En esta sociedad todos llevábamos dentro un entrenador de fútbol y ahora, además, un politólogo. En vez de poner en juego una diversidad de factores que nos aclare las causas de lo sucedido, en lugar de situar a cada uno (partidos, medios, electores, abstencionistas… ) delante de su responsabilidad, todo se ha resuelto en la búsqueda de un solo culpable, un único factor que, casualmente, es el que mejor encaja en la particular batalla que libramos cada uno y que también nos exculpa de cualquier responsabilidad. La obsesión táctica incapacita para hacer buenos diagnósticos.
Sugiero una explicación que no he encontrado hasta el momento y que sin dar cuenta de todo debería al menos ser tomada en consideración, una explicación más psicopatológica que ideológica. A veces hay que fijarse menos en lo que dicen los actores políticos y atender más a lo que ponen de manifiesto.
Mi idea es que hay un nicho de votantes relativamente numeroso —y que aumenta en tiempos de incertidumbre, cuando el miedo o el simple desconcierto nos convierte en sujetos impredecibles— formado por quienes están especialmente irritados (que no coinciden necesariamente con eso que se ha dado en llamar “los perdedores de la globalización”) y que en cada elección optan por aquello que consideran que mejor expresa su cólera contra el poder establecido.
Este comportamiento electoral es, en mi opinión, la expresión más desinhibida de la antipolítica. Pone de manifiesto que el antagonismo entre la política y la antipolítica es más fuerte que el de derecha e izquierda. Actitudes antipolíticas las hay, por cierto, en todo el arco ideológico, aunque en la extrema derecha se concentren especialmente. Hay despolitización tecnocrática y también de carácter populista. Es la degradación de nuestra vida política lo que ha alimentado este monstruo.
La política se nos ha convertido en una centrifugadora que polariza y simplifica el antagonismo. Cuanta menos calidad tiene la vida política, más vulnerables somos al poder de los más brutos, mayor es el espacio que dejamos a los provocadores. ¿Por qué nos extraña su éxito si llevamos tanto tiempo dando a entender que los enfadados siempre tienen razón y que la ira merece más atención que el argumento? ¿Cómo es posible que quienes han contribuido a convertir la política en un espectáculo intenten convencernos ahora de que son la solución?Esto que acaba de pasar es la excrecencia de un problema producido por todos los que tenemos alguna responsabilidad (aunque sea en diferente medida) en la conformación de la cultura política y la opinión pública. Si cabe hablar en función de la solución, esta no será inmediata ni nos la va a proporcionar un cordón sanitario, ni el frente común, ni la enfática retórica antifascista, que solo sirven para impedir los buenos diagnósticos y bloquear la reflexión acerca de la propia incapacidad. No hay más solución que la política, es decir, el trabajo argumentativo, la visión estratégica, análisis más sofisticados, búsqueda de acuerdos, capacidad de resolver los conflictos, vigilancia y compromiso ciudadano.
Daniel Innerarity,
Las voces de la ira, El País 10/11/2018
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