El término «política» (
politiké) es referido en
Aristóteles al gobierno, organización, orden o constitución de la
pólis, de la ciudad o comunidad política (
koinonía politiké). Es referido, pues, a una comunidad específica, que se delimita con toda claridad de otras, como la que constituye la casa, o la aldea, aun cuando tenga relaciones con ellas.
Aristóteles se toma un especial cuidado en distinguir esto, por las enormes consecuencias que conlleva. Si diferenciamos con claridad estos distintos ámbitos de relación no confundiremos tampoco el saber que a ellos va ligado, ni, lo más importante, la forma de gobierno, de dirección de las relaciones que en ellos haya de practicarse. Evitaremos las claves tomadas de la comunidad familiar como medio de entender los supuestos defectos de la pólis, o de postular sus objetivos. Evitaremos el reducir las categorías propias de una comunidad a las de otra. Comprenderemos, en definitiva, la autonomía propia de lo político.
En efecto, es éste un punto capital por cuanto que era frecuente su confu-sión, y en ella se incurrirá una y otra vez a lo largo de la historia de la teoría política. No en vano
Aristóteles comienza su
Política por aquí, algo que en los estudios habituales es recogido como un mero gusto por las distinciones analíticas, como una sencilla distinción de organizaciones sociales sin mayores consecuencias conceptuales.
Aristóteles empieza diferenciando estas comunidades en un principio tan sólo por una especie de orden genético teleológicamente dirigido. La casa (
oíkos) surge naturalmente impulsada en torno al embrión que forma la unión de mujer y hombre con el télos de la generación; a los hijos se le irán asociando sirvientes o esclavos, de manera que el conjunto cumpla con la finalidad de cubrir las necesidades de la existencia, del simple vivir; «la comunidad constituida naturalmente para la satisfacción de las necesidades cotidianas es la casa» se dice en el texto (1252b, 13). La aldea (
kóme) aparece como una «comunidad (
koinonía) constituida por varias casas en vista de las necesidades no cotidianas». La ciudad (
pólis) no sería sino el resultado posterior de la unión de diversas aldeas; sirve ya a un fin superior, no marcado ya por lo biológico o por el ámbito estricto de la necesidad, o al menos no en su desarrollo, pues su suficiencia hace que su télos no sea ya el simple vivir sino el «vivir bien» (
eû sên). Es importante reparar en esta dimensión de alejamiento de aquellos espacios determinados por lo biológico, por la necesidad; y la caracterización del fin como la «buena vida», pues sabemos la carga ideal, de plenitud que conllevan esos términos en
Aristóteles. De suerte que la comunidad política, la
pólis aparece ya en esa génesis como ámbito de lo plenificante. Esto aparece más subrayado si se tiene en cuenta que para
Aristóteles la
pólis es
télos de las comunidades anteriores, y el fin supone el per-feccionamiento de un ser, la plenitud de su naturaleza. El
télos está connotado no sólo como el punto hacia el cual algo por naturaleza se dirige, sino también como lo mejor, como lo bueno para el ser. Por esto
Aristóteles puede sostener, por una parte, frente a sofistas y cínicos, el carácter natural de la comunidad política, al igual que la casa: «De modo que toda ciudad es por naturaleza (
phýsei), si lo son las comunidades primeras; porque la ciudad es el fin de ellas, y la naturaleza es fin»; y, por otra parte, su superioridad cualitativa ya que «aquello para lo cual existe algo y el fin es lo mejor, y la suficiencia es un fin y lo mejor» (1253a, 14).
