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El Roto |
La representación política ha sido desde años objeto de fuerte disputa en la teoría política moderna y contemporánea.
Rousseau se opuso radicalmente a ella arguyendo que la soberanía por ser inalienable no podía ser representada (
El Contrato Social). Cuando el pueblo permitía que se le representase –alegaba
Rousseau- entonces dejaba de ser libre. La posición opuesta la sostuvo el filósofo liberal-conservador británico
Edmund Burke. No sólo abogó a favor de la representación (en su clásico
Discurso a los electores de Bristol), sino que además sostuvo que los representantes están sometidos sólo a su mero juicio, y no tienen por tanto ninguna sujeción respecto a los representados. Fue, sin embargo, el filósofo utilitarista
James Mill quién más vehemente expresase lo que devendría por muchos años en el canon en torno a la representación política. Señalo
Mill, en su
Ensayo sobre el Gobierno, que la representación era el “mayor descubrimiento de los tiempos modernos”. Para
Mill, el problema no era tanto la representación, sino el control sobre la labor de los representantes ¿Cómo evitar que la representación se vuelva espuria, se desvincule radicalmente de la visión de los representados, conculque sus libertades, o derechamente se corrompa? Evidentemente, no eliminando la representación – fue la respuesta de
Mill-, sino introduciéndole mecanismos de control (límites a los períodos de representación, por ejemplo). Desde entonces, la teoría liberal (y también la republicana) inician un largo camino para salvar los déficits de la representación (que a menudo se asocian muy rápidamente con los déficits de la política, aunque no son lo mismo), a través de la introducción del principio de control (
James Mill, como ya vimos), pero también de responsabilidad (la filósofa americana
Hannah F. Pitkin es un caso en este respecto), y más interesante aún, de contestabilidad (siendo
Philip Pettit, el teórico contemporáneo republicano más importante en este punto). Responsabilidad implica para
Pitkin que los cuerpos de representantes estén permanentemente sujetos a distintos órdenes de responsabilidad, no sólo civil o penal, sino también política. La contestabilidad, a su vez, implica para
Pettit que la representación no se agota en los procedimientos formales que la rigen, sino que se suplementa a través del ejercicio activo de ‘contestabilidad’ ejercido por los cuerpos intermedios de la sociedad civil. Así la protesta social –para
Pettit- lejos de ser antagónica a la representación, viene a fortalecer la labor de los representantes, pues la hace más atenta a lo que los representados demandan (por supuesto está es una idea que ya está en
Habermas, pero dejemos ese debate académico para otros lugares). La línea seguida por la teoría política liberal y republicana para salvar los déficits de la representación (a saber: representación espuria, desvinculada de los representados, autoritaria y corrupta) ha ido, como se observa, por el lado de la superación o enmienda de los déficits más que por el cuestionamiento de la idea misma de representación. La razón tras ello es sencilla.
Hasta ahora, los cuestionamientos de la representación en sí misma – en la línea de
Rousseau – han conducido directamente a la crítica anarquista, famosamente expuesta por
Michael Bakunin (
La Ilusión del Sufragio Universal) y
Pierre-Joseph Proudhon (
El Aislamiento Parlamentario), para quienes la representación no puede sino ser un fraude de la libertad de los representados, la que ineludiblemente permanece falsificada en la representación (sino derechamente conculcada). Esta es una línea que para el liberalismo y el republicanismo contemporáneo conduce a un punto muerto y que por lo mismo no están razonablemente dispuestos a seguir. Sin embargo, no es la única línea de crítica posible a la representación política. Más aún, al desviar la crítica de la representación al anarquismo, lo que hace el liberalismo y el republicanismo es evitar deconstruir los supuestos teóricos y fácticos que subyacen a la representación, y que conviene exponer. La razón para exhibir estos supuestos no es meramente teórica sino también política, esto es, porque ello influye decisivamente en el encuadramiento en el que los procesos articulatorios, sobretodo de los movimientos sociales, tienen lugar. A esto lo llamaremos la “problemática de la representación”. En efecto, tras la idea de la representación política (más allá de sus déficits, diremos), subyace el supuesto (muchas veces no explicitado) de un isomorfismo entre representados y representantes. Es decir, tanto la teoría liberal como la republicana asumen que la representación surge tras la constitución del representado, que es a su vez independiente –en su origen- de la representación. Para la teoría liberal dicho representado es siempre un conjunto de individuos desagregados y para el republicanismo es también (y deben serlos) cuerpos intermedios (grupos políticos, organizaciones sociales, etc.). Sin embargo, en ambos casos la representación es un agregado que viene a resolver el problema de la expresión de un representado pre-constituido. Ahora bien, este supuesto que subyace a la teoría y práctica de la representación ha sido, sin embargo, cuestionado desde hace tiempo por la teoría política de la democracia radical (que no sólo incluye a teóricos como
Ernesto Laclau y
Chantal Mouffe, sino también, al menos en este punto, a filósofos “inclasificables” como
Slavoj Zizek).
