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La revolución tecnológica en la que estamos embarcados apunta cambios a un ritmo vertiginoso. El empuje de la digitalización y la automatización están transformando y sobre todo transformarán el mercado laboral hasta cotas que ni tan siquiera muchos expertos reconocen poder atisbar. No es una exageración: en tan sólo una década se calcula que cuatro de cada diez puestos de trabajo mutarán o, simplemente, desaparecerán.
¿Antes de 40 o 50 años la inmensa mayoría de los trabajos serán susceptibles de ser asumidos por robots? Si la tecnología lo permite, ¿cuántos empleos quedarán finalmente afectados? Hasta los más fervientes defensores del potencial de las máquinas admiten limitaciones relacionadas con la creatividad y el desempeño de tareas de elevado contenido técnico, así como aquellas ocupaciones que requieren una fuerte dosis de inteligencia emocional y habilidades sociales. Sin duda, hay actividades con mejores perspectivas que otras: los analistas del Banco de Inglaterra han señalado, por ejemplo, a los ingenieros relacionados con las tecnologías de la información o a profesionales de la salud como los médicos y los dentistas entre las ocupaciones con probabilidades ínfimas de ser automatizadas (de apenas un 1% o un 2%). Aunque no hay que perder de vista que algunos gurús tecnológicos prevén la existencia de robots con inteligencia equiparable a la humana para dentro de par de décadas.
Aparte de la pertinente reflexión sobre hasta qué punto los robots irán teniendo peso en el mundo laboral –el economista jefe del Banco de Inglaterra, Andy Haldane, ha estimado que la automatización puede hacer desaparecer hasta 15 millones de puestos de trabajo sólo en el Reino Unido–, también hay que considerar si el modelo productivo será capaz de generar en paralelo nuevos ocupaciones que puedan atender la demanda de la mayoría de la población activa. Dando un paso más allá, se plantea otro interrogante: ¿habrá trabajadores capacitados para ocupar estos puestos?
Hace poco, en Madrid, Raymond Torres, director de investigación de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), se reconocía incapaz de contestar si, con el desarrollo tecnológico, aumentará o se reducirá en el futuro el número neto de puestos de trabajo. En todo caso, el organismo de la ONU constata en sus proyecciones el declive de determinados sectores como yacimientos de trabajo (humano). Así, remarcan que en ámbitos como el financiero o “buena parte de la industria” se mermará la capacidad de generar empleo. Al tiempo, subrayan la existencia de “un potencial de creación de puestos de trabajo en otros sectores como el ocio, la cultura o los servicios a las personas”.
Aunque para muchos resulta muy difícil evaluar hasta qué punto se cumplirán las previsiones sobre el impacto en el mercado laboral a medio y, sobre todo, a largo plazo, de lo que no cabe duda es que ya se están produciendo cambios profundos y se están dando con gran celeridad: según el Human Age Institute, en la actualidad, por cada puesto de trabajo tradicional que desaparece se crean al menos 2,6 oportunidades laborales relacionadas con un mundo digital (y es una ratio, aseguran, que no ha parado de crecer desde principios de la década).
Por otro lado, la perspectiva de enfrentarnos a cambios de calado, por ejemplo, en la relación entre el que contrata y el que ofrece su fuerza de trabajo reúne mayor consenso. Con toda probabilidad, gracias a la tecnología, que permite estar conectado desde diversos puntos del planeta pertrechados con un móvil o un portátil, se formarán equipos que únicamente han de funcionar hasta que finalice el proyecto en el que están embarcados.
La OIT no oculta su preocupación por algunos fenómenos que dan idea del progresivo incremento de la desregularización (o de la flexibilidad, según quien lo explique) en el mercado laboral en los países más avanzados y señala el peligro de abusos. Por ello, advierte: “Que cambie la economía no significa que todo vale; si la necesidad de una empresa es permanente, la vinculación ha de ser permanente”.
La protección de los trabajadores está, sin duda,amenazada si no se arbitran medidas de contención. Basta pensar en fenómenos como la extensión de los denominados contratos de cero horas –aplicados en países como Reino Unido o Países Bajos, aunque en este último con restricciones–. Gracias a este tipo de contratación, la empresa puede llamar al trabajador cuando lo necesita y en la medida que lo necesita, por lo que no está garantizado ni un salario mínimo ni una jornada laboral preestablecida. Como se ha de acudir cuando el empresario lo requiera, de facto el empleado está sujeto a un acuerdo de exclusividad. Los últimos datos disponibles indican que unos 700.500 trabajadores en Gran Bretaña tienen estos contratos, y la cifra sigue creciendo (un 19% en el último año).
El sociólogo Josep Espluga se muestra muy pesimista en las consecuencias de este más que previsible protagonismo decreciente de los asalariados, en la atomización de los vínculos entre empresas y trabajadores, en la pérdida de entidad de la negociación colectiva. De ahí que advierta que “el mundo laboral se va a enrarecer, los cortafuegos y las medidas de contrapeso al poder de las empresas que surgieron después de la Segunda Guerra Mundial comienzan a estar en crisis ¿Cómo exigir contratos decentes, jornadas decentes si eres autónomo o trabajas para un determinado proyecto?”.
Por otro lado, son numerosas las voces que consideran que el mercado laboral camina hacia una fuerte polarización, con una estructura diferente a la actual. “En lugar de un continuo de desempeños de muy básicos a muy cualificados, pasando por las cualificaciones medias, se va a producir una polarización: habrá puestos de trabajo con tareas muy básicas que ni siquiera merecerá que las hagan las máquinas y otros hipercualificados”, defiende José Antonio Herce, director asociado de Analistas Financieros Internacionales (AFI) y profesor de la Universidad Complutense.
Paradójicamente, se espera que muchos trabajos que a primera vista estarían más condenados a ser asumidos por las máquinas (de los más mecánicos y, en general, menos retribuidos) no se cubrirán con ellas porque sondemasiado caras… en comparación con un trabajador. Y, además, tardan en amortizarse (“la contratación de humanos es más flexible y barata”, resumía el Financial Times). En pocas palabras, para qué invertir en una máquina que haga el trabajo de cien trabajadores si resulta más barato contratar a ese centenar de trabajadores. A pesar de ello, otros economistas avisan de que el coste de las máquinas se va reduciendo y los más afectados pueden ser los peor remunerados.
Por lo pronto, está variando la composición del mercado en cuanto al nivel formativo. La Comisión Europea estima que entre el inicio y el final de esta década “la demanda de personal de alta cualificación aumentará en unos 16 millones de empleos, mientras que la demanda de trabajadores de baja cualificación se reducirá en unos 12 millones”. El porcentaje en la UE de empleos que requieren elevada formación pasará en estos diez años del 29% al 35%, mientras que los de bajo nivel descenderán del 20% al 15%.
La revolución digital demandará una capacitación y actualización de conocimientos y habilidades permanente, para la que el modelo educativo y de formación de los trabajadores conocido hasta ahora plantea serias dudas en cuanto a su capacidad de atender dichas demandas. Pero, curiosamente, áreas económicas como Europa o Norteamérica arrastran un déficit de profesionales de las áreas científica, técnica y de las ingenierías. Y a este desajuste irresoluble –de momento- se unirá la falta de talento por el progresivo envejecimiento de la población. En consecuencia, desde la parte del planeta más rica, se tendrá que potenciar la acogida de jóvenes de otras latitudes deseosos de tener un futuro mejor.
Alicia Rodríguez de Paz, El ocaso del asalariado, La Vanguardia 10/03/2016