“Un día tendremos pensamientos como puestas de sol”, escribe
David Pearce en su inquietante ensayo (El imperativo hedonístico) y luego nos cuenta que además de tener pensamientos magníficos, gracias a la intervención tecnológica del cuerpo nuestros descendientes vivirán en un mundo sin dolor donde el bienestar extremo será el estado natural de las personas, un radical bienestar alejado de la estupefacción que producen las drogas contemporáneas, pues irá ligado a un pensamiento extremadamente lúcido. Además el dolor va a erradicarse del planeta, igual que la mayoría de las enfermedades, asegura
Pearce. De hecho el movimiento ya ha empezado, si se piensa en que hace doscientos años no había ni anestesia ni analgésicos y, desde la perspectiva transhumanista, el hedonismo colectivo que viene podría estar mucho más cerca si las compañías farmacéuticas, acobardadas por el puritanismo del establishment, introdujeran en sus píldoras elementos para procurar el placer y no solo para paliar el dolor.
Basta con observar el entorno; la preocupación desmedida por la salud, el culto al físico, el narcisismo que mueve a nuestros contemporáneos, nos hacen ver que el imperativo hedonista de Pearce ya está aquí. El mundo sin dolor es técnicamente factible pero se enfrenta, dicen los transhumanistas, a nuestro concepto arcaico de la salud mental, en el que la tristeza, la ansiedad, el desasosiego nos equilibran, nos endurecen, ponen a tono nuestra estructura emocional. Para entrar cabalmente en el posdarwinismo, tendríamos que erradicar nuestras oscuras emociones primitivas y la estructura mental de cazadores y recolectores que nos define.
Estamos ya en una era transicional, justamente en el momento en que empieza a desplegarse la decodificación y la reescritura del genoma humano, la arquitectura genética, la alquimia de los neurotransmisores.
El futuro sin dolor que anuncia
Pearce será el de nuestros descendientes y nosotros somos ya el final de una era, vivimos todavía acosados por la culpabilidad, por el miedo religioso que nos produce el placer ilimitado y el rechazo irracional a una especie que no cuente con el contrapeso del dolor. Probablemente pasaremos a la historia como los últimos insensatos que pusieron límites al placer.
La gesta del trashumanismo parece, como digo, ciencia ficción y tiene una cantidad de previsibles efectos secundarios que sería pertinente explorar. El placer, sin el contrapeso del dolor, ¿sigue siendo placer? ¿En dónde queda el derecho a la tristeza? No puede perderse de vista que un mundo habitado por gente herméticamente satisfecha, por más afinado que tenga el pensamiento, no tendría motivos para defenderse de los abusos de las élites políticas y económicas. Tampoco puede soslayarse que para que el transhumanismo funcione la evolución posdarwinista tendría que ser escrupulosamente democrática, accesible para todos y cada uno de los habitantes del planeta.
Por lo pronto los detractores de
David Pearce exhiben una larga batería de impedimentos morales, físicos, económicos, para descalificar el transhumanismo. Ya les tocará a los nietos de nuestros bisnietos comprobar qué tanto había de realidad en el imperativo hedonista.
Quizá nosotros seamos ya los últimos ejemplares de esa especie anticuada, melancólica y enfermiza, que de aquí en adelante se irá emancipando de sus tristezas, de
Darwin y de la madre naturaleza.
Jordi Soler,
El imperio del placer, El País 23/02/2018
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