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“Parresía” es un concepto que Foucault estudió al final de su vida. Es una palabra griega que puede traducirse por “hablar francamente” (etimológicamente significa “decirlo todo”). Muchas de sus conferencias y cursos, en aquel período, giraron en torno a este asunto. Estableció el uso que en los textos de la Antigüedad clásica se le había dado al término y para ello ofreció una lectura nueva y sorprendente de muchos de los autores de la filosofía griega.
Hay que tener en cuenta que los intereses de Foucault no nacían exclusivamente de un afán erudito. Cierto es que le gustaba bucear en los archivos, pero el empuje que le llevaba hacia unos documentos en concreto, tenía siempre su origen en la actualidad. Así que, aun cuando la parresía entroncaba directamente con su proyecto de desarrollar una historia de la verdad siguiendo la senda nietzscheana, emprendió esa vía a partir de 1981, y lo prosiguió hasta el momento de su muerte en 1984, coincidiendo con el ascenso al poder de Mitterand en Francia.
Teniendo en cuenta que su estudio de la parresía era intencional, la vinculación de la parresía a la vida política de la Grecia clásica le ofrecía a Foucault elementos de reflexión sobre la relación de la verdad y la política, que le sirvieron sin duda para cuestionar lo que sucedía en los años 80 en su país. Hoy en día, esos elementos están ahí a disposición de quien quiera de nuevo aplicarlos.
Filosóficamente hace aparecer un problema que nadie hasta ese momento había puesto de manifiesto. Toda la filosofía moderna se centra en el problema de la verdad en torno a qué enunciados son verdaderos, es decir, a establecer criterios de verdad que puedan ser aplicados a los conocimientos para distinguir lo verdadero de lo falso. Según esta concepción, la verdad es un atributo de los conocimientos o de los enunciados. Pero lo que pone de manifiesto la palabra parresía es que se puede enfocar el problema de la verdad desde un ángulo diferente, preguntándose cuándo la verdad es el atributo de un sujeto, cuándo un sujeto es verdadero, cuándo es capaz de verdad. Nuestra respuesta, después de Descartes, es que cualquiera que no está loco puede decir la verdad. Todo sujeto razonable puede razonar, y lo que dice puede ser verdadero o falso. Eso dice nuestro sentido común, por lo que Foucault nos tiene que forzar a ver las cosas de otra manera, a la manera griega.
Sócrates piensa que en una democracia, todo político tiene que hablar y tratar de persuadir a quienes lo escuchan. Pero hablar bien, ser un buen orador, no es decir la verdad: un político podía, gracias a los procedimientos retóricos que en Atenas se enseñaban como una técnica, ser convincente. Por eso, dice Foucault, Sócrates se plantea el problema político de quién dice la verdad. Es una necesidad saber analizar al orador para descubrir si es puro retórico o un parresiasta (un sujeto verdadero), y así no dejarse convencer por las palabras del retórico.
El problema de quién es parresiasta surge en ámbito político porque es ahí donde tiene sentido. Un matemático, una científica, cuando hablan pueden desvincularse de lo que dicen: no dejará de ser verdadero un teorema por las cualidades que él o ella posean personalmente. Pero lo que parece decirnos Foucault es que, en política, no se puede utilizar el mismo criterio para saber dónde está la verdad. Los políticos hacen discursos en los que, por una parte, analizan la realidad y, por otra, hacen propuestas: ahora bien el análisis es una interpretación, un punto de vista sobre la realidad, y la propuesta es una consecuencia de esa interpretación. Un político pretende persuadirnos de su interpretación-propuesta, como un todo, pero ese todo no es verdadero o falso independientemente del que lo sostiene. Algunos políticos se aficionan a repetir falsedades, y estas hay que desvelarlas, pero lo que queremos dirimir ante una propuesta política es la credibilidad de quien la hace. Es una cuestión de parresía.
Estas son las dos condiciones que, según Foucault, hacen de alguien un parresiasta. En primer lugar, el parresiasta corre un riesgo al hablar. Cuando es un político en un país con libertad corre el riesgo de no ser entendido, o de no ser compartido o de no persuadir. Cuanto más nuevo y más crítico sea un discurso, más riesgo corre el que lo pronuncia. Esta condición no puede ir sola porque una persona podría protagonizar palabras de alto contenido crítico, y eso no haría de ella un parresiasta, a no ser que sus acciones estuvieran en sintonía con sus palabras. Es decir que lo que distingue a un parresiasta de un charlatán es que el parresiasta lleva una vida que no entra en contradicción con lo que dice. En un parresiasta, hay una armonía entre su logos (su discurso razonado) y su bios (su vida).
El parresiasta es un valiente, sí, pero no sólo por lo que dice sino también porque lo que dice es coherente con lo que hace. Habla como un valiente porque vive como un valiente.
En estos últimos meses, la política ha adquirido una centralidad considerable en nuestras vidas. Y tenemos por delante varias semanas de alta intensidad. En la batalla por ofrecer interpretaciones-propuestas, tenemos que poder distinguir quién es más retórico y quién más parresiasta. Siguiendo una indicación de Monereo, no estamos ante una confrontación de programas sino de discursos: el programa puede presentarse por sí sólo, independientemente de quien lo defiende, pero en cambio el discurso lleva incorporado al sujeto que lo dice. Si alguien me presentara un programa de gobierno y no me dijera quien lo defiende, no podría declararme de acuerdo o no, porque mi acuerdo lo concedo a un programa sostenido por aquellas personas que me han hecho creer que hay correlación entre lo que dicen y lo que hacen.
Un político más parresiasta que otros puede llegar a decir cosas provocadoras. Diógenes, nos dice Foucault, se atrevió a decirle a Alejandro Magno, cuando este se acercó a hablar con él, que se apartara porque le estaba tapando el sol. Con esas palabras, pronunciadas en la plaza pública, Diógenes daba a entender que, sobre él, Alejandro no tenía ninguna autoridad. A pesar de lo cual, Alejandro no se encolerizó y le escuchó, demostrando de esa manera que él también era un valiente. Y Foucault comenta: “la valentía admira la valentía”.
He podido observar que la provocación resulta desagradable a muchas personas. Creo que cuando pedimos un tono más moderado en las palabras de los políticos, cuando señalamos que nos parece prepotente el político que tiene un estilo demasiado franco, en realidad estamos alentando nuestro propio temor a una reacción desabrida o violenta.
(Todavía hoy me pregunto, y no sé contestarme, qué tenía de prepotente la propuesta de Pablo Iglesias de ser vicepresidente del gobierno, como no fuera que su franqueza resultó ofensiva).
Maite Larrauri, ¿Parresiastas en la política española?, Filosofía para profanos 11/05/2016