfera del "gusto" (una palabra un tanto demodé). Anticipaba los grandes cambios o revoluciones culturales que habrían de venir: el darwinismo y su idea de "adaptación" y lo que
Rancière ha denominado "la época estética del arte". Respecto a lo primero, se trataba de explicar qué hacemos al juzgar por qué una hormiga es una buena solución evolutiva, o por qué una bicicleta es una buena solución al problema del transporte. En cuanto a lo segundo, se trataba de responder a algo no menos problemático: por qué consideramos que algunas obras, acciones o reacciones son de buen o mal gusto cuando no tenemos normas universales para decidirlo.
Friedrich Shiller entendió pronto que la
Crítica del Juicio kantiana escondía un enorme potencial como proyecto cultural y político. En las
Cartas sobre la educación estética de la humanidad diseñó este proyecto al proponer la educación de la sensibilidad como el centro nuclear de la educación de un ciudadano que formaría parte de un "estado estético", de un estado, decía, en el que la vida y la forma, la sensibilidad y el concepto, se articulasen a través de un juego creativo. Las
Cartas son poco específicas respecto a los datos concretos de un programa político-educativo, aunque uno puede obtener ciertas pistas sobre lo que
Schiller tenía en mente: de un lado, la clase dirigente británica, a la que acusaba de indolente e insensible; de otro lado, los años más violentos de la revolución francesa (el había sido un entusiasta defensor de aquélla en sus primeros momentos), donde encontraba los peligros de una vida desbordada sin el control del entendimiento. En cualquier caso, lo que
Schiller había comprendido muy bien es que la educación de la sensibilidad es absolutamente central para la constitución de una sociedad bien ordenada. Sin ella el juicio teórico o práctico, político o moral, se vuelve ciego a lo que realmente ocurre.
El legado de
Schiller tuvo una historia complicada.
Walter Benjamin, como es bien sabido, definió el fascismo como la estetización de la política. Y en cierto modo el fascismo perseguía una suerte de estado estético. Pero esa deriva no fue la única en el programa de
Schiller: el post- romanticismo inglés más radical, el de
John Ruskin y
William Morris, recogió este legado y convirtió la lucha por la sensibilidad en proyecto político. Un siglo más tarde, en la postguerra de la segunda guerra mundial,
Raymond Williams y sus compañeros de la Nueva Izquierda,
Richard Hoggart,
E.P. Thompson (y más tarde
Stuart Hall), recogieron ese legado, que habían descubierto central en sus clases de educación de adultos, y crearon lo que hoy llamamos Estudios Culturales, orientados claramente a la lucha contrahegemónica a través de la educación de la sensibilidad, usando todo tipo de materiales de la cultura común, y en particular la literatura y el arte.
Mas recientemente, la escritora de la universidad de Columbia
Gayatri Spivak, que habita entre el sofisticado mundo de la crítica literaria y la cercanía a las experiencias didácticas en las escuelas más pobres de Nueva Dehli, ha retomado el programa de
Schiller en su libro
An Aesthetic Education in the Era of Globalization. Exactamente con el mismo propósito de
Schiller. Su tesis es que al otro, al otro radical, no podemos conocerle si no es a través de la imaginación y esa imaginación puede ser educada a través de la sensibilidad.
Durante los años de la ilustre transición española, especialmente en los años de aparente sobreabundancia en los que se gestó la crisis, muchos nos preguntábamos, "¿es que nadie ve lo que está ocurriendo?". Cuando la indignación popular llenó las plazas y calles nuestra clase dirigente se sorprendió de esa indignación y reaccióno con el desprecio a aquella visibilización: "perroflautas" fue el apelativo que ses extendió para calificar a los que ocuparon las calles. No les faltaba educación para la ciudadanía, les faltaba sensibilidad y por ello capacidad de juicio. Ahora nos está ocurriendo a todos los europeos algo similar con el fenómeno de la emigración, el más importante proceso histórico en el que vivimos y que no sabemos aún juzgar ni entender. Ojalá no tengamos que decir de nosotros mismos lo mismo que
Hanna Arendt sobre su pueblo alemán.
No escribo esto con el simple deseo de reivindicar un nicho académico para los estudios culturales (
Spivak tiene también un luminoso ensayo contra las disciplinas, que incluyen la propia suya de crítica literaria), sino para reivindicar la forma en la que estos estudios enfocan la educación de la sensibilidad: a través de un exquisito cuidado en el estudio de lo particular, de la complejidad de la vida, del oído a la lengua del otro. He acabado estos días de leer el libro de ensayos de
Belén Gopegui,
Rompiendo algo. En libros como éste, al igual que en los de
Rafael Chirbes Por cuenta propia y
El novelista perplejo, uno entiende por qué ciertas formas de leer están unidas a ciertas formas de escribir y ambas a ciertas formas de ver. En recientes declaraciones, el joven poeta y novelista
Carlos Pardo (alguien con quien coincido en muchas ideas, aunque no en la que sigue) se queja de que ahora lo político está de moda en la literatura. No es cierto, siempre estuvo de moda en la literatura, la cuestión es una cuestión de sensibilidad: qué palabras, qué personajes, qué actos representa la imaginación. A veces se piensa que representar las sutilezas de la subjetividad de un personaje no es una acción política, pero lo es. No se trata de contar "realistamente" estereotipos de ideas o ideologías, sino de hacer que la imaginación haga visible lo que no lo era. En la era estética del arte la sensibilidad siempre es política. Es una lección que uno puede aprender en escritoras como
Virginia Woolf o en escritores como
Samuel Beckett o
David Foster Wallace. Cuando uno piensa de este modo la literatura, descubre que leer se convierte en una indagación continua en los estratos de nuestra sensibilidad. Enseñar a leer es cada vez más una acción política necesaria para formar a quien habrá de ser ciudadano.
Pero eso lo saben mucho mejor que nosotros las clases dirigentes. La estigmatización de los estudios culturales y la eliminación de las humanidades indican que lo han entendido perfectamente.
Fernando Broncano,
La educación sentimental del ciudadano, El laberinto de la identidad 31/01/2016