La felicidad fue tema de las grandes filosofías morales, fue una enorme preocupación para el pensamiento político moderno y para la economía política, pero ¿qué ha quedado de ello en nuestros días? Libros de autoayuda y mensajes en las sucursales bancarias.
El capitalismo afectivo es aquel que sabe reconocer que las emociones son las que mejor determinan algo necesario para el mercado: nuestro nivel de adhesión a su dinámica. La felicidad se ha convertido en el arma desde el cual dibujar un nuevo espacio o panorama para todos nosotros. La cuestión es ¿por qué este interés por la felicidad? Como bien nos recuerda
William Davis en
La industria de la felicidad, la felicidad (no otro tema) fue el eje del
Foro Económico Mundial recientemente. No se trató de cuestiones de administración, ni de gestión, ni de modelos de inversión, sino de la felicidad.
Según el informe State of the Global Workplace del año 2013, solo uno de cada ocho trabajadores está seriamente comprometido con su trabajo, el resto esparce a su alrededor algo tan nocivo como la infelicidad. En España tenemos por ejemplo el congreso que anualmente organiza AEDIPE (Asociación Española de Dirección y Desarrollo de Personas) titulado 'La felicidad en el trabajo', donde precisamente se trata de rediseñar el lugar de la felicidad en la esfera laboral. Aunque quizá sea la Fundación Botín quien más apueste por toda esta retórica acerca de la felicidad. Hay un estudio que ya he mencionado en otras ocasiones, pero que es sintomático de esta preocupación. Según sus datos el costo económico de la infelicidad para las empresas “se ha calculado en 829 euros por habitante al año, 386.000 millones de euros solo en la Unión Europea”.
De lo que se trata entonces es de inventarse qué es eso de ser feliz, y tenerlo siempre muy cerca, desde la escuela. No en vano las grandes corporaciones, la CEOE, etc., nos bombardean con la educación y la felicidad. Es necesario saber dibujar qué es eso de las emociones lo antes posible, y orientarlo para que siempre aparezca del lado de la producción. De ahí los programas “revolucionarios” que nos hablan de la “Educación Responsable” de la Fundación Botín o el “Yo puedo” del BBVA. A más capacidad de desahucio más capacidad de aconsejar “moralmente” sobre la felicidad y la educación.
¿De qué nos habla el capitalismo afectivo? Las dinámicas del sistema laboral actual nos condenan a la precarización, a una fórmula de explotación que genera graves casos de depresión, problemas de salud mental, etc. El objetivo, pues, es evitar esto. ¿En serio? Bueno, en realidad no. Es decir, no se trata de aceptar que el mercado laboral genera serios desórdenes vitales sino al contrario. En lo relativo a la felicidad (lo mismo ocurre si hablamos de creatividad o imaginación) este capitalismo afectivo funciona sobre dos ejes: calcular el coste preciso de ese problema y, en segundo lugar, producir un nuevo concepto (y, por tanto, un nuevo imaginario) de felicidad. Una asociada a los retos del mercado, a la competitividad, al individualismo, etc. La felicidad como herramienta para el desarrollo del capital humano.
Aquí el capitalismo desarrolla todo su potencial como gigante del arte y la
propaganda, algo que podemos ver en bancos, escuelas o universidades. De esta forma, con este incansable juego de la felicidad impulsado por las grandes empresas se genera un estadio cultural en el cual se esparce un nuevo aroma de bienestar asociado al mercado. Es necesario, parecen decirnos desde las élites, recomponer el marco de la felicidad, hacerla penetrar en el terreno productivo. Y ahí se ha quedado. El mensaje cultural es el siguiente: la felicidad se basa en aceptar que si bien no puedes hacer mutar la realidad, hacer saltar por los aires esa realidad que te somete, esa relación que te precariza, lo que sí puedes hacer es cambiar tu reacción ante esa realidad. Esto es más sencillo y te hará más feliz.
El capitalismo afectivo se basa en esta premisa como una especie de evangelio: la felicidad está en variar tu reacción. Así de sencillo. Desde la racionalidad el capitalismo no puede funcionar hacia fuera; en este afuera serán los afectos el soporte, la forma desde la cual cincelan silenciosamente nuestra relación con lo real. Sobre la sensibilidad como lugar de dominación se generan ahora los límites de lo político, es decir, de lo decible, de lo tolerable, etc.
Y en este terreno la derecha
neoliberal ha sabido no sólo manejarse con excelente precisión, sino que la izquierda, o parte de ella, ha asumido alegremente esta semántica afectiva. Y es que, quizá, regresando al inicio, haya que leer la novela de Ferguson como lo que es: un problema de imaginarios. La incapacidad de la izquierda para generar un imaginario político es alarmante. Un imaginario político que quizá debiera pasar por el rediseño de un imaginario afectivo, o mejor, a riesgo de ser malinterpretado, un imaginario espiritual. Desprejuiciar lo espiritual y entenderlo como espacio desde donde producir una cultura común sería importante. Dar por abierta esa batalla de lo sensible; a eso me refiero. La cultura es algo ordinario, decía Raymond Williams, y desde ahí es posible vislumbrar el cambio. Recuerdo que
Gramsci citaba a Novalis para hablar de esto. No me cabe duda de que el olvido de lo espiritual es el olvido del resorte desde donde generar un imaginario colectivo. Necesitamos, creo, un cambio en la arquitectura de lo sentimental para defendernos de la obesidad afectiva del capitalismo, que tiende a derrotarnos con tanto cariño. Ese sería un buen empeño común.
Alberto Santamaría,
En la felicidad está la derrota, El Confidencial 03/03/2018
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