Dejando de lado las consabidas peroratas (de las que, por cierto, ha estado casi ausente el tema de la corrupción que arrastra al Partido Popular por los juzgados), la ultraderecha ha delineado una caricatura dramática de cualquier movimiento organizado con pretensiones emancipatorias o solidarias. Sugiere, en resumidas cuentas, que mujeres, inmigrantes, colectivo LGTBI, ecologistas o defensores de los derechos humanos no tienen de qué quejarse y que la militancia en ese sentido es algo así como el ejercicio diletante de un gusto caprichoso que puede fácilmente integrar una quinta columna de conspiradores o devenir oficio mercenario subvencionado.
Ya no se trata de la acostumbrada postura paternalista y zumbona. No. La ultraderecha quiere negarles hoscamente las razones para organizarse, y así poder cargar contra ellos evitando cualquier debate analítico y dejándoles las manos atadas a la espalda. Aduce que los derechos LGTBI, de las mujeres, de los refugiados e inmigrantes, el derecho a un medio ambiente sano, a la cultura, a no convertir toda la vida en tiempo de trabajo son, en realidad, pueriles e innecesarios, poco masculinos (recordemos que 3 de cada 4 votantes de la ultraderecha en Andalucía son varones) y, en resumidas cuentas, onerosos económicamente para las arcas públicas. El fascismo crece ofreciendo libertades espurias (caza, defensa propia, tenencia de armas, insulto en figura de incorrección política, acoso sexual, etc.) a cambio de carta blanca para convertir una democracia ya de por sí con escasa calidad como la española en un cascarón virtual vacío de contenido político efectivo.
Lo que subyace a este discurso es que los derechos son limitados y que aquello que los “otros” (mujeres, emigrantes, colectivo LGTBI, ecologistas) ganan (emancipación, protección jurídica, regulación medioambiental efectiva, apoyo institucional, visibilidad social, etc.) es algo que la gente normal, la mayoría políticamente desorganizada, pierde. Según la ultraderecha, las libertades son finitas y deben distribuirse jerárquicamente, aunque lo que en realidad dispensa son grados en la opresión. En efecto: a diferencia de otras tendencias del fascismo actual, la que se presenta en el Estado español carece de sesgo obrerista, no predica una vuelta al estado del bienestar para los autóctonos, ni mejoras en sus condiciones de trabajo por muy falaces que fuesen tales compromisos.
El único beneficio que el fascismo reporta es dar voz a unas “mayorías silenciosas” (que no paran de hablar de todo) y la ilusión abyecta de que el menoscabo de los derechos ganados por esos colectivos de los que hablamos acarrea alguna ganancia. Con esto, desde luego, la ultraderecha consigue disfrazar la “guerra de todos contra todos” (la “barbarie” de la que Marx hablaba como contrapunto al socialismo) de “guerra de todos contra el otro”.
Lo terrible del sujeto banal es que está dispuesto a suscribir soluciones bárbaras: endurecimiento de los códigos penales, mayor impunidad para la policía, condiciones de trabajo draconianas y fronteras inexpugnables. Unas soluciones que son el corolario lógico de considerar los derechos algo banal y a la postre, prescindible. Decía
Ernst Bloch que el fascismo otorga a los individuos desorganizados una oportunidad para expresarse: la ultraderecha española augura una venganza de los normales, de los triviales, del varón español, cristiano, blanco, heterosexual, de clase media, apolítico (si es que eso es posible), del sujeto banal de
Hannah Arendt.
Manuel Losada Gómez,
El fascismo banal, el salto diario.com 27/12/2018
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