Que, a la altura de 1795, nada menos que
Imanuel Kant siguiera señalando a la república representativa, en detrimento de la democracia, como la mejor forma de gobierno, ilustra suficientemente el desprestigio padecido por entonces por un sistema político que, en las taxonomías de los clásicos, aparecía invariablemente entre aquellas posibilidades de organización política que, como la tiranía o la oligarquía, debían ser evitadas. ¿Cómo se explica, entonces, que apenas dos siglos después la democracia aparezca no sólo como la forma política triunfante, cuya extensión universal autoriza incluso proclamaciones como la del fin de la historia, sino además como la
única forma legítima de gobierno? La razón es que nuestra democracia, sencillamente, no es lo que fue. Es decir, que el modelo de gobierno que surge del debate ilustrado en los siglos XVIII y XIX acerca de la mejor forma de organización política para las nuevas sociedades comerciales, surgidas del desarrollo del capitalismo, se construye
contra el modelo clásico de democracia, es decir, contra el modelo griego. Basado en un cuerpo político único, la Asamblea, donde los ciudadanos ejercían funciones legislativas, ejecutivas y judiciales a partir de los principios de igualdad y libertad de palabra y de una intensa participación en los asuntos públicos, la
polis griega va a fascinar a gran parte del pensamiento político, contemporáneo y posterior, desde
Rousseau hasta
Hannah Arendt, cautivado por su presunta racionalidad deliberativa e igualitaria y por el mito de la seductora excepcionalidad helena. Ahora bien, ya en el curso de ese debate se acertó a señalar la dificultad de aplicar ese modelo a una sociedad que había modificado profundamente su estructura social, sus valores y fines dominantes, así como la relación del individuo con la política. En un memorable ensayo también citado aquí,
Benjamin Constant contrapuso la libertad de los antiguos, consistente en la participación política en el seno de la comunidad, a la nueva libertad de los modernos, que tiene como eje lo contrario: la libertad del individuo
frente a la acción del Estado para el ejercicio autónomo de sus derechos y libertades en una esfera privada donde trata de llevar a efecto su plan privado de vida. La función del Estado es entonces el sostenimiento de un marco político y jurídico adecuado para el florecimiento de la sociedad civil y el funcionamiento de lo que
Weber llamaba esferas de valor autónomas –economía, moral, cultura, política– que se diferencian tras el derrumbamiento del antiguo régimen y su vieja coherencia en torno a los valores morales de la cristiandad. A partir de
Locke y
Montesquieu, los padres fundadores de la Constitución norteamericana terminaron por dar forma a un sistema político basado en la separación de los poderes del Estado, el imperio de la ley y, como solución al problema del gobierno popular en este nuevo contexto, la representación política. A través de la figura del representante, la soberanía popular quedaba salvaguardada mediante su delegación, manteniendo los ciudadanos el derecho a su revocación en cada convocatoria electoral y la influencia sobre el cuerpo político a través de los mecanismos de la opinión pública. A esta república representativa, que recoge el núcleo doctrinal y organizativo del liberalismo, se le terminó denominando democracia liberal, lejos, sin embargo, de su formulación original griega.
Manuel Arias Maldonado,
La democracia contra la libertad, Revista de Libros 01/08/2014
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