¿Qué puede haber llevado a tan extraña inversión: a la transformación del severo individualismo de Kant en algo cercano a una pura doctrina totalitaria, defendida por pensadores, algunos de los cuales pretendían ser sus discípulos? Esta cuestión no es sólo de interés histórico, ya que no pocos liberales contemporáneos han pasado por esta misma peculiar evolución. Es verdad que Kant, siguiendo a Rousseau, insistió en que la capacidad para dirigirse a sí mismos pertenecía a todos los hombres, que no podía haber expertos en cuestiones morales, ya que la moralidad no era cuestión de ningún conocimiento especializado (como habían sostenido los utilitaristas y philosophes), sino del uso correcto de una facultad humana universal, y que, por tanto, lo que hacía libres a los hombres no era obrar de cierta manera que les mejorase, a lo cual podían estar coaccionados, sino saber por qué debían obrar así, lo cual nadie podía hacer por nadie ni en nombre de nadie. Pero incluso Kant, cuando llegó a tratar de temas políticos, concedió que ninguna ley (suponiendo que ésta fuese una ley tal que yo aprobase como ser racional, si me lo consultaran) podía privarme de ninguna parte de mi libertad racional. Con esto quedaba la puerta abierta de par en par para el papel de los expertos. Yo no puedo consultar en todo momento a todos los hombres sobre todas las leyes. El Gobierno no puede ser un continuo plebiscito. Más aún, algunos hombres no tienen el oído tan fino como otros para la voz de su propia razón; algunos parecen especialmente sordos. Si soy legislador o gobernante, tengo que suponer que si la ley que impongo es racional (y sólo puedo consultar a mi propia razón), será automáticamente aprobada por todos los miembros de mi sociedad en tanto que son seres racionales; ya que si no la aprueban, tienen que ser por tanto irracionales, entonces necesitarán ser reprimidos por la razón, no puede importar si por la suya o por la mía, pues los pronunciamientos de la razón tienen que ser los mismos en todas las mentes. Yo doy mis órdenes, y si te resistes a ellas, me encargo de reprimir el elemento irracional que hay en ti, que se opone a la razón. Mi tarea sería más fácil si tu lo reprimieras en ti mismo; intento educarte para que lo hagas; pero soy responsable del bienestar público y no puedo esperar hasta que todos los hombres sean completamente racionales. Kant puede que proteste de esto diciendo que la esencia de la libertad del sujeto consiste en que éste, y sólo éste, es el que se ha dado a sí mismo la orden de obedecer. Pero esto es un consejo de perfección. Si dejas de disciplinarte a ti mismo, yo tengo que hacerlo por ti, y no puedes quejarte de falta de libertad, pues el hecho de que el Juez racional que proponía Kant te haya llevado a la cárcel es prueba de que no has escuchado a tu propia razón interior y de que, al igual que un niño, un salvaje o un idiota, no estás maduro para dirigirte a ti mismo, o de que eres permanentemente incapaz de ello.
Si esto lleva al despotismo, aunque sea por el mejor de los más sabios —al templo de Sarastro de la Flauta mágica—, pero a fin de cuentas, despotismo que resulta ser idéntico a la libertad, ¿no puede ser que haya algo erróneo en las premisas de este argumento, que los propios supuestos básicos sean defectuosos en alguna parte? Permítaseme enunciarlos una vez más: primero, que todos los hombres tienen un fin verdadero, y sólo uno: el de dirigirse a sí mismos racionalmente; segundo, que los fines de todos los seres racionales tienen que encajar por necesidad en una sola ley universal armónica, que algunos hombres pueden ser capaces de discernir más claramente que otros; tercero, que todos los conflictos y, por tanto, todas las tragedias, se deben solamente el choque de la razón con lo irracional o lo insuficientemente racional —los elementos de la vida que son inmaduros o que no están desarrollados—, sean éstos individuales o comunales, y que tales choques son, en principio, evitables, e imposibles para los seres totalmente racionales, y finalmente, que cuando se haya hecho a todos los hombres racionales, éstos obedecerán las leyes racionales de su propia naturaleza, que es una sola y la misma en todos ellos, y serán así sujetos de la ley por completo, y al mismo tiempo, totalmente libres. ¿No será que Sócrates, y los creadores de lo fundamental de la tradición occidental en Etica y Política que le siguieron, hayan estado equivocados durante más de dos milenios, y que la virtud no sea conocimiento, ni la libertad idéntica a la una ni al otro? ¿No será que, a pesar del hecho de que actualmente dirijan las vidas de más hombres que en cualquier otro momento de su larga historia, no sea demostrable, ni, quizá siquiera verdadero, ninguno de los supuestos básicos de esta famosa doctrina?
Isaiah Berlin, Dos conceptos de libertad