De todos es sabido que, ante el relato de un delito violento, no nos limitamos a lamentar el sufrimiento que el criminal ha infligido a su víctima, sino que experimentamos también el deseo de que pague por él con su propio sufrimiento. Este deseo es ampliamente compartido por hombres y mujeres muy distintos en cuanto a su edad, cultura y otras condiciones. No hace falta decir que esa respuesta visceral suele agudizarse cuando el delito nos toca de cerca por una u otra razón. Lo que me interesa resaltar aquí es que ese deseo, que al fin y al cabo es el deseo de que alguien sufra, se presenta a nuestros ojos como una exigencia de que se haga justicia. Tiene, por tanto, un cariz eminentemente moral.
Es muy probable que la concepción de la justicia que aflora en esta experiencia tenga un origen biológico y que esté, por tanto, profundamente afincada en nuestra mente. Con su disposición a castigar a quienes agredían a otros miembros del grupo, nuestros antepasados habrían tenido, según algunas teorías evolucionistas, una ventaja adaptativa sobre individuos menos justicieros, o habrían dado ventaja a su grupo sobre grupos competidores. Las explicaciones evolucionistas vendrían de este modo a confirmar que estamos ante una actitud moral de extensión casi universal entre los seres humanos, una actitud que quedó impresa en nuestro ADN por las ventajas biológicas que nos proporcionaba.
Supongamos que esta descripción de nuestra actitud hacia los criminales es correcta en líneas generales: ¿significa esto realmente que deben ser castigados, incluso en el caso de que dispusiéramos de métodos alternativos para asegurarnos de que no pudieran reincidir en su delito? Hay que tener presente que el concepto de deber es, al igual que el de razón, un concepto normativo. La pregunta de si tenemos realmente el deber de compensar el sufrimiento de la víctima con un sufrimiento proporcional del criminal no puede contestarse señalando que es exactamente eso lo que la mayoría de las personas deseamos, por mucho que esta reacción visceral e intuitiva sea experimentada por nosotros como un deseo de carácter moral. Se trata de dos cuestiones distintas, al menos en principio.
El subjetivista niega que tengamos verdaderos deberes. Como vimos en las citas de
Hume (1), no reconoce a la razón poder alguno para exigirnos o aconsejarnos una acción distinta de la que deseamos de hecho. La razón no es, para el subjetivista, un tribunal independiente que pueda enfrentarse a los deseos. Los deseos de cada uno son, por tanto, la única fuente de justificación de sus acciones. Si la gente siente que los criminales deben ser castigados, ninguna razón puede oponerse a que ese deseo guíe nuestras acciones. Si una persona tiene impulsos criminales, ninguna razón podemos alegar para censurar su conducta ni para intentar impedirla, más allá de las que derivan de nuestros propios deseos de protegernos.
Todo esto contrasta con la posición que defiende
Derek Parfit en
On What Matters. Considerada desde la perspectiva de la teoría objetivista de las razones, la cuestión de si tenemos realmente una razón moral determinante para hacer sufrir al criminal no puede zanjarse apelando a nuestros deseos. Los deseos no justifican nada, aunque sean intensos y generalizados, y aunque dispongamos de evidencia científica de que podrían haber sido seleccionados a lo largo de nuestra historia evolutiva por sus ventajas adaptativas. Ni que decir tiene que tampoco la justifican los deseos malvados que condujeron al criminal a cometer su fechoría. Para el objetivista, hay una cuestión de hecho (de hecho normativo, podríamos decir) respecto a si quien ha causado un sufrimiento gratuito merece o no ser castigado, y ese hecho no depende de cuáles sean nuestras actitudes.
Jorge Mínguez,
Contra el nihilismo, Letras Libres 14/02/2018
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