Según se cuenta, cuando a Rafael Gómez Ortega, apodado ‘el Gallo’, le presentaron a
Ortega y Gasset, el matador de toros preguntó a qué se dedicaba aquel señor. ‘Es filósofo’, le dijeron. El torero, atónito, respondió con una frase que haría fortuna: ‘Hay gente pa tó’.
Nada nuevo, si recordamos el modo en que Calicles reprende a
Sócrates en el
Gorgias: cómo puede entretenerse con la filosofía un hombre de su edad, le recrimina, en lugar de dedicarse a cosas más serias y provechosas como ganar dinero o hacer carrera política; haría bien Sócrates en dejar esas sutilezas a jóvenes ociosos.
Decía
David Lewis que es tarea del filósofo cuestionar las actitudes y tópicos biempensantes que otros aceptan sin pensárselo dos veces. El filósofo rinde un servicio no sólo cuando detecta problemas en ellos, sino incluso cuando el tópico resiste el escrutinio, pues ya no se mantendrá de igual forma tras pensarlo dos veces.
Este ejercicio socrático parece hoy más necesario que nunca. Hace semanas contaba
Jordi Feixas en La Vanguardia una reunión de profesores en la que constataron que una mayoría de alumnos termina el instituto convencidos de que toda las opiniones son válidas o merecen igual respeto. Lo más interesante es que el relativismo de los estudiantes obedece a un motivo supuestamente moral: se adopta la postura relativista por miedo a ser intolerante. El atractivo del relativismo se explicaría así por la tolerancia, celebrada como el gran valor de las sociedades pluralistas. Algo que se ve también entre universitarios.
Basta un somero examen, sin embargo, para percatarse que del relativismo no se sigue la tolerancia, ni la tolerancia requiere relativismo. Ambas nociones ilustran bien la necesidad de análisis y clarificación conceptual a la que la buena filosofía responde. El relativismo aparece a menudo como una suerte de blanco móvil, difícil de fijar. Admitamos que podemos cifrarlo en la tesis según la cual todas las opiniones valen lo mismo. Es una tesis insostenible por paradójica, pues implica que no hay opiniones verdaderas o mejor justificadas que otras. Si afirmo que es el caso que no hay afirmaciones verdaderas, ¿estoy haciendo una excepción con mi afirmación? De lo contrario no habría razón para aceptarla o tomarla en serio. Por razones de este tipo quienes suscriben el relativismo suelen acotarlo al dominio de ciertas opiniones, como las morales. Incluso así es difícil ver cómo prestaría apoyo a la tolerancia. Al fin y al cabo, ‘la tolerancia es buena’ es una proposición moral. Si acepto que todas valen igual, tanto vale ésta como su contraria y no tendríamos más razones para ser tolerantes que para ser intolerantes. ¡Menudo apoyo!
En su discurso en la ceremonia de los premios Princesa de Asturias, dijo
Michael Sandel que lo que le atrajo de la filosofía no fue su abstracción, sino su carácter ineludible.
Mary Midgley, recientemente fallecida, lo explicó de forma más prosaica pero no menos eficaz cuando comparó la filosofía con la fontanería: ambas se ocupan de estructuras necesarias para la vida pero que no están a la vista. Si todo va bien, nadie piensa mucho en ellas; pero cuando se atascan o no funcionan necesitamos del consejo experto. Si al final, como dice
Sócrates a Calicles, no hay asunto más serio que la pregunta por cómo deberíamos vivir, más vale que lo pensemos bien.
Manuel Toscano,
Filosofía y fontanería, vozpópuli 17/11/2018
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