La
pólis habrá de suponer el perfeccionamiento de la naturaleza humana, dado que, en definitiva, es algo que está ya arraigado en ella. El hombre es una animal de
pólis (
politikón ò
ánthropos sóon) (1253a, 7-8) por su carácter lingüístico, «es el único animal que tiene palabra (
lógon)» (l
ógon dé mónon ánt-hropos ékhei tón sóon) (1253a, 9-10), no mera voz (
phoné) expresiva del placer o el dolor, como tienen otros animales so-ciales. Las dos definiciones de hombre que podemos encontrar en
Aristóteles, el hombre como animal político y el hombre como ser que tiene
lógos, están, pues, internamente articuladas: en esta segunda se encuentra la explicación de la primera, y aquella representará la posibilidad de la plenitud de la segunda. El hombre está más profundamente (más hondo en su naturaleza y más profundo en el sentido de perfección) ligado a los otros que cualquier animal social. La razón que da
Aristóteles es que la palabra es expresión de un plano superior a las meras sensa-ciones primarias, es vehículo de un sentido de lo bueno y de lo malo, de lo justo e injusto. Esto es, la palabra implica ya al otro, no por la obviedad de la comunicación que establece, también lo hace la voz, sino porque apela a los otros e implica en su significado al otro; requiere del otro y se perfila en comunidad. Tengo sentido de lo bueno y lo malo en cuanto que juzgo, apruebo o desapruebo, afirmo lo que debe ser, lo que ha de rectificarse, expreso, por tanto, un proyecto de perfeccionamiento, una necesidad de ordenación, requiero al otro y del otro una conducta en relación conmigo, con los otros, enuncio algo que tiene pretensión de validez, y espera del otro confirmación o desmentido. Pero al mismo tiempo que la palabra expresa ya el deseo de orden, lo que ha de advenir, expresa también un vínculo, pues ese mismo juicio sólo puede ser ya
ab initio algo compartido; el juicio es algo formado socialmente. Nada de esto ocurre con la
phoné; la sensación de placer y dolor es perfectamente solipsista, no requiere del otro para ser configurada, su expresión establece una comunicación en la que el otro no está originariamente implicado; por eso podemos decir que hay comunicación pero no lenguaje. La voz está vinculada a lo privado, como la palabra a lo común. Dos dimensiones se entrelazan en el lógos del animal humano, por un lado, la proyección de una sociedad, la exigencia de un orden; por otro, la expresión de una sociedad, en tanto que los otros están ya en el sentido de lo bueno, un verdadero
sensus communis— lo que no puede decirse de la voz, a la que le es externa la socialidad; «la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el tener, él solo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y lo injusto, etc. y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad» (1253a, 14-18). Destaquemos esta conclusión, la comunidad política está unida a la palabra; es su máxima expresión, su ámbito más pleno, toda vez que si es la misma naturaleza la que lleva a la casa, ésta no adquiere su lugar último sino en la
pólis. Es en el medio cívico donde el hombre en diálogo con los otros modula su sentido de la justicia, perfila su juicio; donde más allá de la seguridad privada de lo sensitivo alcanza a saber qué es verdaderamente justo. No hay, pues,
pólis sin comunicación, sin conversación, sin diálógos, sin deliberación en torno a lo que juzguemos bueno o malo, justo o injusto.
La naturaleza del ser humano requiere como su fin a la
pólis, para encontrar en ella el medio de su realización. De ahí la superioridad ontológica de la ciudad sobre la casa y sobre el individuo, el que
Aristóteles pueda afirmar: «La ciudad es por naturaleza anterior a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte». Entendemos aquí el término anterior o primero (
próteron) no en el sentido temporal sino ontológico y, por tanto, axiológico. Casa e individuo sólo adquieren su sentido real dentro de ese todo que es la
pólis. El
télos representa la realización plena de lo que a él conduce, por consiguiente sólo en él los elementos anteriores encuentran su definitivo acomodo, su verdadera función, su vida misma. De suerte que la corrupción de esa entidad superior, de ese todo significaría necesariamente el deterioro de sus miembros o partes. Por esto un hombre fuera de la pólis experimentaría la pérdida de aquello que le constituye como tal, el sentido de lo justo, el empleo pleno de la palabra, su misma humanidad: «si el individuo no se basta a sí mismo será semejante a las demás partes en relación con el todo, y el que no puede vivir en sociedad o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios» (1253a, 26-29). En la pólis el hombre encuentra la posibilidad de la excelencia (
areté), de su perfeccionamiento, fuera de ella, su rebajamiento, la conversión en el peor de los animales. «Es natural en todos la tendencia a una comunidad tal, pero el primero que la estableció fue causa de los mayores bienes; porque así como el hombre perfecto es el mejor de los animales, apartado de la ley y de la justicia es el peor de todos (...) la justicia, en cambio es cosa de la ciudad» (1253a, 29-37).
Jorge Álvarez Yagüez,
La categoría de política. Aclaraciones desde la perspectiva de un clásico republicano, Isegoría nº 39, julio-diciembre 2008, pàgs. 311-333