Somos radicales. Hemos resuelto mentalmente todos los problemas. Nuestros discursos describen la realidad, diagnostican la enfermedad, nombran las soluciones. Las guerras, el cambio climático, el fascismo, el consumismo; en definitiva, el capitalismo. Todo está mal. El Todo es el Mal. Y eso no se soluciona con política, vehículo rutinario de reclutamiento y formación de gestores capitalistas. Hace falta revuelta, rebelión, revolución. Masas en la calle conscientes y aguerridas; líderes lúcidos y valientes. Si tuviéramos un ejército, si tuviéramos mucho dinero, si nos siguiera la gente entontecida, viviríamos ya entre fuentes de leche y de miel. Pero no tenemos ni ejército ni partidarios. Seamos radicales: hablemos. Eso sí, no hagamos política, que conduce siempre a la corrupción, la asimilación, la moderación, la traición.
¿Recordamos a qué nos condujeron las guerras? Es posible que no se pueda hacer política de otra manera, pero tampoco se puede matar de otra manera. Nuestros políticos han sido siempre asimilados por el “régimen”; pero nuestros guerrilleros también. Los parlamentos desradicalizan, las armas homogeneizan. En uno y otro caso el enemigo nos impone las reglas del juego y la psicología que las acompaña: nos volvemos venales o teleológicos, interesados o crueles, acomodaticios o místicos violentos. La solución -la única- sería fabricar un hombre nuevo con los mimbres del viejo a partir de la extensión de prácticas de politización de la vida cotidiana forjadas entre pocos, en espacios pequeños y dilatadas lentamente al conjunto de la sociedad. Es posible hacerlo; sería bueno. Con 800 años bastaría. Ahora bien, no ya a España, a la humanidad misma, ¿le quedan 800 años? Si la única solución necesita un tiempo que no tenemos y los atajos con revoluciones o con reformas reproducen fatalmente el reparto de clases, ¿qué hacer? Quedan Dios y el sexo. Dios está al alcance de todos; el sexo, sólo de los más guapos o los más ricos. Queda Dios. Dios es el más radical y, desde luego, el más populista.
Hagamos el recorrido a la inversa. Tenemos a Dios y tenemos el sexo. El sexo es para pocos. Dios es de todos y va ganando terreno. Ninguna revolución va a detenerlo; sólo podía hacerlo el capitalismo y sólo en tiempos de bonanza consumista. Tampoco ningún “hombre nuevo” va a detener ni a Dios ni al capitalismo; Dios reaparece precisamente contra el “hombre nuevo” del capitalismo, el único que existe, y no hay otro del que echar mano: regresa por eso el más viejo, el peor, el del
ancien régime, con sus jerarquías, su orden natural, su patriarcado. El hombre premoderno. Frente a Dios y el capitalismo la izquierda tiene todas las de perder. Hemos perdido.
Podemos compensar nuestra derrota con radicalismo verbal, puro
shibolet de autorreconocimiento energético que nos aísla entre los nuestros. Podemos decir la verdad, aunque no interese a nadie. Decir la verdad, por lo demás, ¿sobre qué? ¿Sobre el enemigo? ¿Sobre lo que queremos? ¿Sobre lo que podemos? Es fácil ser radical hablando del enemigo o diciendo lo que queremos: somos republicanos, anticapitalistas, antiimperialistas y feministas. Muy bien. Pero una declaración así no la pide el mundo sino nuestros propios compañeros activistas, a los que acabamos haciendo concesiones conyugales y sectarias: que al menos sepan mis compañeros que sigo siendo de los suyos. De vuelta a las tribus y las mafias, consuela al menos tener nuestra propia fratría.
