El Roto |
Escribió Tocqueville: “¿No habría que considerar el desarrollo gradual de lasinstituciones y de las costumbres democráticas no como el mejor sino como el único medio que nos queda para ser libres?”.
La historia de España de los últimos 40 años responde con rara exactitud y en el orden establecido a esta pregunta sobre la libertad colectiva. A partir de 1975 tuvo lugar en nuestro país un primer momento fundacional, carismático en términos weberianos, de invención de nuevas instituciones, que salió asombrosamente bien; después, conforme al discurso natural de las cosas, se esperaba un segundo momento de consolidación social de dichas instituciones a través de lascostumbres democráticas, pero este otro proceso, tan delicado, propio de un estadio de madurez de un pueblo, no se ha consumado aún. Somos todavía una democracia sin mores y en esta carencia se halla, a mi juicio, la causa última de nuestro actual descontento.
Así como quien acerca demasiado la nariz a la obra maestra del gran pintor sólo es capaz de ver hilos y manchas de pintura sobre un lienzo, así también un análisis excesivamente circunscrito a aspectos parciales de nuestra Transición sólo conduce al previsible bizqueo del observador. En ambos casos conviene tomar distancia para contemplar el cuadro entero. En efecto, sólo una visión culta sobre el hecho, vale decir, una visión con amplia perspectiva histórica, hace justicia a la magnitud de lo acontecido aquí en los setenta. España tenía consigo misma una deuda muy antigua pendiente de cobro.
La llamada Reconquista durante la Edad Media y, durante la Moderna, la combinación del descubrimiento de América y el ideal anacrónico de un imperio político-religioso —una forma de intempestiva continuación de la Reconquista medieval— dieron como resultado una muy problemática entrada de España en la Edad Contemporánea, un país sin revolución liberal, ni revolución burguesa, ni revolución industrial, ni revolución obrera, o al menos interrumpidas, irregulares o fallidas, y un país además resistente a ese universo simbólico florecido en los vecinos países occidentales, compuesto de alfabetización, secularización, investigación, ciencia, filosofía y europeización, entre otros ingredientes. Las tres figuras arquetípicas de la modernidad —el burgués que crea una empresa con obreros y capital; el sujeto moralmente autónomo que elige su estilo de vida con arreglo a sus preferencias; y el ciudadano libre y con derechos, que confía en la deliberación racional de los asuntos relacionados con el bien común— durante centurias no acabaron de perfilarse en nuestro suelo.
Hasta justamente la Transición, que supone la definitiva mayoría de edad de España como país ilustrado y moderno y el protagonismo histórico, tardío pero esta vez feliz, de esas tres figuras arquetípicas. Formalmente, se produjo una Transición “de la ley a la ley”. Pero, atendiendo a su contenido, el paso de la dictadura a la democracia en España se parece, más que a una transición, a una fundación, porque funda un nuevo demos político, como cuando Rómulo tomó el arado y cavó el foso circular (pomerium) estableciendo los límites de la naciente Roma. Son nuestros años carismáticos por excelencia, aquellos en los que energías auráticas, vitales, emocionales y míticas súbitamente liberadas —en la descripción weberiana del carisma— se organizan en poder transformador, revolucionario. De un solo golpe se llevan a cabo simultáneamente todas las revoluciones pendientes en España, si bien no una revolución fratricida, como las europeas, de una parte de la sociedad en lucha sanguinaria con otra, sino una fraternal, de toda la sociedad conciliada consigo misma y en lucha con un pasado imperfecto, defectivo. A la luz de estas consideraciones, la idea de una segunda Transición es tan excéntrica como lo sería para un estadounidense la de una segunda Declaración de Independencia.
Conforme al esquema de Weber, tras el carisma de la Transición debería haber venido en España durante los 40 siguientes años la consolidación de sus instituciones a través de costumbres sociales (del demos a las mores). Las instituciones democráticas garantizan la libertad al ciudadano y al mismo tiempo esperan un determinado uso de ella. Un ejercicio racional y virtuoso de la libertad dignifica al ciudadano y favorece la convivencia. Lejos de agotarse en meros procedimientos, la democracia propone también un ideal material de ciudadanía.
Ideal de un ciudadano no sólo libre, sino también emancipado; uno que no sólo ajusta su libertad externa a la ley, sino que educa su corazón y lo civiliza allá donde la ley no alcanza. ¿Cómo obligar a alguien a ser virtuoso a la fuerza? Vano sería el intento de imponer este ideal por ley. “Leges sine moribus vanae”, dice el verso de Horacio. Se extiende, en consecuencia, no por la coacción de la ley sino por la persuasión de la costumbre, las buenas costumbres de un pueblo, auténtica fuente de moralidad social. Escribe Tocqueville: “Las leyes son siempre vacilantes en tanto no se apoyan en las costumbres; las costumbres forman el único poder resistente y duradero del pueblo”. No cualquier rutina merece el nombre de costumbre, sólo aquella dotada de normatividad moral, cuya violación es castigada sólo con el reproche colectivo, sin sanción jurídica. Llamamos buenas a aquellas costumbres que mueven blandamente al ciudadano, sin necesidad de coerción, en dirección a dicho ideal de libertad y le enseñan su ejercicio virtuoso. El resultado de su ampliación por medio de las mores sería algo así como la universalización de la decencia (ideal de una mayoría selecta).
España atraviesa ahora las dificultades propias de una democracia sin buenas costumbres. No pudo heredarlas de la dictadura y no ha sabido inventarlas en estos 40 años. Carecemos de un ideal cívico compartido, seductor y potente. Sentimos por todas partes la torpeza de las instituciones políticas que nos rigen y exigimos su reforma inmediata, pero con alta probabilidad esas mismas instituciones funcionarían pasablemente bien de estar administradas por ciudadanos competentes y con sentido del decoro. En el fondo, simplemente queremos administradores decorosos. ¿Y cómo conseguir este tesoro? Con el apremio irresistible de propio ejemplo cívico, generalizado a la sociedad entera gracias a las imitaciones colectivas de las costumbres. Nada más eficaz para exigir decencia que practicarla. Una sociedad comprometida con aquello mismo que reclama ejerce una presión muda sobre la selección de los administradores públicos y somete su gestión a la medida de una pauta moral —no escrita pero realísima— que éstos ya no pueden ignorar sin gravísimo y justificado reproche.
A lo mejor resulta que queremos reformar las instituciones para no reformarnos a nosotros mismos y así permanecer instalados en nuestra suave vulgaridad moral, libres y sin compromiso para siempre como en una juventud eterna. Comprometerse no menoscaba la libertad; al contrario, la perfecciona. Ojalá una España del futuro con buenas costumbres democráticas. Libre y con compromiso.
Javier Gomá Lanzón, Libre y con compromiso, El País 22/02/2016