Prólogo
En aquellos años se ensayó cómo seguir siendo idealista, incluso
romántico, y al mismo tiempo participar en un universo social donde toda revolución, como hoy es bien claro, se mostraba imposible.
Un hombre puede llegar a entender cien complejidades externas. Pero comprender la propia vida, precisamente en sus lapsus germinales, eso roza lo imposible. Falta ahí distancia.
Propiamente hablando, quizá en sentido estricto no elegimos nada. En días afortunados nos limitamos a reconocer lo que es inevitable, a querer y darle forma a los restos que la marea del tiempo ha dejado en nuestra orilla. Aparente fatalidad primaria que no nos ahorra precisamente el riesgo de la acción, ni facilita ninguna pasividad. Al contrario, lo contingente fuerza a un diario heroísmo, aunque con frecuencia adopte formas discretas. Una decisión clave en cierto modo no se puede pensar, pues para tomarla hay que ser tomados por ella. Nada hay más arduo que el
amor fati, ese llegar a ser incansablemente lo que ya se es, un imperativo que
Nietzsche formula en la tarea de convertir todo "fue" en un "así lo he querido yo".
La historia de aquel periodo de montaña es la intentar vencer a la razón con el pensamiento. Utilizar la escritura como camino de vuelta, para desandar día a día, la tendencia a la
selección, frente a la nuda existencia, que está incrustada en nuestra soberbia cultural. Alcanzar la simplicidad de la finitud, reaprender a morir para intensificar los giros del día. Este método un poco salvaje, y no una obra en sí tangible, fue lo que quedó de aquel período de soledad sonora.
No tener más remedio que seguir es lo que explica que aquella iniciativa insensata saliese bien. Las elecciones forzadas, obligadas por lo intolerable, son las únicas que valen, lejos de lo que imagina una vana cultura urbana. Toda nuestra mitología de la elección, de una decisión libre de la aspereza de la necesidad, se derrumba cuando nos enfrentamos a uno de esos momentos cruciales en los que nos jugamos la vida.
En el momento en que aquella coacción brutal desapareció, la montaña me echó literalmente de allí, sin poder despedirme ordenadamente ni cumplir con una retirada gradual que no fuese dolorosa.
Es muy importante atreverse a ser cualquiera.
Rozar la aniquilación nos ayuda a aceptar ser desconocidos, incluso imperceptibles.
Lo central en nosotros, lo destinado a durar, nunca lo elegimos. Nos escoge, y nosotros no tenemos otra alternativa que descifrar su sentido o convertirnos en la imagen viva de la derrota, de una muerte en vida.
Madrid, enero de 2016
Ignacio Castro Rey,
Roxe de Sebes. Mil días en la montaña, Los libros de fronterad, Primera edición 2016
AVUI, presentació del llibre en Llibreria Laie de Barcelona, Pau Claris 85, a les 19:30 hores