En 1978, Funkadelic publicó su single más exitoso: «One nation under a Groove», primer corte del álbum del mismo título y el único entre los suyos que traspasó la barrera del millón de copias vendidas. Aunque la que se inclinaba más abiertamente por el funk era Parliament, la otra banda que comandaba al mismo tiempo el inigualable George Clinton, Funkadelic hizo en esta ocasión honor a su nombre y manufacturó un memorable hit de ritmo irresistible. El mensaje hace honor a la música: bailar se presenta como un camino hacia la libertad y de ahí el deseo de unificar a la nación «bajo un solo Groove». Por otro lado, no está claro si la nación de marras es Estados Unidos o la Nación Negra fundada por Elijah Muhammad en 1930. Sea como fuere, han pasado casi cuarenta años desde que el tema sonara por vez primera en las radios norteamericanas y en ese tiempo el
groove ha sido reemplazado por el populismo. Puede alegarse que la nación entera no está unificada bajo el populismo, dado el bajísimo índice de popularidad exhibido por Trump el día de su toma de posesión, pero el
under del título no tiene por qué connotar acuerdo o consenso:
funge también como dominio. Y tras las marchas de protesta del fin de semana, que tratan de dar forma a un contrapoder que limite la acción de gobierno del nuevo presidente, parece claro que Trump concentra la atención de todos. «¡Menuda representación!», titula Die Zeit en referencia a sus virtudes escénicas. Así que presidencia bien podría servirse de la canción de Funkadelic para hablar al mundo: «Es la oportunidad de liberarnos, bailando, de nuestras constricciones / A todos nos va a sacudir / Estemos preparados o no, aquí llegamos». Quizá Marine Le Pen y Frauke Petry podrían hacer los coros. ¡Todos a la pista!
Y es que parece ya indudable que el populismo se ha consolidado como el más eficaz gestor de los depósitos de ira acumulados en las democracias occidentales durante la Gran Recesión. Antes de que ésta se desencadenase, ni siquiera el propio
Peter Sloterdijk podía prever su renovado protagonismo. Más bien se inclinaba por una desarticulación de las empresas gestoras de la ira, que sufrían ante todo por la caída del comunismo:
Si el rasgo más marcado de la situación política mundial tuviera que expresarse con una frase, debería rezar así: hemos entrado en una era en la que no existen puntos de recolecta de ira con perspectiva mundial.
¡Qué lejos queda 2006! También entonces, en las mismas páginas de
Ira y tiempo, el filósofo alemán razonaba que la radicalidad había dejado de ser un estilo político en las sociedades occidentales y se había visto reducida a la condición de «actitud estética» y acaso «habitusfilosófico de importancia». Diez años después, el populismo ha emergido como estilo político radical capaz de recolectar y gestionar depósitos de ira socialmente dispersos. Es un populismo tanto de derecha como de izquierda, aunque hasta el momento el primero haya sido electoralmente más exitoso (acaso con la salvedad de la victoria de Syriza). Y es que también una parte de la izquierda ha abrazado un estilo político populista tan versátil como bien equipado para sacar ventaja de los elementos plebiscitarios inherentes a la comunicación digital: ya se habla del
Tweetedict como nueva forma de gobierno. En ese sentido, sorprende que los defensores del populismo de izquierda −o del populismo al serviciode los fines políticos de la izquierda radical− se ofendan ante lo que consideran un término peyorativo y procedan por ello a negarle toda validez analítica.
