Durante mucho tiempo, el tiempo era algo que yo hacía todo lo posible por evitar. Por ejemplo, durante buena parte de mi adultez temprana me negaba a llevar reloj. No estoy muy seguro de cómo aterricé en esa decisión. Recuerdo vagamente haber leído que Yoko Ono nunca lo lleva porque odia la idea de tener el tiempo atado a su muñeca con una correa. Aquello tenía sentido. Me parecía que el tiempo era un fenómeno externo, impuesto y opresivo y, por consiguiente, algo que podía decidir activamente eliminar de mi persona y dejar atrás.
Esta idea me confirió inicialmente una profunda sensación de placer y de alivio, como ocurre con frecuencia con las rebeliones. También solía implicar que cuando me dirigía hacia algún lugar o a encontrarme con alguien, no estaba en absoluto fuera del tiempo, sino que iba simplemente por detrás de él. Iba tarde. Con tanta eficacia evitaba el tiempo que pasó mucho tiempo antes de que comprendiera que eso era lo que estaba haciendo. Y a ese descubrimiento le siguió enseguida otro: estaba evitando el tiempo porque en secreto lo temía. Conseguía una sensación de control al percibir el tiempo como algo externo, como si fuera algo en lo que pudiera entrar y de lo que pudiera salir como un riachuelo, o esquivar del todo como una farola. Pero en lo más profundo de mi ser sentía la verdad: el tiempo estaba —está— en mí, en nosotros. Está ahí desde el momento en que me despierto hasta el momento en que me duermo, inunda el aire, impregna la mente y el cuerpo, se desliza por mis células, atraviesa todo momento de mi vida y continuará avanzando mucho después del momento en que deje atrás todas las células. Me sentía infectado. Y, sin embargo, era incapaz de decir de dónde venía y mucho menos adónde iba el tiempo (y sigue yendo, filtrándose incesantemente). Como sucede con tantas cosas que uno teme, yo no tenía ni la más remota idea de lo que es el tiempo en realidad, y mi destreza para evitarlo no hacía más que alejarme de cualquier respuesta auténtica.
Hasta que un buen día, más remoto de lo que me gustaría, emprendí un viaje por el mundo del tiempo con el fin de comprenderlo; para preguntar, como hiciera
Agustín: “¿De dónde viene, qué está atravesando y adónde va?”. Los aspectos más puramente físicos y matemáticos del tiempo siguen siendo debatidos por las grandes mentes de la cosmología. Lo que a mí me interesaba, y lo que la ciencia solo ha comenzado a revelar, es cómo se manifiesta el tiempo en la biología: cómo lo interpretan y lo cuentan las células y la maquinaria subcelular, y cómo esa narración se filtra hacia arriba para adentrarse en la neurobiología, la psicología y la conciencia de nuestra especie. Mientras viajaba por el mundo de la investigación del tiempo y visitaba a sus muchos “ólogos”, buscaba respuestas a preguntas que me acosan desde hace mucho, y quizás también a ti, tales como: ¿Por qué el tiempo parecía durar más cuando éramos niños? ¿Se ralentiza de veras la experiencia del tiempo cuando estás en un accidente de coche? ¿Cómo es que soy más productivo cuando tengo demasiadas cosas que hacer, mientras que cuando dispongo de todo el tiempo del mundo tengo la impresión de no hacer nada? ¿Tenemos un reloj interior que cuenta los segundos, las horas y los días, como el reloj de un ordenador? Y si contenemos un reloj semejante, ¿hasta qué punto es flexible? ¿Puedo hacer que el tiempo se acelere, se ralentice, se detenga o se invierta? ¿Cómo y por qué vuela el tiempo?
No sé qué es lo que perseguía exactamente; tal vez tranquilidad de espíritu, o acaso algún conocimiento de lo que Susan, mi mujer, describiera en cierta ocasión como mi “negación deliberada del paso del tiempo”. Para
Agustín, el tiempo era una ventana abierta al alma. A la ciencia moderna le preocupa más investigar el marco y
la textura de la conciencia, un concepto solo ligeramente menos escurridizo (William James despachó la conciencia como “el nombre de una no entidad…, un mero eco, el tenue rumor que deja atrás el ‘alma’ que se desvanece en el aire de la filosofía”). Ahora bien, como quiera que la llamemos, compartimos una idea aproximada de lo que significa: una sensación duradera de nuestro yo moviéndose en un mar de yoes, dependiente pero solitario; una sensación, o quizás un deseo profundo y común, de que yo pertenezco de algún modo al nosotros, y de que este nosotros pertenece a algo todavía mayor y menos comprensible; y el pensamiento recurrente —tan fácil de dejar de lado en el esfuerzo cotidiano por cruzar la calle con seguridad y ocuparnos de la lista de tareas pendientes, mucho menos para confrontar las auténticas crisis del mundo— de que mi tiempo, nuestro tiempo, importa precisamente porque termina.
Alan Burdick,
El tic tac que nos mueve, El País semanal 4/1172018
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