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El Roto |
A propósito, quisiera formular una pregunta: si, por ventura, nacieran hoy personas totalmente nuevas, que no estuvieran acostumbradas a la sumisión ni atraídas por la libertad, y que no supieran siquiera qué es ni la una ni la otra, si se les diera a elegir entre ser siervos o vivir en libertad, ¿qué preferirían? No cabe duda de que elegirían obedecer tan sólo a su propia razón que servir a un hombre, a no ser que sean como esos judíos de Israel que, sin coacción ni necesidad algunas, se entregaron a un tirano. No puedo leer la historia de ese pueblo sin sentir un gran despecho, que podría incluso llevarme a mostrarme inhumano con él, hasta el punto de alegrarme de todos los males que más tarde padecieron. Porque, para que los hombres, mientras quede en ellos algún vestigio de humanidad, se dejen someter, deben producirse de dos cosas una: o bien están obligados, o bien han sido engañados. Obligados ya sea por fuerzas extranjeras, como Esparta y Atenas por el ejército de Alejandro, ya sea por facciones, como cuando el gobierno de Atenas, en época anterior, cayó en manos de Pisístrato. Por engaño también pierden los hombres su libertad, pero, en tal caso, son con menos frecuencia seducidos por otro que por su propia ceguera. Así, el pueblo de Siracusa (antaño la capital de Sicilia), asediado por todas partes por el enemigo, sin pensar en otra cosa que en el peligro inmediato y sin prever el porvenir, eligió a Dionisio I y le dio el mando general de los ejércitos. No tuvo en cuenta a quién había otorgado tanto poder, de modo que ese astuto y habilidoso guerrero, al volver victorioso, como si no hubiera vencido al enemigo sino a sus propios conciudadanos, pasó a ser, primero, capitán-rey y, después, rey-tirano. No es fácil imaginarse hasta qué punto un pueblo, sometido de esta forma por la astucia de un traidor, puede caer en el envilecimiento y hasta en tal olvido de sus derechos que ya será casi imposible despertarlo de su torpor para que vuelva a reconquistarlos, sirviendo con tanto afán y gusto que se diría, al verlo, que no tan sólo ha perdido la libertad, sino también su propia servidumbre para enfangarse en la más abotargante esclavitud. Es cierto que, al principio, se sirve porque se está obligado por la fuerza. Pero los que vienen después se acostumbran y hacen gustosamente lo que sus antecesores habían hecho por obligación. Así, los hombres que nacen bajo el yugo, educados y criados en la servidumbre, sin mirar más allá, se contentan con vivir como nacieron y, sin pensar en tener otro bien ni otro derecho que el que encontraron, aceptan como algo natural el estado en que nacieron. No obstante, no hay heredero, por pródigo o despreocupado que sea, que no repase alguna vez los registros de su padre para comprobar si disfruta realmente de todos los derechos de sucesión y si nadie se ha apoderado de los que le corresponden a ellos o a sus antecesores. Pero, en general, la costumbre, que ejerce tanto poder sobre nuestros actos, lo ejerce sobre todo para enseñarnos a servir: tal como cuentan de Mitrídates, quien se habituó a ingerir veneno, es la costumbre la que consigue hacernos tragar sin repugnancia el amargo veneno de la servidumbre. No puede negarse que la naturaleza es la que nos orienta ante todo según las buenas o malas inclinaciones que nos ha otorgado; pero hay que confesar que ejerce sobre nosotros menos poder que la costumbre, ya que por bueno que sea lo natural, si no se lo fomenta, se pierde, mientras que la costumbre nos conforma siempre a su manera, pese a nuestras inclinaciones naturales. Las semillas del bien, que la naturaleza deposita en nosotros, son tan frágiles que no pueden resistir al más mínimo impacto de las pasiones, ni a la influencia de una educación contraria. Tampoco se conservan muy bien, degeneran fácilmente, se funden y se convierten en nada, al igual que los árboles frutales, que, al tener todos su particularidad, conservan su especie mientras se los deja crecer naturalmente, pero que la pierden en seguida para dar otros frutos muy distintos en cuanto se les injerta. Las hierbas tienen también cada una su propiedad, su característica natural y su singularidad; sin embargo, el hielo, el tiempo, el terreno, o la mano del jardinero, deterioran o mejoran, según los casos, su calidad; la planta que vimos en un lugar puede ser irreconocible en otro.
Etienne de la Boétie,
Discurso de la servidumbre voluntaria, Virus editorial, Barna 2016