Pero validez analítica tiene y el discurso de Trump −que ha despejado de un plumazo las dudas sobre si moderaría sus posiciones al llegar a la presidencia, quedando ahora pendiente comprobar si hará una cosa y dirá otra, aunque tampoco parece el caso− acaba de demostrarlo: populista es quien arremete contra las elites corruptas en nombre del virtuoso pueblo soberano. Si el populista no es identificado mediante su discurso, mediante un decirque es también un hacer, ¿cómo lo identificaremos entonces? Si los actores populistas son o no peligrosos para la democracia pluralista, es cuestión distinta: los populistas de izquierda y sus partidarios dicen no serlo, pero lo mismo dicen los populistas de derecha y sus partidarios. Mientras unos hablan del populismo como lógica de construcción de lo político, los otros usan el populismo como lógica de construcción de lo político. Pero ambos son populistas. Y eludir la categoría por considerarla publicitariamente contaminada debido a la perversa influencia del trumpismo no basta para desembarazarse de ella. Por lo demás, nada impide al populista de izquierda alegar que sus fines son más nobles o justos que los del populista de derecha, aunque sus medios −un discurso antielitista que modifica preferencias y crea realidades sin limitarse a «recogerlas»− puedan ser los mismos o parecerse sospechosamente. Nótese, por lo demás, que un partido puede desplegar un discurso populista y moderarlo, temporal o definitivamente, después.
Aunque ya ha sido comentado hasta la extenuación, el discurso inaugural de Trump merece atención por dibujar con admirable claridad los principales ejes del discurso populista. Primero, el tremendismo que dibuja un país decadente en el que se ha producido una «carnicería». Segundo, un nacionalismo −a veces llamado patriotismo − que delimita la comunidad acreedora de beneficios: el pueblo propio frente a sus contaminaciones cosmopolitas o migratorias. Y sobre todo, en tercer lugar, la responsabilidad mayor de unas elites corruptas, «un pequeño grupo en la capital del país que se ha llevado los beneficios del gobierno mientras la gente ha soportado los costes». Es decir: «un establishment que se ha protegido a sí mismo, pero no a los ciudadanos de nuestro país». Se sigue de aquí, en cuarto término, el corolario habitual: la necesidad de reinstaurar la verdadera democracia quitando el poder a esas elites y devolviéndoselo al pueblo:
Hoy no nos limitamos a transferir el poder de una administración a otra, o de un partido a otro: estamos transfiriendo el poder de Washington DC y te lo estamos devolviendo a ti, pueblo estadounidense.
La forma en que esta «devolución» se llevará a término no es otra que la aplicación de políticas proteccionistas sintetizadas en la fórmula America First. Se comprará americano y se contratará americano. De ese modo, dicho con un lenguaje que combina las referencias deportivas con la concepción trumpiana de los negocios, «América volverá a ganar». Y ningún norteamericano, sin excepción, volverá a ser ignorado. Un discurso cuya credibilidad se apoya en un rasgo de estilo habitual del populismo: la condición de outsider de Trump. El historiador Loris Zanatta tiene escrito que
el líder populista debe poseer la patente de outsider, debe parecer exento de toda contaminación con el mundo político que promete eliminar para regenerar a la comunidad. [...] debe encontrar un equivalente no sólo en su estilo político, sino también en su lenguaje, en sus comportamientos, en sus gustos.
Huelga decir que el
outsider no puede esperar una identificación universal en una sociedad pluralista: sus maneras agradarán a un segmento del electorado y disgustará a otro. También es obvio que hay muchas formas de ser
outsider: están el hombre de negocios hortera y el activista de atuendo desenfadado. Naturalmente, Trump sólo es un
outsider en relación con el sistema político, en cuyo interior exhibe unas maneras irreverentes del gusto de muchos electores, para quienes parece representar el equivalente del cirujano de hierro del viejo falangismo: el hombre fuerte que actúa sin subterfugios. Y aunque también es un
clown de origen televisivo, su fortuna sirve como elemento de legitimación adicional en un imaginario cultural dominado por la distinción entre ganadores y perdedores: votar a Trump expresa el deseo de dejar de perder para empezar a ganar.
