Cicerón, en sus
Tusculanae, se hacía eco del viejo verso de Pacuvio en el que tantos encontramos la mejor definición de la patria:
ubi bene, ibi patria:la patria está ahí donde me encuentro bien, donde vivo bien. Ese vivir bien, además, no ha de entenderse sólo ni prioritariamente en el sentido material de bienestar, esto es, la buena vida, el lugar donde las necesidades básicas están satisfechas, lo que expresaría la paráfrasis atribuida a St. John de Crèvecoeur,
ubi panis, ibi patria, sino en la más genuina acepción de bien, que significa la vida buena. Pero la vida buena no es la del individualismo posesivo, la de quien puede permitirse vivir espléndidamente aislado, que subvierte la noción de derechos universales, convertidos, como señalara
Marx, en privilegios sólo al alcance de unos pocos. No es posible vivir bien, en esta acepción de la vida buena, si es a costa de los otros, de los más, de la desigualdad. Semejante concepción de patria es inaceptable, aunque la propaganda y la manipulación consigan que una mayoría caiga en el espejismo de un que sólo es superior realmente para unos pocos de ese nosotros.
Dicho con más claridad y como insistieron los clásicos, donde se vive bien es en común, si ese bien es en verdad común: esto exige que se hayan reducido la dominación, la desigualdad, la humillación, la violencia. Así lo propuso
Péguy, cuyo lema era “por una sociedad sin exilio”, una sociedad que no excluya y de la que nadie se vea obligado a salir para poder tener una vida digna. Es el modelo de sociedad decente teorizado por
Margalit y que exige, a mi juicio, poner las bases para el desarrollo de un pluralismo incluyente de todos los otros: los, las que ya estaban, aunque fueran invisibilizados, y esos otros que llegan de fuera y se asientan estable y legalmente entre nosotros. Pero, además, en un mundo interdependiente no cabe hablar de sociedades decentes si eso supone la recreación nostálgica de sociedades espléndidamente aisladas, que viven en no poca medida no sólo de espaldas al sufrimiento y explotación de los otros, sino a costa de ese sufrimiento, del menosprecio de los otros, tal y como mostró
Conrad en su terrible parábola
El corazón de las tinieblas y como ha explicado
Honneth al hablar de las sociedades del menosprecio.
Creo que la herramienta más poderosa para crear ese estar bien en común que fomenta la cohesión, la solidaridad y la lealtad y, por ello, da sentido a la patria, es, sigue siendo, el modelo europeo de Estado social de derecho. No es suficiente, claro, para la exigencia de extensión y desarrollo de la democracia inclusiva y plural. Pero es condición imprescindible. Porque del imperio del Estado de derecho dependen las garantías de los derechos humanos y fundamentales en condiciones de igualdad ante la ley. Porque sin él no es posible el control efectivo del poder, de todas las clases de poder. Y porque el Estado social, al garantizar los derechos sociales, es condición de una democracia equitativa.
Javier de Lucas,
Donde reside la patria, El País 09/10/2019
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