Podemos también trabajar honradamente en focos elitistas de democracia futura, al menos para conservar de hecho una verdad antropológica que, más amenazada que amenazadora, tiene la ventaja, frente al inútil radicalismo, de ser al menos muy bonita y verdadera. Conservar la “comunidad”, como los monasterios los libros en la Edad Media, para tiempos mejores. Habrá que hacerlo, sin duda, por decoro y por si acaso. Su defecto es que no anticipa ni prefigura nada, pues entrega el tiempo de la historia a los que la destruyen a toda velocidad. Si una verdad inaudible y minoritaria es una verdad religiosa (el radicalismo es un misticismo), una comunidad densa fuera de la historia, que se limita a desmentirla desde los márgenes o a zaparla desde el borde, tiene también algo de llamamiento protocristiano al martirio.
Podemos finalmente intentar introducir algún remedio pequeño y provisional. Como los bomberos, los enfermeros y los misioneros. Pero en laico. No se trata de elegir entre lo imposible óptimo y lo posible siempre malo; ni de conformarse con un guisante para renunciar a un elefante. La política es la ciencia de introducir en el mundo, frente a lo imposible óptimo y lo posible malo, el máximo bien posible en una época concreta. La época es una mierda rocosa: no una masa de arcilla ni un papel en blanco. Contra el tiempo que apremia y en circunstancias de derrota estrepitosa, el máximo bien será pequeño, pero es lo único bueno que podemos hacer sin matar a nadie; y la condición -incierta, trabajosa- de futuros bienes más grandes y decisivos. Si no cruzamos un bien pequeño en el camino de la destrucción, como un palo en la rueda de un carro, no habrá “lugar” luego para bienes mejores. Esa tarea exige, en todo caso, una madurez que la vieja izquierda sólo tuvo para envejecer más deprisa y que Podemos, paradójicamente, parece querer dejar atrás. Lo único posible y al mismo tiempo bueno que puede hacerse -que no es mucho- se puede echar a perder, no por la consistencia fagocitadora de las instituciones ni por la moderación o radicalismo de los discursos, sino por este salto -con menos
Maquiavelo que
Shakespeare y
Freud- a la lactancia. En Vistalegre II Podemos debería recuperar no la frescura sino la madurez de la que nació.
La “inmadurez” podemita forma parte, es verdad, de una tradición “izquierdista”. En este sentido, “radicales” y “moderados”, dentro de Podemos, son todos muy “de izquierdas”. Pero esa inmadurez es también muy idiosincrásica y epocal. La “generación mejor formada” de la historia de España es también la más mimada, la más consentida, la más ligera, la menos puesta a prueba por la historia. No tiene ni memoria ni -literalmente- experiencias. Nunca se ha jugado nada de verdad y cree ahora, por eso, que todo es un juego. Eso era una ventaja para echar andar, pero un obstáculo para echar a volar con una cuerda en el suelo. Justo cuando la historia vuelve a parecerse más a un vendaval que a un río.
De las derechas no tenemos que aprender a ser de derechas pero sí a dejar de ser “de izquierdas”. Marine Le Pen, por ejemplo, ha asociado en la cabeza de una virtual mayoría social las amenazas de la globalización a la amenaza de la islamización:
Michel Eltchaninoff lo explica muy bien en su último libro, donde analiza además las metáforas “físicas” y “corporales” de la líder del FN. La izquierda, por su parte, no ha sabido asociar las amenazas de la globalización a las de la desdemocratización dominante. Al contrario. Si tiene razón el historiador camerunés
Achille Mbembe -y creo que la tiene- y la globalización ha “destrenzado” por fin los destinos del capitalismo y la democracia, aparentemente unidos frente a la URSS, la izquierda ha colaborado en esa desdemocratización empeñándose en denunciarlos y combatirlos unidos, y ello cuando más se separaban. Cuando el capitalismo empezó a soltar la democracia, la izquierda soltó el mundo mismo. Ha arremetido contra la globalización como si fuera una extensión de las pretensiones universales de la razón ilustrada, debilitando así los Derechos Humanos y la democracia, abriendo paso, sin proponer nada a cambio, a geopolíticas olímpicas y relativismos altisonantes y fanfarrones pero puramente negativos o deconstructivos, y cediendo el terreno, por eso mismo, del otro lado, a una derecha populista mucho más mundana; una derecha que, tras esta obra de demolición democrática, ofrece ahora un retorno identitario, un refugio institucional, una afirmación concreta y sin vergüenza de la propia cultura “amenazada”. La socialdemocracia y, en general, los discursos dominantes de los gobiernos capitalistas son, es verdad, los que han justificado tanto las inútiles críticas de la izquierda como las destructivas de la ultraderecha asociando el nombre de la Democracia y de los Derechos Humanos a políticas económicas y sociales que han impedido e impiden la una y han violado y violan los otros. Las oligarquías y sus partidos han franqueado de nuevo el paso a la inseguridad más radical, caldo de todos los retrocesos históricos, y en este temblor del aire la izquierda se empeña en ser “de izquierdas” mientras el destropopulismo se ofrece, en corto y en plebeyo, como paraguas y manta y talismán para “la propia gente”.