Sobre el papel, el discurso contiene elementos que podría hacer suyos cualquier otro presidente norteamericano: la necesidad del renacer nacional, la crítica a los «intereses especiales» de Washington, el gobierno del pueblo por el pueblo. Por momentos, recordaba a los lemas de campaña de Charles Palantine, el demócrata que aspira a la candidatura de su partido en
Taxi Driver (1976): «We the People» era su eslogan, un oxímoron que nadie identifica como tal debido a su fuerza emocional. No obstante, la agresividad de Trump tiene pocos precedentes: en lugar del optimismo californiano de Reagan, habla de una «carnicería» y −fuera de discurso− pone en cuestión la legitimidad y eficacia de los cuerpos intermedios, prensa incluida, con objeto de establecer una relación abiertamente plebiscitaria con la ciudadanía. Algo que facilitan el sistema político presidencialista y la propia cultura política norteamericana, pero que rara vez se había expresado de manera tan descarnada y, de hecho, hostil al sistema internacional edificado por Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial. Se ha hablado al respecto de
discurso decadentista, que delata cierta desesperación ante el ascenso de China y el ocaso relativo del imperio estadounidense. Algo puede haber, si bien tampoco conviene olvidar que las profecías sobre la decadencia norteamericana son una constante de su conversación pública que han servido hasta ahora como señales para evitarla. Añádase a ello que la narración redentorista tiene mucha fuerza en la sociedad estadounidense: nada mejor que experimentar a lo largo de la vida ese born again predicado por los cristianos evangélicos. Ahora bien, es probable que una presidencia proteccionista como la que parece dibujarse con las primeras decisiones de Trump −ahí está la salida del Tratado de Libre Comercio del Pacífico− contribuya a hacer realidad esa decadencia, acelerando el traspaso de poder a Asia. Si es el caso, como apuntaba con agudeza
José Ignacio Torreblanca hace unos días, la combinación de la presidencia Trump con el Brexit bien podrían dibujar el ocaso de la benigna hegemonía liberal anglosajona. Es dudoso que Europa, tan dividida en su interior, sepa aprovechar la oportunidad que se le abre con ello.
Por otro lado, el discurso de Trump no resultará extraño al populismo de izquierda que, acaso sin pretenderlo, ha contribuido a la victoria del populismo de derecha. Pensemos en Jeremy Corbyn, cuyos recelos hacia la Europa de los Mercaderes han terminado por hacerse visibles en su adhesión al control de las fronteras y un mayor proteccionismo económico por la vía del Brexit. No en vano, el conspiracionismo
anti-establishment tiene tantos adeptos a la izquierda como a la derecha. Y la convicción de que el mundo occidental ha experimentado una «carnicería» en los últimos años no es exclusiva del trumpismo. Ya lo he señalado en alguna ocasión: jaleamos a Varoufakis, pero gana Trump. Algo parecido puede decirse de la posmodernidad filosófica, que fue la primera en decir que no existen hechos, sino puntos de vista sobre los hechos: la misma proposición sobre la que se apoya Trump para desacreditar a la prensa encargada de vigilar su acción de gobierno. Finalmente, cabría preguntarse si la presidencia del magnate neoyorquino satisface a
los partidarios de la concepción agonista de la democracia. Recordemos que para ellos el consenso liberal es una suerte de opiáceo que adormece a los ciudadanos, razón por la cual defienden una
democracia basada en el conflicto: un conflicto que debe ser alimentado por ciudadanos políticamente apasionados en defensa de sus convicciones. Pero así como nuestras sociedades se han vuelto muy conflictivas en los últimos años, es dudoso que ello haya reforzado a las democracias liberales. A lo que un populista de cualquier signo podría responder que la democracia liberal y el liberalismo político son, precisamente, los enemigos a batir: cuanto peor, mejor. Por eso unos invocan a Putin y otros coquetean con la idea de un colapso sistémico que acelere la revolución definitiva.
Ahí reside una de las claves para entender el éxito del populismo: en el empleo de la ideología de la democracia contra la propia democracia.
Manuel Arias Maldonado,
One nation under a populist (I), Revista de Libros 25/01/2017