Nuestro primer reflejo es, comprensiblemente, defender la libertad de palabra a la manera tradicional. Esto es, aplicar en lo esencial la argumentación que se ha desarrollado en el seno de la filosofía política liberal, que tiene su origen −conviene recordarlo− en la lucha contra el Estado absolutista. No era este último todavía, por cierto, un totalitarismo: como ha señalado Andrew Pettegree, los gobernantes medievales y renacentistas usaban los medios de comunicación disponibles en su época para justificar sus decisiones, sin duda con objeto de no ser percibidos como gobernantes injustos susceptibles de legítima insurrección. Para el liberalismo, la crítica y el control del poder constituye una de las utilidades de la libertad de palabra; también se trata, como enfatiza
Mill, de contribuir con su ejercicio a una sociedad pluralista en la que el ciudadano libre tenga donde elegir. Y, más ampliamente, de hacer posible el intercambio de ideas cuya prueba y error conduce paulatinamente a la mejora de las sociedades. Tal como dice
Kant en relación con la censura de los filósofos: «La interdicción de la publicidad obstaculiza el progreso de un pueblo hacia lo mejor». No cabe duda de que la libertad de palabra ha cumplido sobradamente sus funciones y que los excesos causados en su nombre han sido inferiores a sus beneficios. Apenas puede extrañarnos, por tanto, que una de las primeras medidas adoptadas por los dirigentes populistas o de inclinación autoritaria cuando llegan al poder sea restringir la libertad de prensa y de palabra, ítem clásico en el catálogo del iliberalismo; o que, en sentido inverso, el debilitamiento del autoritarismo se manifieste en el aflojamiento de la censura y el control previo de las publicaciones (como sucedió con la Ley de Prensa franquista de 1967). El poder sobre lo que se dice es imprescindible para el poder no democrático.
Manuel Arias Maldonado,
La libertad, en su laberinto (II), Revista de Libros 28/02/2018
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