Es lo que intuyó en su día
Walter Benjamin, al explicar la fascinación ejercida por el fascismo sobre las masas populares como un efecto resultante de su “estetización de la política”. Así lo teorizó en la última sección de su célebre opúsculo
La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936), donde analizaba cómo la producción en serie de copias masivas de objetos culturales, propiciada por la fotografía, la radio, el cine o el cartel, había contribuido a destruir el “aura” de autenticidad y excelencia que hasta entonces se atribuía a las obras de arte singulares y originales, valoradas como bienes supremos de referencia que trascendían y jerarquizaban el orden social. Y en su lugar quedaban sustituidas por copias seriadas que eran consumidas por las masas urbanas sólo por sus cualidades estéticas, inmanentes y autónomas, para caer en el esteticismo del arte por el arte abstraído de la realidad social. Lo que traducido al uso masivo que hacía el fascismo de la cultura de masas determinaba la estetización de la política: con esto no quería decir que las formas de la propaganda nazi fueran artísticas sino que eran “esteticistas”, es decir, que practicaban el ejercicio del arte por el arte prescindiendo de sus implicaciones éticas y sociales. Una actuación política es esteticista cuando se recrea en su propia eficacia retórica y expresiva (es decir, en el efecto sensorial y sensacionalista que causa sobre las masas que la contemplan), abstrayéndose de los valores morales que transmite y de sus consecuencias prácticas sobre la realidad social. Una estetización de la política que para
Benjamin sólo podía derivar y conducir hacia una cultura de exaltación de la guerra, entendida como más excelsa expresión de lucha política. Como en efecto sucedió.
Y esta estetización de la política denunciada por
Benjamin es el hilo genealógico que hace descender del fascismo originario al posfascismo actual, que con su escandalosa retórica ofensiva también incurre en la misma búsqueda sensacionalista del máximo efectismo electoral, obtenido mediante la violación figurada de los valores y principios del consenso liberal. Sólo que ahora la reproductibilidad técnica de las formas culturales ya no pasa tanto por las artes audiovisuales como por las redes digitales de Internet, que también están destruyendo el “aura” de respetabilidad y autoridad moral que hasta ahora se atribuía a los líderes de opinión, a las instituciones cívicas, a las élites de los partidos establecidos y a los grandes diarios de referencia. Y en su lugar los ciudadanos consumen la propaganda electoral de forma esteticista seleccionada a partir de sus previos juicios de valor, encerrándose en esas cámaras de
eco reverberante (
Sunstein) que se abstraen e independizan del contacto con la realidad social. De ahí derivan las cascadas de odio e infamia beligerante que están fracturando y polarizando nuestras comunidades civiles, tras romper y destruir “sin complejos” los consensos y compromisos públicos que cimientan el orden social, como el respeto por la ley y los derechos ajenos, de los que se abjura como cobarde muestra de corrección política.Solo que ahora ya no hablamos de estetización de la política sino de su “espectacularización”, como ya denunció en los años sesenta
Guy Debord, y teorizaron después
Murray Edelman o
Neil Postman. Una espectacularización que convierte a los ciudadanos en espectadores de una película de buenos y malos (de héroes defensores de los nuestros y villanos al servicio del enemigo), donde ya no interesan las políticas públicas ni los programas políticos, convertidos en superfluos McGuffin de recambio. Pues como enseñó el mago Hitchcock (otro esteticista consumado y amoral), el interés narrativo de un
thriller depende del temor que el villano despierte en los espectadores. De donde se deduce que cuanto más
villano resulte un candidato, mayor será su potencial electoral: caso de Trump, Salvini o Bolsonaro.Este perverso fenómeno fue rotulado por el llorado
Fermín Bouza como
telenovelización de la política, pues a los relatos y debates de la esfera pública se les aplica la misma plantilla formal que a los seriales televisivos y los programas del corazón, donde lo que cuenta no son los hechos y las razones de los antagonistas sino las pasiones de amor/odio que los enfrentan. Y dada esta conversión de la democracia en
reality show, lo que pretende la telenovelización es hacer de cada lance político una piedra de escándalo, de modo que los espectadores se dejen invadir por la indignación moral contra el adversario, convertido en enemigo del pueblo por el discurso infamante de sus contrarios. De modo que la telenovelización se traduce en la aún más perversa
escandalización, pues como denuncia
Castells, la política del escándalo es hoy la pieza angular de la lucha por el poder.
Enrique Gil Calvo,
Política en la era de las redes digitales, El País 03/01/2019
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