Como herramienta en la búsqueda de la verdad la duda es muy útil. La usa
Descartes cuando dice que él, como filósofo, quiere llegar al conocimiento, a una verdad que sea clara y distinta de la cual pueda estar al 100% seguro. Para eso tiene que dudar de todo lo que sabe. Es fundamental para él, no para los escépticos que se instalan en la duda. Tenerla como método es útil para llegar a la certeza, porque una cosa está clara: queremos certezas, las buscamos, las necesitamos y, por lo mismo, las creamos. Las religiones ofrecen certezas. Las ideologías, los fanatismos también.
Nietzsche hablaba de convicciones y decía: “Toda convicción es una cárcel”. Esas convicciones que eximen de la duda o a las que nos aferramos para no pensar o dudar son las grandes ideologías, los grandes ídolos, como los denominaba Nietzsche, capaces de generar posturas y comportamientos dogmáticos. En esas instancias es donde el ser humano se afirma en sus seguridades y evita así el malestar que genera la inseguridad y que puede ser físico, psicológico, emocional… Por eso queremos salir de ella. El problema es que a veces salimos de ella construyendo seguridades que luego demuestran ser falsas y generan todavía más inseguridad.
Una relación muy bonita es la de la duda, la de esa actitud de sospecha, con la moderación. Nos lo enseñaron los griegos, para quienes el cuestionamiento implica o procura esa moderación, mientras que las certezas apuntan hacia los extremos. De esa manera el equilibro estaría preservado a través de la pregunta, de la actitud de sospecha. Frente a esa postura deseable surgen varios inconvenientes: el tiempo, la falta de tiempo, la dispersión, la sobreabundancia de estímulos que hacen que no nos concentremos en las preguntas, en nuestro propio cuestionamiento. Se trata de condicionantes externos, pero hay uno interno que quizá sea el más importante o el definitivo. Se trata de una especie de excusa interior que nos damos a nosotros mismos para no pensar, porque sencillamente es más cómodo, pero el malestar más pronto o más tarde aflora.
Y algo más. Sin esa actitud hacia uno mismo uno se pierde el placer de pensar. Hay placer en cuestionarse, en dudar, en sospechar. Es un placer sentir que mediante ese proceder uno se hace cada vez más libre y autónomo: una persona más dueña de su propia vida que decide quién es, qué hace y por qué. Si no te permites, o te das, esa posibilidad estás renunciando a ese bienestar.
Magdalena Reyes Puig,
Elogio de la duda, filosofia&co. 29/11/2018
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