La partida se juega aquí: en eso que se ha llamado “populismo”, mucho más criminalizado por las oligarquías temblorosas que el radicalismo de izquierdas, fuera de juego para esta batalla a vida o muerte: un discurso en definitiva corporal -antiglobalizador y anticapitalista- que puede asociarse a Dios o a la res publica, a la exclusión o a la inclusión, a la xenofobia o a los Derechos Humanos, a los privilegios de clase o a la justicia social, al neomachismo o al feminismo, al autoritarismo o a la democracia. En eso ha fracasado la izquierda, como señala
Nancy Fraser respecto de Trump y su victoria electoral: ha faltado -dice- “una narrativa abarcadora de izquierda que pudiera vincular los legítimos agravios de los votantes de Trump con una crítica efectiva de la financiarización, por un lado, y con la visión antirracista, antisexista y antijerárquica de la emancipación, por el otro”. Si el neofascismo se ha desembarazado de ciertos significantes radicales clásicos -la raza, el hombre nuevo, el imperialismo, el expansionismo- para volverse defensivo y concreto, la izquierda no debería dudar en dejar caer su propio lastre para mantenerse atada al suelo mientras vuela. Toda la cuestión gira en torno a la pregunta: quién protege mejor y cómo se protege mejor a la gente. La izquierda -da igual cómo la llamemos- tiene que demostrar que la justicia y la democracia son más eficaces en esa tarea. No es fácil, aunque en España los ayuntamientos del cambio (sobre todo en el caso de Ada Colau) demuestran que los bienes pequeños y concretos pueden detener algunos carros y anticipar narraciones más grandes. No es fácil pero será imposible si partimos del presupuesto irreal -la realidad sin mundo- de que “la clase trabajadora” está esperando la llamada a la “dictadura del proletariado” (o a la militancia democrática elitista, permanente y sin descanso) para derrocar al fascismo. “Mi reino no es de este mundo” -recordaba Domenico Losurdo con buen criterio- no es el eslogan del cristianismo -ni, desde luego, del islam- sino de la “izquierda”, socialdemócrata o radical. En “este” mundo -el nuestro, cada vez más encogido- la polarización ya no puede ser, como lo fue en el período de entreguerras del siglo pasado, la que enfrenta dos formas de radicalismo sino la que opone dos formas de “conservadurismo”.
Nancy Fraser es optimista y ve en Trump un simple “interregno” y una oportunidad. Yo me he vuelto tan neurasténico que recuerdo sin poder evitarlo que lo mismo dijo la izquierda alemana de Hitler. En este Weimar global los tiempos -el tiempo mismo- no dan para más. Si nos dejamos ganar todos los asideros y perdemos esta ocasión -y no es improbable que la perdamos- sólo quedan Dios, el hombre premoderno, el capitalismo más salvaje reconstruyéndose con material de desecho. Y con tecnología punta y armamento nuclear.
Santiago Alba Rico,
Dilemas, Ctx 18/01/2017