De momento, quisiera tan sólo entender cómo pueden tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones soportar a veces a un solo tirano, que no dispone de más poder que el que se le otorga, que no tiene más poder para causar perjuicios que el que se quiera soportar y que no podría hacer daño alguno de no ser que se prefiera sufrir a contradecirlo.
Pero, ¡oh, Dios mío!, ¿qué ocurre? ¿Cómo llamar ese vicio, ese vicio tan horrible? ¿Acaso no es vergonzoso ver a tantas y tantas personas, no tan sólo obedecer, sino arrastrarse? No ser gobernados, sino tiranizados, sin bienes, ni parientes, ni mujeres, ni hijos, ni vida propia. Soportar saqueos, asaltos y crueldades, no de un ejército, no de una horda descontrolada de bárbaros contra la que cada uno podría defender su vida a costa de su sangre, sino únicamente de uno solo?
Son, pues, los propios pueblos los que se dejan, o, mejor dicho, se hacen encadenar, ya que con sólo dejar de servir, romperían sus cadenas. […] Pero ¿es que no está claro? Si, para obtener la libertad, no hay más que desearla; […] Los hombres sólo desdeñan, al parecer, la libertad, porque, de lo contrario, si la desearan realmente, la tendrían. Actúan como si se negaran a conquistar tan precioso bien únicamente porque se trata de una empresa demasiado fácil.
Si la naturaleza ha procurado por todos los medios conformar y estrechar el nudo de nuestra alianza y los lazos de nuestra sociedad; si, finalmente, ha manifestado en todas las cosas el deseo de que estuviéramos, no sólo unidos, sino también que, juntos, no formáramos, por decirlo así, más que un solo ser, ¿cómo podríamos dudar de que somos todos naturalmente libres, puesto que somos todos compañeros?
Étienne de La Boétie, en 1549, formula el problema de la servidumbre voluntaria tal y como lo conocemos hasta nuestro días. Su libro
Discurso sobre la servidumbre voluntaria fue publicado póstumamente, en 1574, por su amigo
Montaigne.
La vehemencia con que de
la Boétie se pregunta y ejercita una interrogación que ha cruzado la historia de la humanidad, da cuenta de que no sólo es sorprendente aquello por lo que se pregunta: es causa también de horror, una estupefacción que sólo puede ser fruto de la constatación de aquello que anuncia no tener explicación, cuyo enigma animará el posterior desarrollo filosófico-político de la pregunta. El nudo persiste para de
la Boétie, pues ni la cobardía ni la debilidad, ni nada conocido dan cuenta de la magnitud del problema: ¿qué es ese monstruoso vicio que no merece siquiera el nombre de cobardía, que carece de toda expresión hablada o escrita, del que reniega la naturaleza y que la lengua se niega a nombrar?”. En efecto, el autor evita caer en causas psicologistas y naturalistas. Si hemos sido creado todos juntos, es absurdo pensar que pudiese haber alguna jerarquía primigenia que haga a unos esclavos y a otros no. Tampoco es la falta de valor, pues se trata de muchos sometidos a un único, cuestión que podría tener una fácil salida si los primeros se unieran en contra del segundo, quien no tiene más que dos brazos y dos ojos. La particularidad del planteamiento de
Étienne de la Boétie lo convierte, tal como nos dice
Abensour (
Para una Filosofía política crítica, p. 195), en el gestor de una revolución copernicana: “No se trata de hacer que la mirada del filósofo se gire hacia las estratagemas a las que han recurrido los señores para someter a los dominados, sino de invertir la dirección y provocar que se vuelvan hacia las extrañas disposiciones por las que los sujetos trabajan por su propia servidumbre, por forjar sus propias cadenas”.
De la Boétie no opone valor a servidumbre, ni cobardía a sumisión, y ni siquiera una distinción tajante entre dominados y dominadores. Pues él se inclina a pensar que hay una fina capa entre el deseo de libertad y el hecho de la servidumbre. El acceso a la libertad está mediado por el deseo: tan sólo habría que desear la libertad, para ejercerla.
Hay entre el deseo de libertad y la servidumbre un límite frágil, que tiende a traspasarse a favor de la servidumbre puesto que ella está auspiciada por dos factores que, aunque no logran roer hasta la médula el núcleo del problema, dan algunas luces: la adoración por el ‘uno’ y las costumbres. De alguna forma, de
la Boétie apuesta por considerar que ese “monstruoso vicio” del sometimiento naturalizado es una consecuencia de que los humanos se encuentran “encantados y hechizados”, bajo el signo del amor al “uno” y las costumbres que los atan. Se trata de un efecto fantasmagórico, de un producto espectral. Un asedio hasta cierto punto impensado, innombrable, que penetra en la conciencia, en el alma o espíritu, antes que en los cuerpos. El amor al ‘uno’ es una especie de perversión que disloca lo que de
la Boétie habría identificado como una disposición natural a conformar entre todos una comunidad fraternal de iguales.
Esta perversión de los lazos fraternales desemboca en la adoración al “uno”, que designa a la vez el “misterioso mecanismo en el que el todos uno se descompone para dejar su lugar al todos Uno”. Y es así que la comunidad fraternal (“hemos sido sacados todos de un mismo molde para que nos reconozcamos como compañeros o, mejor dicho, como hermanos” dice de
la Boétie) se sirve, ella entera, al uno del dominador, ofreciendo sus múltiples ojos que aquel utiliza para vigilarlos a ellos mismos. Por otra parte, nos explica de
la Boétie: “es la costumbre la que consigue hacernos tragar sin repugnancia el amargo veneno de la servidumbre”. La costumbre y adoración al uno corrompen la constitutiva tendencia del ser humano a la libertad, aunque no logran explicar la fragilidad de esta disposición. Es así que el nudo no ha logrado disolverse.
Emiliano Exposto y
Andrea Ugalde,
El problema de la servidumbre voluntaria: desde la Boètie a León Rozitchner, Reflexiones Marginales
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