La crítica que se formula en este respecto es que este supuesto del isoformismo entre representados y representantes oculta la práctica perfomativa de la representación, que en muchos casos (aunque no en todos) adquiere un carácter excluyente y opresor (no por los déficits de la representación, sino por la propia expresión de la lógica representativa). La práctica perfomativa significa que la representación, lejos de estar llamada a dar (sola y primariamente) expresión (más o menos fidedigna) a la voluntad, intereses o simplemente “idearios” de los representados, viene en verdad a constituir a los representados que representa, al menos como “sujetos de representación” que no existen antes que dicha práctica se despliega. Que la representación constituya a sus representados no es un asunto baladí o propio de la pura especulación académica, especialmente si se piensa desde la óptica de la articulación política de los movimientos sociales o de la sociedad civil. En efecto, los movimientos sociales (y el movimiento estudiantil y social chileno que emergió el 2011 es un caso paradigmático en este respecto) presentan a menudo mucha habilidad y creatividad para el despliegue de su práctica movilizadora (la movilización social), pero nula o escasa habilidad al momento de su incorporación a la lógica representativa (dejo de lado en el análisis la opción de aquéllos que asumen la no incorporación, esto es, la mantención en la “pura” movilización).
Una de las razones que explica esta inhabilidad se encuentra precisamente en que la matriz con la que los movimientos sociales operan al incorporarse a la lógica de representación política viene dada casi exclusivamente por la teoría liberal, o en el mejor de los casos, por la teoría republicana. En otras palabras, se asume sin cuestionamiento alguno que de lo que se trata es de construir una alternativa de representación (fidedigna, de nuevo tipo, autónoma, etc., etc., etc.) que exprese a los actores de la movilización social (que se asumen pre constituidos, precisamente en la movilización social). Esto es, en verdad, una paradoja si se observa que mucho de los liderazgos que emergen de la movilización social se inscriben dentro de paradigmas teóricos retóricamente colectivistas, o derechamente marxistas o post-marxistas, pero que sin embargo, al entrar a operar en la lógica de representación asumen casi siempre los supuestos más tradicionales de las teorías de la representación. Para entendernos, no es que la movilización social no constituya actores sociales, incluso en algunos casos, actores políticos, sino lo que se afirma acá es que la representación política – a la que se accede o quiere acceder- da lugar ineludiblemente en su práctica perfomativa a sus propios sujetos o representados, que son los únicos a los que se acepta en el juego de la política representativa.
Ignorar esto, es un fatal error para los movimientos sociales. Más aún, cuando los representados, fruto de la lógica representativa, se encontrarán a menudo en tensión con los actores sociales conformados en la movilización social. He aquí un problema que a los movimientos sociales les cuesta mucho visualizar y que les hace perder potencialidad política. ¿Significa esto que los movimientos sociales deben permanecer al margen de la lógica de representación política porque ella no da cuenta inmediata de toda la energía movilizadora, o porque la contradice, o derechamente porque la conculca al constituir al representado? No necesariamente (al menos no, por estas razones. El anarquismo –o en Chile el “Salazarismo”- puede dar las suyas, ciertamente). Lo que en verdad pone en el tapete la “problemática de la representación” para los movimientos sociales (aunque no sólo para ellos), es que el paso de la movilización a la representación no es nunca fluido, ni mucho menos inocuo. Hay siempre una pérdida, un resto que queda en dicho proceso que aunque ineludible no es unívoco; depende de la articulación política.
