by Nicolás Aznárez |
Cada cual tiene su opinión. Éste es uno de los dogmas más estúpidos de nuestro tiempo. Se transmite en las escuelas, en los medios, en los bares. Confunde libertad y arbitrariedad, y neutraliza la potencia de la palabra pública mediante la homologación de la opinión privada. Hace 25 siglos, en Grecia, una serie de voces se alzaron contra esta forma de dogmatismo. Los filósofos, que no se fían ni de sus propias opiniones, plantearon una distinción importante: que todo el mundo desee saber y pueda hacerlo no significa que todas las opiniones valgan. Poder pensar y poder decir significa, precisamente, poder someter nuestras opiniones al examen de una razón común, es decir, de una común capacidad de razonar acerca de ellas.
Hoy, la filosofía pierde horas en las aulas, pierde peso en los currículos y resta puntos en los rankings de excelencia de las universidades. Al mismo tiempo, llena foros de debate, cursos en librerías, espacios en algunos medios, teatros e incluso series de televisión. Es una situación paradójica a la que debemos atender.
Alegra sentir y poder compartir con otros la necesidad de pensar. Pensar no es elucubrar. Es confiar en que el pensamiento transforma la vida y que las palabras, bien empleadas, sirven para ello. Todas las escuelas de pensamiento, orientales y occidentales, se basan en esta confianza. Sin embargo, la academia actual, convertida en una fábrica de papers especializados y de patentes mercantilizables, ha renunciado a este vínculo. Por eso la filosofía se pone en fuga y busca otros lugares donde irrumpir con su deseo radical de verdad. Este deseo es nuestra necesidad de no dejarnos engañar por tanta mentira ni entristecer por tanto sufrimiento.
La mentira y el sufrimiento son el motor del pensamiento. Son lo que vacía de sentido al discurso establecido y nos exige ir más allá. Que este motor haya activado foros y productos mediáticos no debe, sin embargo, dejarnos satisfechos. El consumo cultural, caprichoso y tendencialmente elitista no puede sustituir la labor de la educación. La filosofía siempre ha planteado esta cuestión: si todos tenemos la capacidad de pensar y de razonar en común, ¿cómo y en qué lugares debe desarrollarse esta capacidad? ¿Y cuáles son las instituciones y las formas de organización social a las que les corresponde hacerse cargo de sus consecuencias? El problema de la filosofía es, así, el problema de la educación y de la política.
Precisamente, la crisis de nuestras instituciones políticas y educativas es el espejo de nuestra crisis. No es una crisis de modelos, sino la que provoca la irrelevancia de la decisión colectiva y del razonamiento en común. Las instituciones de las que disponemos para tomar decisiones colectivamente y para elaborar el pensamiento de nuestro tiempo no sirven. ¿Por qué falla la política?, ¿por qué falla la educación?, nos preguntamos. Y respondemos con nueva política y con innovaciones pedagógicas. Ingredientes nuevos para una misma cocina.
Hay, en nuestro país, una generación de defensores de la filosofía que invocan la democracia y el pensamiento crítico como virtudes inherentes a la disciplina filosófica, supuestamente en peligro de extinción. Invocan estas grandes palabras en abstracto, como si por ellas mismas pudieran salvarnos de la catástrofe a la que nos aboca el capitalismo actual. En filosofía no hay palabras sagradas ni palabras que salven. Tampoco abstracciones a las que recurrir como paraguas en la intemperie. La fuerza de la filosofía es la potencia del concepto, que siempre es concreto, contra las abstracciones y los credos que nos confunden.
Si la filosofía puede tener alguna fuerza hoy es la de devolvernos esta posibilidad: encontrar conceptos concretos para nombrar el plan del capitalismo actual, hacer una crítica de su ideología desideologizada y reapropiarnos de la decisión colectiva y la razón común. Porque así es: el capitalismo actual es ideológico y tiene un plan. Es un plan epistemológico, cultural y educativo que consiste básicamente en hacer de la inteligencia una fuerza directamente productiva. Estamos hablando de una inteligencia pre y poshumana, es decir, más acá y más allá de nuestra capacidad de razonar y de elaborar el sentido y el valor de nuestras ideas y formas de vida. Es una inteligencia que empieza en la información genética y se extiende hasta los confines de la nube digital y sus robots. Cada uno de nosotros, con su actividad biocognitiva y sus talentos, no es más que un momento, que una función a rentabilizar al máximo. La opinión es libre porque, desde ahí, lo que cada uno opine resulta redundante.
La palabra libre es la que es capaz de embarcarse en un combate de ideas que desvele este plan del capitalismo, en todas sus dimensiones, e intervenga así sobre el destino común de la humanidad devolviéndonos la autorreflexión y la decisión colectivas. Dicen que hemos perdido el futuro. Pero no podemos seguir perdiendo el tiempo.
Marina Garcés, Filosofía: la palabra libre, Babelia. El País 07/11/2016