La idea central del volumen
The lies that bind. Creed, country, color, class, culture, del filósofo
Kwame Anthony Appiah, es una refutación del esencialismo
. Las identidades varían a lo largo de la historia; se ven de forma distinta; son en buena medida compuestas. Y dentro de lo que englobamos como una misma identidad existen también muchas diferencias. Nos separan y enfrentan unos a otros, pero también ayudan a cooperar: por eso son las mentiras que unen.
La identidad social permite “clasificar” a un individuo. Las identidades llegan “con etiquetas e ideas sobre por qué y a quién se le deberían aplicar. En segundo lugar, tu identidad da forma a las ideas sobre cómo deberías comportarte; en tercer lugar, afecta a la manera en que otra gente te trata. Finalmente, todas estas dimensiones de identidad son discutibles, siempre pueden debatirse: quién está dentro, cómo son, cómo deberían comportarse y tratarse”.
La identidad permite hacer observaciones genéricas sobre la gente, y las observaciones negativas o inquietantes sobre grupos son más verosímiles.
Appiah habla de un círculo vicioso: “Es más probable que esencialicemos grupos sobre los que tenemos ideas negativas; y más probable que tengamos ideas negativas sobre grupos que hemos esencializado.” A esta tendencia al esencialismo se añade una propensión a la tribu: los humanos, por razones evolutivas, tenemos tendencias tribales “y cada uno de nosotros tiene un
habitus al que dan forma nuestras variadas identidades”.
Aunque pensamos en la religión como un conjunto de creencias espirituales, es mucho más que eso. Una forma de verlo es que un ateo judío no piensa como un ateo católico. Los seres humanos somos propensos a establecer nuevas comunidades religiosas, y definimos la nuestra por contraste. Un chiste que repite
Appiah puede ayudar a entenderlo: un judío naufraga y llega a una isla desierta. Construye durante décadas tres edificios. Cuando lo rescatan, le preguntan qué son: “Esta es mi casa. Esta es la sinagoga a la que voy. Y esta es la sinagoga a la que no voy.”
Las reflexiones sobre las escrituras y sobre el malentendido que supone considerar que son lo central en una religión y que producen interpretaciones fijas son particularmente interesantes: muestran ambigüedades en mandatos acerca de la dieta, del adulterio o de la homosexualidad en distintas tradiciones. Precisamente, la ambigüedad y su posibilidad de generar distintas interpretaciones es lo que permite que sobrevivan.
Appiah apunta también a la naturaleza paradójica del fundamentalismo: venera viejos textos, pero es una reacción a la modernidad, que responde a la conciencia de que hay otras religiones, grandes diferencias espirituales –por tanto, a una preocupación por la identidad que se extiende de manera global– y a la alfabetización –que permite el acceso a los textos sagrados sin intermediarios–. El autor se opone al “determinismo escritural”, algo que, explica, impulsan tanto los fundamentalistas islámicos como quienes atacan el islam desde fuera. Muchas prácticas dependen de estructuras institucionales: la Torá prescribe la lapidación para los adúlteros, pero ya no se defiende la imposición. El fundamentalista y el crítico comparten a menudo una visión ahistórica. Todos (fundamentalistas y no fundamentalistas) recibimos la influencia de los antepasados:
Appiah defiende pensar en las identidades religiosas en términos de prácticas y comunidades mutables, y no creencias inmutables. Y nosotros no solo heredamos tradiciones; futuros ancestros, también las creamos.
La historia de su padre le sirve para ejemplificar una observación de
Renan: “Olvidar y, diría, el error histórico, es un elemento esencial en la creación de una nación.” Las naciones son inventadas y además se reinventan.
Renan hablaba del “plebiscito diario”: “lo que nos convierte en un pueblo es un compromiso de gobernar una vida común juntos”, explica
Appiah, que señala que la nación supone un desafío formidable para la democracia liberal. Esta depende de un credo cívico potente y delgado al mismo tiempo: “lo bastante potente como para dar sentido a la ciudadanía, lo bastante delgado como para que lo comparta gente con distintas afiliaciones étnicas y religiosas”. “El Estado romántico reúne a sus ciudadanos con un grito conmovedor: ¡Un solo pueblo! El verdadero himno del Estado liberal es: podemos encontrar una solución.”
Appiah defiende sus convicciones frente a la ola de nacionalismo que recorre Europa, y niega que debamos aceptar la elección obligatoria entre globalismo y patriotismo. “Las unidades que creamos funcionan mejor cuando afrontamos la compleja realidad de nuestras diferencias.”
Los objetos y prácticas culturales son móviles, dice
Appiah, por eso debemos resistir el término “apropiación cultural” como acusación.
Daniel Gascón,
Identidad: mentiras que unen, Letras Libres 01/11/2018
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