|
by Eva Vázquez |
Las democracias son regímenes de escasa previsibilidad. Que pueda suceder lo inverosímil es algo posibilitado por la lógica de un sistema abierto aunque lo paguemos con una vulnerabilidad en ocasiones inquietante. Cuando los estadounidenses eligieron como presidente a George Bush algunos lo saludaron como la posibilidad de que una persona normal llegara hasta allí (alguien que había tenido dificultades con el alcohol y se atragantaba comiendo galletas) y ahora podemos asegurar que la democracia es un sistema tan abierto que puede llegar a ser presidente incluso alguien muy por debajo de lo normal.
Más allá de esta indeterminación de nuestros sistemas políticos, ¿qué está pasando para que los populistas (si quienes han declarado este término como políticamente incorrecto me permiten utilizarlo) parezcan disfrutar de tantas ventajas competitivas?
Mi hipótesis es que nuestros sistemas políticos no están siendo capaces de gestionar la creciente complejidad del mundo y son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, aunque sea al precio de una grosera falsificación de la realidad y no representen más que un alivio pasajero. Quien hable hoy de límites, responsabilidad, intereses compartidos, tiene todas las de perder frente a quien establezca unas demarcaciones rotundas entre nosotros y ellos, o entre las élites y el pueblo, de manera que la responsabilidad y la inocencia se localicen de un modo tranquilizador. Poco importa que muchos candidatos propongan soluciones ineficaces para problemas mal identificados, con tal de que ambas cosas —problemas y soluciones— tengan la nitidez de un muro o sean tan gratificantes como saberse parte de un nosotros incuestionable.
Las recientes elecciones en Estados Unidos han sido la apoteosis de algo que se venía observando desde hace algún tiempo en muchas democracias del mundo: más que elegir, se deselige; hay mucho más rechazo que proyecto. Estos comportamientos del “soberano negativo” manifiestan una profunda desesperación: no se vota para solucionar sino para expresar un malestar. Y, en lógica correspondencia, son elegidos quienes prefieren encabezar las protestas contra los problemas que ponerse a trabajar por arreglarlos. Por eso la competencia o incompetencia de los candidatos es un argumento tan débil.
Lo decisivo es representar el malestar mejor que otros.Por supuesto que no basta con estar indignados para tener razón, ni los llamados “perdedores de la globalización” (o quienes así se llaman sin serlo o sin serlo en exclusiva) tienen una mayor clarividencia acerca de lo que nos conviene; la cólera, tantas veces justificada, no nos exime de hacer análisis correctos y proponer soluciones eficaces. La extrema derecha no es la que está en mejores condiciones de hacer frente a los desarreglos de la globalización sino la que ha ofrecido el relato más verosímil para una buena parte de los enfurecidos. Otra parte ha ido a buscar esa explicación simple en el extremo opuesto, en políticos como Iglesias, Grillo o Mélenchon, a quienes el hecho de compartir la misma lógica que sus siniestros oponentes no parece inquietarles demasiado. No tienen la misma ideología, por supuesto, pero sí la misma lógica simplificadora.
Se equivoca quien juzga este incremento de los extremismos a partir del precedente de los movimientos antidemocráticos que dieron lugar a los totalitarismos del siglo pasado. A diferencia de aquellos, estos utilizan un lenguaje democrático. Lo que ocurre es que tienen una idea simplista de la democracia y absolutizan una de sus dimensiones. Por eso no haremos frente a esta amenaza mientras no ganemos una batalla conceptual que haga inteligible y atractiva la idea de una democracia compleja.
La democracia es un conjunto de valores y procedimientos que hay que saber orquestar y equilibrar (participación ciudadana, elecciones libres, juicio de los expertos, soberanía nacional, protección de las minorías, primacía del derecho, deliberación, representación…). Los nuevos populismos tienen una retórica democrática porque toman uno solo de ellos y lo absolutizan, desconsiderando todos los demás. Se degrada la democracia cuando se absolutiza el momento plebiscitario o cuando entendemos la democracia como soberanía nacional impermeable a cualquier obligación más allá de nuestras fronteras. Si los populismos resultan tan aceptables para sectores cada vez más amplios de la población no es porque haya cada vez más fascistas entre nosotros, sino porque hay más gente que se deja convencer de que la democracia es solo eso. Por esta razón, a tales amenazas en nombre de la democracia, a su mutilación simplista, solo se les hace frente con otro concepto de democracia, más completo, más complejo.
Lo primero que nos enseña un concepto complejo de democracia es que la democracia es un proceso. Una democracia de calidad es más compleja que la aclamación plebiscitaria; en ella debe haber espacio para el rechazo y la protesta, por supuesto, pero también para la transformación y la construcción; el tiempo dedicado a la deliberación es mayor que el que empleamos en decidir. No se toman las mejores decisiones cuando se decide sin buena información (como elBrexit) o con un debate presidido por la falta de respeto hacia la realidad (como Trump). Tampoco hay una alta intensidad democrática cuando la ciudadanía tiene una actitud que es más propia del consumidor pasivo, al que se arenga y satisface en sus deseos más inmediatos y al que no se le sitúa en un horizonte de responsabilidad.La implicación de las sociedades en el gobierno debe ser más sofisticada que como tiene lugar en las lógicas plebiscitarias o en la agregación de preferencias a través de la red; ha de ser entendida como una intervención continua en su propio autogobierno a través de una pluralidad de procedimientos, unos más directos y otros más representativos, donde sea posible rechazar pero también proponer, con espacios para el antagonismo pero también para el acuerdo, que permitan la expresión de las emociones tanto como el ejercicio de la racionalidad.
Hemos de trabajar en favor de una cultura política más compleja y matizada.
Uno de nuestros principales problemas tiene su origen en el hecho de que cuando las sociedades se polarizan en torno a contraposiciones simples no dan lugar a procesos democráticos de calidad. ¿Cómo promover una cultura política en la que los planteamientos matizados y complejos no sean castigados sistemáticamente con la desatención e incluso el desprecio? ¿Cómo evitar que sea tan rentable electoralmente la simpleza y el mero rechazo? ¿Por qué son tan poco reconocidos valores políticos como el rigor o la responsabilidad? Solo una democracia compleja es una democracia completa.
Daniel Innerarity,
Por una democracia compleja, El País 16/11/2016