En efecto, ello implica repensar una lógica de la representación en donde la constitución del sujeto representado (que emerge del efecto performativo de la representación) esté permanentemente a la vista, lo que significa que dicho sujeto se encuentre permanentemente siendo reformulado, puesto en revisión, en cuestionamiento de sus constituciones performativas. Conviene precisar aquí que aunque la perfomatividad de la representación será inevitable, tampoco es inmodificable por los propios representados. Ello, sin embargo, demanda un trabajo más activo en la base de la representación, o si se prefiere, en el sujeto constituido como representado que jalone la representación en pos de una práctica que la supere y que se entronca con la construcción de un nuevo horizonte de sentido (que es lo que hace verdaderamente política a la representación). Es por ello que desde está perspectiva, es más importante la manera en que la lógica de representación se “usa” para influir en la constitución de un determinado representado (un pueblo), más que en el éxito o fracaso electoral de los representantes que siempre serán, desde la perspectiva de la constitución de dicho horizonte de sentido, absolutamente reemplazables (y revocables).
En Latinoamérica por ejemplo, las experiencias más exitosas del paso de la movilización social a la representación política (Bolivia y Ecuador) tuvieron siempre presentes al menos en parte esta “problemática de la representación”. Ello se tradujo en una fórmula original de “forzamiento” de la perfomatividad representativa en donde el representado se “igualo” al movimiento social, como ocurrió en Bolivia. Pero para ello el movimiento social en su conjunto tuvo que devenir directamente en sujeto político. Esa es, en resumidas cuentas, la historia del MAS boliviano. O, como en Ecuador, donde el movimiento social se mantuvo como tal, esto es, no se articuló como sujeto político, pero se permitió una práctica de representación política coyuntural que no anuló sus otras energías movilizadoras, pero tampoco delegó la práctica de representación, al menos en la contienda presidencial y en la discusión de la asamblea constituyente (no así, en la contienda parlamentaria). Esa es la historia de Alianza País en Ecuador. En ambos casos, sin embargo, probablemente sea el carácter reemplazable del representante principal (el líder), lo que menos se ha pensado (y practicado), lo que es indicativo de procesos abiertos y en construcción en pos de una nueva teoría y práctica de la representación política. El movimiento social chileno del 2011 parece enfrentar hoy precisamente estos desafíos. Lamentablemente las fórmulas que hasta ahora se observan han obviado en demasía la problemática de la representación. Pareciese que todos los problemas se resuelven en la decisión de llevar “candidatos al parlamento o a La Moneda” o “apoyar un programa” propuesto desde la representación, cuando en verdad, como hemos argüido aquí, ello no es más que el inicio de los problemas. Tanto la subsunción individual de “figuras” del movimiento social en partidos políticos tradicionales, como la presentación de candidaturas independientes o asentadas en fuerzas políticas nuevas pero desancladas (o al menos en una relación difusa, poco problematizada) con el movimiento social, son indicativas de que no se ha pensado (políticamente, me refiero) lo suficiente el efecto performativo de la representación.
Un efecto que aunque puede generar fuerza social propia y progresista desde la representación (piénsese en la ley de matrimonio igualitario en la Argentina que antes de su aprobación parlamentaria era desaprobada por la mayoría de la población y en la actualidad es aceptada por más del 60 por ciento) a menudo entra en tensión con la energía desplegada en la movilización social y termina desarmando dichos movimientos porque sólo los asume como puntos de referencia, pero nunca como fuerza de interpelación de la performatividad de la representación. Pero tampoco, la opción por la “pureza” movimiental, esto es, el rechazo a toda representación, en verdad sirve, pues la lógica representativa se impone de todas formas, se esté en ella o no se esté, precisamente porque se es constituido como sujeto representado, más allá de nuestra voluntad (salvo claro que haya una crisis de representación, cuestión bastante debatible en el Chile actual, al menos en el sentido que trato en este artículo. En todo caso –para los que sostienen dicha tesis- habría que discutir qué articulación política se hace posible a partir de una crisis general de representación.
Quizás el fascismo sea la dirección más probable en dicho escenario). Es por ello, y para finalizar, que conviene en esto seguir repitiendo el logo acertadamente formulado años atrás en teoría política contemporánea, a saber: que la tarea principal de la democracia sigue siendo la constitución de un pueblo, un
demos, que no es ni un dato previo a la representación como asumen los teóricos liberales y republicanos, pero tampoco es mero fruto de la performatividad representativa. La forma en qué se articule la representación política de los movimientos importará en dicha constitución – la del demos. En ello, la mera emergencia de una o más candidatura al parlamento (o a la presidencia) encarnada por las “figuras” más relevantes de la movilización social, es claramente insuficiente.
Ricardo Camargo,
La problemática de la representación política (y los movimientos sociales), el desconcierto.cl 06/05/2013